La musa de George

Miguel Ángel Sánchez de Armas



No tengo idea si las hijas de Zeus y Mnemósine tienen un equivalente masculino, pero como decir “el muso” suena horrible y ofensivo, me quedo con el título en femenino para compartir con usted el divertido episodio que tiene a los críticos de Bush Jr en la mojiganga y a los asesores bufando y echando pestes.
Resulta que el célebre redactor de discursos presidenciales Michael J. Gerson, supuesto autor de frases inmortales como: “El eje del mal”, y dictados sacramentales del tipo: “Este conflicto comenzó en tiempo y términos ajenos; terminará en la forma y hora que nosotros elijamos”, era en realidad un plagiario que expropiaba el trabajo y talento de sus subordinados.


Según su ex empleado (o maquilador, según se vea) Matthew Scully, Gerson no sólo no era “el bardo” de la Casa Blanca, sino un vanidoso compulsivo, buscador de reflectores, acaparador de créditos, y absurdo e implacable autopromotor de su imagen.


“Pocos párrafos de mérito fueron escritos por Gerson”, dice Scully en un artículo publicado en la revista The Atlantic. “Y ninguno que se recuerde de las secuelas del 11 de septiembre, ni siquiera la frase ‘Eje del mal’.”


El Washington Post, que recoge la revelación en su edición del pasado 11 de agosto, juzga que se trata de una muestra más de cómo en la zozobra de una administración torpedeada por escándalos domésticos e internacionales, cada vez más antiguos incondicionales dan la espalda a las políticas y a las personas que alguna vez apoyaron.


El Post recuerda los casos de Matthew Dowd, arquitecto de la reelección de Bush, quien abjuró de la administración; del ex embajador en Naciones Unidas John R. Bolton, hoy principal crítico de la política exterior, y de Kenneth Adelman, amigo cercano del Vicepresidente, quien califica a la actual administración como la peor de los tiempos modernos.


“Los textos que Gerson presentó constituyen un ejemplo extravagante de falsedad”, dice Scully. “Su conducta alimenta otra de las ya conocidas y deprimentes historias de la Capital: una de autopromoción y manipulación mediática tanto más desagradable por el tono edificante que se le quiso dar”.


Cuando el Post pidió a Gerson comentar la acusación lanzada en su contra, éste se mostró “triste y dolido” por los terribles señalamientos y dijo “no recordar” hechos revelados por Scully sobre cómo el redactor de discursos expolió el trabajo ajeno.


El episodio es otra pincelada en el cuadro que, a la manera de El Bosco en “El jardín de las delicias”, va revelando estampas de la vida secreta de la Casa Blanca, como la que publica La Jornada del 28 de agosto bajo el título “Uno menos”: “Alberto Gonzales renunció ayer como procurador general de Estados Unidos, pero no explicó los motivos. Sin embargo, su credibilidad era nula tras ser acusado de engañar al Congreso por el despido de nueve fiscales federales. También colaboró en legalizar la tortura y aplicar el espionaje sin autorización judicial. El presidente George W. Bush lamentó la dimisión de ‘un hombre de integridad, decencia y principios’.”


Tan, tan.


El Vincenzo mexicano

A propósito de la pasada entrega de JdO, Sagrario Cruz escribe: “Corría el año de 1986 cuando en el curso de códices en la UDLA, la doctora Carmen Aguilera, gran conocedora de iconografía prehispánica, nos contó que había sido convocada a media noche por la policía judicial del DF para certificar si un códice que estaba en poder de la autoridad era auténtico. Se trataba del ‘Tonalámatl’, que contiene un calendario ritual, teogonía, legislación y mitología prehispánica.

