El Diario de México

Miguel Ángel Sánchez de Armas



A Miguel Valera, con mi felicitación.




En otra parte he escrito que cuando se plantea la necesidad de hacer la historia de los medios, es muy raro que alguien se pregunte para qué.

No es que el tema no provoque preguntas, o que se conozcan todas las respuestas posibles, sino que la sola y suprema idea de la erudición apaga muchos cuestionamientos que podrían llevar a una mayor reflexión, no sólo sobre éste sino acerca de muchos temas que tienen que ver con los medios.


Resulta un tanto paradójico que muchas historias tienen su razón de ser en el anhelo de erudición, en la obstinación de muchos historiadores por recuperar el desarrollo del comportamiento humano y, sin embargo, sobre todo en el terreno de las ciencias sociales, el registro histórico ha caído en el descrédito. A estos estudios se les considera poco serios, escasamente contribuyentes al crecimiento del conocimiento científico si no realiza aportaciones teóricas.


El hecho es que tenemos mayor inclinación por los estudios teóricos. Pero eso sólo es el qué en los estudios sobre los medios, pero no responde al para qué hacer la historia de los medios. Los registros históricos nos proveen de los datos de la evolución humana en una actividad específica con un nivel de detalle que nos es mucho más cercano, pero que por esa misma razón, tiene una gran capacidad de envolvernos en la reflexión sobre ese quehacer. Es decir, considero que la utilidad práctica que los estudios historiográficos tienen para la teoría es mucho mayor de lo que se piensa.


Esta reflexión me llegó al recordar que en octubre pasado se cumplieron 202 años de El Diario de México, primer cotidiano de este país, espejo de la vida social, política y económica de la Nueva España.


Hace dos años, los institutos de Investigaciones Filológicas y de Investigaciones Históricas de la UNAM organizaron un coloquio para conmemorar el bicentenario del diario, en cuyas páginas floreció la sociedad literaria denominada “Arcadia Mexicana”. Esto es lo que nos dicen los investigadores universitarios sobre aquella publicación:


“La razón de su importancia radica, entre otras, en que fue el primero que se editó con una periodicidad diaria conformando y formando a un público lector distinto al que hasta entonces se conocía. Antes de él, se había impreso publicaciones periódicas que circularon en la Nueva España generalmente durante pocos meses, de manera irregular y con objetivos alejados de la comunicación de noticias y de la actualidad. Cuando este cotidiano se imprimió por primera vez sólo circulaba otra publicación periódica: la Gaceta de México, editada dos veces al mes desde 1784 y con la cual el Diario tuvo diversos enfrentamientos.


“No era fácil imprimir este tipo de publicaciones, ni ninguna otra debido al recio control de las autoridades, la falta de maquinaria moderna, la carestía de papel y la escasa capacitación de personal para hacerlo. No obstante, hubo tres personas que decidieron enfrentar los riesgos. Carlos María de Bustamante, el entonces estudiante Juan María Wenceslao de la Barquera y el socio capitalista, Nicolás de Calera y Taranco, solicitaron una licencia a las autoridades para imprimir un papel periódico. Posteriormente el dominicano Jacobo de Villaurrutia, sobrino político del socio capitalista, se unió al grupo de editores. Estos personajes tenían altos cargos públicos o encabezaban importantes bufetes jurídicos; además eran profesionistas y personajes públicos.


“Así, el 1 de octubre 1805 inició su vida de doce años el Diario de México. Constaba de cuatro páginas, con un formato muy parecido al del libro; costaba medio real, se vendía en 21 puestos de la ciudad [de México] y contó con un número de suscriptores que varió entre 370 y 500. Estos suscriptores eran miembros de elite novohispana, funcionarios, religiosos, militares, etcétera.


“La publicación se imprimió diariamente, hasta el 4 de enero de 1817, con un tiraje de 400 ejemplares. Sólo se suspendió en dos ocasiones: la primera, durante diez días –en 1805, a causa de la censura que le impuso el virrey Iturrigaray– y durante cinco días a partir del 5 de diciembre de 1812, a raíz de la suspensión de la libertad de imprenta proclamada poco antes por las Cortes de Cádiz. Durante todos esos años abrió brecha para la proliferación de varios periódicos más; vio cómo se multiplicaban los títulos de periódicos editados en el país, de tal manera que cuando terminaba su vida –todavía durante el régimen colonial– ya existían quince publicaciones periódicas.