Resultó que un chavo de Quintana Roo fue a la Biblioteca Nacional de París a consultar el original y dejó en su lugar un facsímil. Aunque el cambio se descubrió mucho tiempo después, fue muy fácil ubicar quién había sido el culpable, pero se mantuvo bajo absoluta discreción este hecho. El muchacho argumentó que sustrajo el Tonalámatl por justicia puesto que pertenecía a los mexicanos y debía regresar a México. Lo curioso es que nunca lo entregó a autoridad alguna sino que lo conservó en su casa en Quintana Roo. El chico, que ahora es un cuarentón, fue nuestro héroe nacional del momento. Pasó un tiempo en la cárcel no sé si aquí o allá; el Tonalámatl regresó a París y nunca más fue accesible al público. Después de ese hecho sólo se pueden consultar facsímiles”.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.



sanchezdearmas@gmail.com









Vincenzo Peruggia

Miguel Ángel Sánchez de Armas




El 22 de agosto se cumplieron 96 años del que se considera el mayor robo de arte del siglo XX, una saga de la vida real ante la cual palidecen los prodigios de la imaginación de plumas como la de Agatha Christie, G.K. Chesterton, Arthur Conan Doyle o Rafael Bernal.




Estos escritores engendraron a inolvidables héroes de la novela negra - Hércules Poirot, el padre Brown, Sherlock Holmes y Filiberto García- pero me parece que no atinaron a concebir a un personaje como Vincenzo Peruggia, un empleado del Museo del Louvre que en una tibia noche de otoño tomó el célebre cuadro de la Mona Lisa de su lugar en la sala Carre, desprendió el óleo, se ocultó unas horas en un clóset de servicio, al día siguiente salió del museo con toda tranquilidad con la pintura bajo el abrigo, tomó un tren a su natal Florencia y ocultó el tesoro en su departamento.


Dos años tuvo en su poder a la Gioconda. Cuando intentó venderla a la Galería Uffizi fue arrestado y llevado a juicio. Aseguró que había robado el cuadro por razones patrióticas, “como venganza por el pillaje de Napoleón y sus ejércitos en Italia”. El tribunal lo justificó y le pasó una sentencia de un año y quince días. Peruggia se convirtió en un héroe nacional.


Así en breve la historia no tiene desperdicio. Cuando se entra a los detalles resulta poco menos que increíble.


Aquella noche, Peruggia se percató de que la sala estaba sin vigilancia y bajó la pintura. Se deshizo del marco. Permaneció oculto en un cuarto de limpieza y a primera hora de la mañana pudo salir sin problemas, como ya se dijo. Pero lo sorprendente es que durante todo el día siguiente, nadie dio la voz de alarma. Al ver el hueco donde se exhibía el cuadro, los guardias pensaron que el fotógrafo del museo lo había tomado para las impresiones de un catálogo. Por la noche alguno de ellos se inquietó y buscó al hombre de la cámara, pero aquél no sabía nada. En el colmo de los colmos, se pensó que alguien había jugado una broma para dar un mal rato al servicio de seguridad. Pasaron muchas horas más antes de que les cayera el veinte y entonces sí, entre crujir de huesos y lamentos, pusieron de cabeza el afamado palacio, no dejaron rincón sin revisar… y sólo hallaron el marco y el cristal.


Las pesquisas llegaron hasta Apollinaire y después a Picasso (porque anteriormente había comprado dos esculturas robadas del Louvre). Ambos fueron absueltos.


Algunas semanas después los investigadores visitaron a Vincenzo en su departamento florentino, pues como empleado desaparecido al día siguiente del robo era uno de los sospechosos. Acompañados por una escuadra de carabinieri, revisaron el departamento de arriba abajo. No dejaron cajón sin abrir ni florero sin voltear. Nada. Muy formales, no tuvieron más remedio que entregar a Peruggia un oficio de liberación, ¡que firmaron sobre la mesa bajo cuyo mantel estaba oculta la pintura! Más que con una novela de Agatha Christie, este relato está emparentado con los hermanos Marx.


Durante los meses siguientes el ladrón ofreció la pintura a varios museos, pero todos la rechazaron seguros de que se trataba de “una copia” ya que era del conocimiento general que la auténtica había sido robada. Nadie veía en Vincenzo Peruggia a un artista del robo de arte. Le tenían como un vivales que pretendía tomar ventaja del mercado con una falsificación más o menos buena. Fueron los curadores de la Galería Uffizi quienes descubrieron la verdad y lo delataron.


Al día de hoy no se conocen los verdaderos motivos que impulsaron a este pequeño italiano -que en una fotografía de la época tiene aire de anarquista resignado, con collarín alzado y bigote de manubrio de velocípedo- a llevar a cabo el robo del siglo, una hazaña de alto riesgo incluso para las risibles medidas de seguridad de aquel tiempo.


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Nosotros, los periodistas

Miguel Ángel Sánchez de Armas



En Washington, la semana pasada, escuché exposiciones y conversé con algunas de las figuras prominentes del establisment periodístico de la capital de la nación norteamericana, profesionales cuyo trabajo tiene una consecuencia tanto en el público como entre el gremio. La constante en el ánimo de estos colegas es muy parecida, por no decir idéntica, a la que a muchos nos mueve acá en este lado de la frontera: ¿Qué pasa con nuestra profesión?


Este “qué pasa” tiene que ver con el quehacer de los profesionales llamados periodistas, claro, pero en primer término con el lugar que los medios tradicionales ocupan en un mundo transformado por las nuevas tecnologías de comunicación y una dinámica de poderes que cambia y se reajusta (cuando no se reinventa) prácticamente al ritmo de las manecillas del reloj, o al impulso de la corriente de la nueva política dictada por los conflictos en el Medio Oriente.


Hellen Thomas es una leyenda por derecho propio. La diminuta y risueña decana de la “fuente” de la Casa Blanca ha sido el terror de los presidentes desde antes de Kennedy (sus malquerientes dicen que fue novia de Lincoln, pero ella responde con modestia que no tuvo ese honor). En un libro publicado hace un año (¿Vigilantes de la democracia?), en discursos y en conversaciones de reportero a reportero, dice con sencillez perturbadora que en el caso de Irak la prensa se convirtió en el perro faldero de la política “y la verdad se fue de vacaciones”.


Considera que muchos reporteros abandonaron un principio eje del oficio, el escepticismo, y al aceptar sin mayor cuestionamiento las increíbles versiones de la Casa Blanca, traicionaron la misión del periodismo. “Cuando se dieron cuenta de las consecuencias de su descuido, algunos se arrepintieron y buscaron refugio en “zonas de seguridad” –dice con un acento malicioso-, es decir universidades y centros de investigación.


“Llevamos cinco años en guerra –murmura mientras se frota las manos- y nadie nos puede decir por qué. No es moral invadir a un país que nada nos hizo”.
Le pregunté por qué los medios norteamericanos dan tan poco espacio a los asuntos de la vecina América Latina. Me miró con un dejo de conmiseración y sin perder el humor respondió: “Es que ustedes no están en guerra”.


Bill Moyers es otro crítico del belicismo estadounidense desde la trinchera de la televisión pública, en documentales que han sido por partes iguales premiados y atacados. Para él, el asunto es muy sencillo: “El silencio es sedición. El periodismo, un pasaporte al mundo de las ideas. Las noticias, lo que usted y yo necesitamos para mantener nuestras libertades”.


Moyers sabe muy bien de lo que habla. Fue jefe de prensa de Lyndon Johnson en su juventud desorientada y habitó el mundo de los “operadores de medios”. Conoce la capacidad de movilización de las estrategias oficiales. Aunque en medio de una carcajada precisa: “Pero en aquel tiempo nuestra credibilidad era tan baja ¡que ni nosotros dábamos crédito a nuestras propias filtraciones!”


John Walcott, director de la oficina de la cadena McClatchy en Washington, considera que el periodismo tiene ante sí el reto de ser “la mejor profesión en el peor de los tiempos” y cree llegado el momento de un gran debate público sobre el sentido que tienen los medios en la preservación de la democracia. “La verdad es que hemos abdicado del pensamiento crítico”, sostiene.


Estas son algunas pinceladas del estado de ánimo que percibí en el 90vo encuentro anual de la Asociación para la Enseñanza del Periodismo y la Comunicación, un organismo que reúne a profesores, a directores de facultades, a investigadores y a periodistas de América, Europa y Asia, en un ejercicio intelectual y profesional que tiene mucho de catarsis.


En siguientes entregas iré compartiendo con los lectores de JdO otras noticias y anécdotas del evento, al que asistí como profesor – investigador de mi universidad, la UPAEP – Puebla.



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Enola Gay y Little Boy
Miguel Ángel Sánchez de Armas



No es un título de película de caricaturas de la Warner Brothers el encabezado de la entrega de JdO con que reanudo la serie luego de unas vacaciones que me dejaron en calidad de pinole, sino los membretes de dos artefactos que han quedado inscritos en la historia universal de la infamia: el avión “Superfortaleza B29” que el 6 de agosto de 1945 sobrevoló la ciudad japonesa de Hiroshima, y el artefacto que soltó para freír a cientos de miles de seres humanos y comprobar empíricamente la capacidad destructiva de una nueva tecnología militar: la bomba atómica.