“Su larga vida le permitió atestiguar acontecimientos como el movimiento contra el virrey Iturrigaray, el levantamiento de Miguel Hidalgo y Costilla y de José María Morelos, la promulgación de la libertad de imprenta así como la suspensión de la misma. Por eso, el Diario de México ha sido consultado para, por un lado, retratar la actividad literaria de [aquel] México –difícil de documentar la correspondiente a aquellos años– y, por otro, para obtener información acerca de personajes, debates, luchas políticas, etcétera, aunque como todos los periódicos no es un espejo fiel de la realidad sino de aquella que se les permite o quieren mostrar.


“Sin embargo, no sólo es importante la historia política del periódico; también es necesario desbrozar las percepciones y los valores que proyecta el diario en torno a la apreciación individual y social sobre la autoridad (familiar, política, religiosa o educativa); qué refleja acerca de las demandas y expectativas en la sociedad, de los códigos morales, de las actitudes frente a la salud y la enfermedad, de los caminos legitimados para obtener, conservar o perder prestigio social; de los mecanismos de identidad social y nacional, de a concepción del trabajo y sus frutos, etcétera”.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com




Las palabras del silencio

Miguel Ángel Sánchez de Armas




El 15 de mayo de 1939, Isaac Bábel, un escritor cuya prominencia le había ganado el privilegio de una dacha en el campo, fue arrestado en Peredelkino e internado en la prisión moscovita de Lubyanka, sede de la policía secreta. Sus escritos fueron confiscados y destruidos –entre ellos textos a medio terminar, obras de teatro, guiones cinematográficos y traducciones. Seis meses después, al cabo de tres días y noches de inmisericordes interrogatorios, se declaró culpable de un falso cargo de espionaje. Un año después, en las últimas horas del 26 de junio, fue sometido a un juicio sumario clandestino. Bábel se retractó de su confesión inicial y se declaró inocente. A las 01:40 de la madrugada fue puesto ante el pelotón de fusilamiento. Su última súplica no fue en su beneficio, sino por el poder y la verdad de la literatura: “¡Permítaseme terminar mi trabajo!”


Este es el estremecedor párrafo inicial de la Introducción de Cynthia Ozick a las Obras Completas de Isaac Bábel, aparecidas a mediados del 2002 gracias al amor e incansable energía de Nathalie Bábel, hija del escritor, quien salvó la vida gracias al exilio, pues su permanencia en la URSS en los aciagos días de la construcción del socialismo y como hija de un contrarrevolucionario, la hubieran conducido al mismo fin que su padre.


La versión oficial soviética mantenida hasta antes del derrumbe de la cortina de hierro, sostenía que Isaac Bábel había fallecido en un campo de concentración en Siberia el 17 de marzo de 1941. Hoy conocemos la verdad. Fue ejecutado en la oscuridad: los represores de la inteligencia son los más grandes cobardes, incapaces de asumir la responsabilidad de sus brutalidades.


(¿Recuerda el lector el caso de Alfredo Astiz, apodado, como Josef Mengele, el “Ángel de la Muerte”, que en las mazmorras de la dictadura argentina aplicaba la picana a mujeres, niños y monjas y que fue el primero en rendirse en las Malvinas sin disparar un tiro y que hoy anda chillando que sus “derechos humanos” fueron violentados? El sadismo es un componente sine qua non del espíritu represor.)


Obras Completas de Isaac Bábel reúne los textos publicados del escritor e incluye algunos que fueron recuperados del olvido, retraducidos nuevamente del ruso por Peter Constantine, lo cual da al volumen una extraordinaria coherencia estilística que sin duda es el homenaje debido a uno de los mayores autores rusos de todos los tiempos a casi 70 años de su asesinato.


Bábel fue una entre millones de víctimas del padrecito Stalin, el zafio y brutal georgiano que de la mano de su alma gemela, Lavrenti Beria, se propuso edificar el socialismo mundial con una argamasa de sangre, lágrimas, dolor y carne de cañón. Ambos -de más está decirlo- a lo largo de sus años en el poder vivieron con un enfermizo terror a la inteligencia. Pero el tiempo, que todo pone en su lugar, lo colocó junto a Hitler, el pequeño cabo austriaco que al igual que Stalin alcanzó el poder montado en la desesperanza de su pueblo. Por ello se entendieron tan bien en un paco secreto. Por ello no vacilaron en sacrificar a millones de soldados cuando ese pacto se vino abajo. Hoy no se distingue quién fue más sanguinario y no diferenciamos quién persiguió con mayor ferocidad a los creadores y a los artistas, seres por definición aborrecibles para las dictaduras de cualquier signo.


Es sorprendente y a fin de cuentas debemos agradecer en términos históricos –si se me permite el uso de esta expresión tan poco apropiada-, el patológico detalle con que los represores del KGB guardaron el registro de sus brutalidades –lo mismo que en su momento la Gestapo o la Dirección de Investigación para la Prevención de la Delincuencia, DIPD, mexicana- como vemos con las revelaciones que están aflorando de los archivos de nuestra propia guerra sucia.


En aras de la “seguridad del Estado” estos cuerpos comisionados para reprimir toda disidencia, real o imaginaria, la documentaron con meticulosidad y fervor religioso... gracias a lo cual hoy podemos reconstruir parte de la historia de la represión.


La última fotografía de Bábel fue tomada en la prisión de Lubyanka poco antes de que fuera fusilado. En el pequeño cuadro a blanco y negro vemos un rostro mofletudo de expresión serena, tal vez desencantada. Ni el temor ni la derrota se insinúan en la mirada. Al contrario, quizás haya en ella un gesto de compasión por sus verdugos.


La paciente labor del poeta Vitali Chentalinsky nos permite hoy reconstruir las jornadas de interrogación entre los muros de la Lubyanka que padeció Bábel. El poeta se declaró culpable de los más horrendos crímenes: alejamiento del pueblo, conspiración contra el socialismo, banalidad artística y espionaje a favor de Francia, ¡reclutado por Malraux!


Bábel además delató a sus co-conspiradores -entre ellos una mujer con la que sostenía una relación amorosa- en una extraordinaria redacción de su propia mano que hoy podemos leer en su verdadera intención como un documento destinado no a los fiscales, sino a ojos de tiempos posteriores:


“En lo que respecta a mis Cuentos de Odessa, éstos reflejaban sin duda el mismo deseo de alejarme de la realidad soviética, de contraponer a la cotidiana labor de edificación el pintoresco mundo, casi mítico, de los bandidos de Odessa, cuya descripción romántica incitaba involuntariamente a la juventud soviética a imitarlos [...] Nuestro amor por el pueblo era retórico y nuestro interés por su destino una categoría estética. No teníamos raíces populares, y de ahí provenía la desesperación y el nihilismo que propagábamos”.


En las últimas horas antes de su ejecución, Bábel intentó sin éxito cambiar sus declaraciones y desmentir las “denuncias” que había formulado bajo la presión y tortura a la que fue sometido, pero no antes de haber escrito escalofriantes delaciones:


“[...] Abrí el frente de la literatura soviética a los estados de ánimo decadentes y derrotistas, turbando y desorientando así al lector y convirtiéndome en testimonio vivo de la teoría de la conspiración de saboteadores y provocadores en el declive de la literatura soviética. Unas cuantas frases no sirven para medir mi trabajo de destrucción, pero ahora percibo su verdadera dimensión con una claridad insoportable, con dolor y arrepentimiento [...] La Revolución me abrió el camino de la creación, el del trabajo feliz y útil. Mi individualismo, las opiniones literarias erróneas, la influencia de los trotskistas bajo la cual caí desde el comienzo de mi trabajo, me desviaron de ese camino”.


Durante aquellos días y noches en las mazmorras de la Lubyanka los fiscales e interrogadores transmutaron los viajes de Bábel al extranjero en expediciones subversivas; las fiestas y eventos literarios a las que asistía, en reuniones de conspiradores contra el paraíso de los trabajadores, y la relación con artistas y escritores en conjuras contra el Estado. Así, Malraux pasó de ser escritor a promotor de la sedición.