Tres días después, el 9 de agosto, otro aparato, bautizado Bockscar, dejó caer sobre Nagasaki una segunda bomba, Fat Man. Con ello quedaron muy satisfechos los profesores y políticos que diseñaron, construyeron y dieron la orden de utilizar ese terrible artefacto contra un país que ya se había rendido. Fue la locura de la sangre. Las patadas al cadáver del enemigo. La aniquilación de quienes nos enfrentaron y la construcción de un mensaje patibulario: esto es lo que les espera a nuestros enemigos.


Han transcurrido 62 años de aquel día. Enola Gay se exhibe reconstruido en un museo de la capital norteamericana –sin que en ninguna parte se pueda leer un “¡Nunca jamás!” Little Boy (“Muchachito”) y Fat Man (“Gordinflón”), las armas asesinas bautizadas con siniestro gracejo por algún anónimo “defensor de la democracia”, hoy son obsoletas chinampinas comparadas con las capacidades destructivas del moderno arsenal nuclear con el que algún día la clase política mundial y sus corifeos harán pedazos este montón de tierra que gira en torno a una estrella a la que llamamos Sol. Ya lo dijo el autor: la mayor hazaña del Diablo fue hacernos creer que no existe.


Seis décadas después recordamos a las víctimas inocentes de aquellas jornadas. Los diarios de la época publicaron espeluznantes reportajes. The Lima News en su edición del 8 de agosto citó una transmisión de Radio Tokio en la que se describía el impacto de la bomba, “tan terrible que prácticamente todos los seres vivientes murieron rostizados por la ola de calor y la presión del estallido. Los cadáveres carbonizados quedaron irreconocibles”. Niños pequeños, adolescentes, mujeres y hombres civiles, casi todos victimas de la penuria de un país derrotado y hambriento, y, supongo, algunos militares y políticos y “estadistas”, fueron las víctimas.


¿Quién es o quiénes fueron los responsables del ataque genocida? En su momento todas las partes tuvieron sus explicaciones y aún hoy los historiadores debaten el tema. La necesidad de dar un golpe final al enemigo; una estrategia para frenar el creciente poderío militar chino y un aviso a los soviéticos; adquirir una postura de mayor fuerza en el mundo de la postguerra... todas necesidades políticas, pues. La muerte de inocentes no fue más que un daño colateral subordinado a un bien superior. La apertura de esa Caja de Pandora un riesgo calculado.


Muchos de los padres de la tecnología que hizo posible la fisión nuclear, encabezados por Einstein, se opusieron a su utilización como arma de guerra. Fueron acusados de comunistas y anti norteamericanos. Los políticos apretaron el gatillo. El presidente Harry S. Truman (quien en su juventud fue miembro del Ku Klux Klan) autorizó el lanzamiento de la bomba. Ignoro los nombres de los demás generales, almirantes y altos funcionarios que tuvieron corresponsabilidad, pero sí conozco los de la tripulación del primer bombardero: Coronel Paul Tibbets, piloto; capitán Robert Lewis, copiloto; mayor Thomas Ferebee, artillero; capitán Theodore Van Kirk, navegante; teniente Jacob Beser, contramedidas electrónicas; capitán William Parsons, encargado de lanzar la bomba; segundo teniente Morris R. Jeppson, ayudante del encargado de lanzar la bomba; sargento Joe Stiborik, radar; sargento George Caron, ametralladora de cola; sargento Robert Shumard, ayudante del ingeniero de vuelo; soldado Richard Nelson, radio; sargento Wayne Duzenberry, ingeniero de vuelo y el doctor Luis Walter Álvarez como observador científico.


¿Habrán logrado conciliar el sueño el resto de sus vidas?

Por cierto, Enola Gay se llamaba la madre del piloto Tibbets. La historia no nos dice cuál fue la reacción de la señora cuando supo que su nombre había bautizado a un arma criminal.


A mí, me hubieran desheredado... después de una azotaína, claro.



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