La monstruosidad se acrecienta, si ello fuera posible, porque Bábel, igual que Gorki, fue un decidido partidario de los bolcheviques, a quienes se unió en 1917. Durante la guerra civil fue comisario político en el ejército rojo. De hecho su famoso libro Caballería Roja, publicado en 1926, está basada en sus experiencias de guerra de aquella época. Los Cuentos de Odessa aparecieron al año siguiente. Sus obras de teatro Zakat y Mariya aparecieron respectivamente en 1928 y 1935.


En una biografía de su padre publicada en 1964, Nathalie Bábel recuerda: “Fue en 1923, durante su estancia en las montañas, cuando mi padre comenzó a escribir los cuentos que eventualmente formaron Caballería Roja. Darles la forma deseada fue una tortura inacabable. A mi madre le leía versión tras versión.

Treinta años después las recordaba de memoria. En 1924 mis padres se mudaron a Moscú. Los primeros cuentos de mi padre se publicaron por esa época y se hizo famoso de un día para otro.


Isaac Bábel nació el 13 de julio de 1894 en el puerto ucraniano de Odessa, hijo de un tendero judío. De pequeño la experiencia de vivir un pogromo lo dejó profundamente impresionado. Ya mayor se mudó a Kiev en donde eventualmente conoció y fue protegido de Máximo Gorki, quien publicó dos de sus cuentos en la revista Letopis.


La censura soviética consideró que esos cuentos contenían una carga erótica (¡otra bête noire de la represión) y procesaron a Bábel bajo el artículo 1001 del código criminal. Quizá por ello y por un creciente desencanto por el rumbo que tomaban los ideales de la Revolución, Bábel se alejó del régimen y se convirtió en un crítico de Stalin. En represalia, los censores se encargaron de que no pudiera publicar. Durante la primera asamblea de la Unión de Escritores Soviéticos en 1934, Bábel dijo a sus colegas: “He inventado un nuevo género... ¡el género del silencio!


Casi siete décadas después, el amor de una hija redime al padre. Obras completas de Isaac Bábel es otro ejemplo de que la luz de la palabra vence a las tinieblas del silencio.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP – Puebla

sanchezdearmas@gmail.com






Todo se desmorona

Miguel Ángel Sánchez de Armas




Habrá sido en 1984 que en “The Atlantic Monthly” apareció el artículo “The Empire Writes Back” de Salman Rushdie sobre la “tsunami” literaria que avanzaba desde los confines del “Imperio en el que no se pone el sol” sobre la metrópoli. Ese artículo fue un parteaguas y sigue siendo una referencia para entender las corrientes literarias surgidas en los países dominados por la Pérfida Albión. Mi propia traducción del texto fue “El Imperio contraescribe” y no creo que Rushdie la aprobara, pero el sentido es sin duda el adecuado para presentar al más publicado y leído de los escritores nigerianos, a quien algunos consideran el padre de la novela africana en lengua inglesa, Albert Chinualumogu Achebe, mejor conocido como Chinua Achebe.



El 18 de noviembre del 2000 Maya Jaggi publicó un perfil de Achebe en The Guardian. Vale la pena reproducir el párrafo introductorio, pues revela al posible lector mexicano el peso que el novelista nigeriano tiene en el mundo:
“Mientras Nelson Mandela transcurría 27 años en prisión, encontró consuelo y fortaleza [...] en un escritor en cuya compañía “los muros de la prisión se derrumbaron”. Para Mandela, la grandeza de Chinua Achebe [...] radica en que “insertó al Africa en el mundo” sin perder sus raíces africanas. Al tiempo que el nigeriano Achebe utilizaba la pluma para liberar al continente de su pasado, dijo el ex presidente sudafricano, “ambos, en nuestras circunstancias particulares y en el contexto de la dominación blanca del continente, nos convertimos en luchadores por la libertad”.


No es sencillo capturar en unas pocas cuartillas el perfil de un creador. En el caso de escritores africanos como Achebe la complejidad se acentúa por el escaso conocimiento que tenemos de su obra, con si acaso dos títulos en español. Fuera de Senghor y los premios Nóbel Gordimer, Soyinka y Coetzee, poco nos dicen nombres como Mohamed Dib, Amos Totuola, Rui Knpfli, José Craveirinha, Mongo Beti, Peter Abrahams, Ferdinand Oyono, Kofi Awoonor, Gabriel Okara, William Conton, Agostinho Neto o Shaaban Robert, por mencionar algunos de entre la pléyade de autores originarios del continente que Conrad llamara “negro”.
(Recuerdo que durante el régimen de Luis Echeverría visitó México el presidente de Tanzania, Julius Kambarage Nyerere. Venía de una asamblea de la ONU en Nueva York y llegó en el vuelo regular de Aeroméxico, en clase turista. Los reporteros de aquel entonces, como los de hoy, no pasamos de los lugares comunes en la conferencia de prensa. A nadie le dio curiosidad por saber más de este maestro de primaria que construyó el único país africano con una lengua oficial nativa ¡y que tradujo al swahili las obras de William Shakespeare!)


Achebe nació el 16 de noviembre de 1930 en Ogidi, al sur de Nigeria en la ribera del Níger, en el seno de la más importante tribu de esa parte del mundo, los ibo. Fue el quinto de cinco hermanos hijos de un misionero cristiano que creía en la educación moderna y mandó a su prole a escuelas coloniales británicas al mismo tiempo que convivía con familiares que ofrecían sacrificio a los dioses antiguos. Ese encuentro de mundos -por no decir colisión- es la sustancia de la primer novela de Achebe, “Things Fall Apart”, aparecida en 1958. El libro “describe los efectos en la sociedad ibo de la llegada de los colonizadores y misioneros europeos a finales del siglo XIX. [Sus] novelas siguientes [...] No Longer at Ease (1960), Arrow of God (1964), A Man of the People (1966) y Anthills of the Savannah (1987) están situadas en Africa y describen las luchas del pueblo africano para liberarse de la influencia política europea”, nos dice la Encarta.


Según los críticos, Todo se desmorona, aparecida poco antes de la independencia de Nigeria cuando Achebe tenía 28 años, impulsó “la reconsideración de la literatura en el mundo de lengua inglesa” y, de acuerdo a Wole Solyinka, fue la primera novela en inglés que habla desde el interior de un personaje africano más que presentarlo [en el contexto] exótico en que lo ubicarían los blancos”. De esta novela se han publicado más de diez millones de ejemplares en 45 idiomas incluido el español (Todo se derrumba,1986, y Todo se desmorona, 1998), lo que la convierte en una de las más leídas del siglo XX.


Otro Nóbel, la norteamericana Toni Morrison, confesó que Achebe fue el responsable de su romance con la literatura africana y una influencia seminal en sus inicios literarios. “Vivía su mundo de una manera diferente a la mía [...] insistiendo en escribir fuera de la visión de los blancos, no en contra de ella [...]. Su valor y su generosidad permean su obra... y es difícil describir la devastación y el mal de tal forma que el texto en sí no sea maligno o devastador”.


Muy joven, Achua decidió escribir en inglés y no en ibo, pese a que los tiempos en Nigeria eran de rebelión y lucha anticolonial. “Fue parte de la lógica de mi situación”, diría a Maya Jaggi en el 2000, “enfrentar las historias que se escribían sobre nosotros en el mismo idioma. Escribir en inglés es una decisión dolorosa, pero no asume uno un idioma para castigarlo: ese idioma se convierte en parte de uno. Y tampoco se puede utilizar un idioma a distancia. Se insertan el inglés y el ibo en una misma conversación, como lo son en mi vida diaria, y ello es fascinante”.


La literatura africana escrita, lo mismo que una parte de la mexicana, está en deuda con la literatura oral “que adopta formas muy diversas. Los proverbios y las adivinanzas transmiten códigos de conducta y a menudo reflejan la cultura del habitante [...] mientras que los mitos y las leyendas ponen de manifiesto la creencia en lo sobrenatural, además de explicar los orígenes y el desarrollo de los estados, clanes y otras organizaciones sociales de importancia”.


Desde que quedó paralítico en un accidente de auto en Nigeria, Chinua Achebe vive en Nueva York en donde escribe y enseña en el Bard College. Hace siete años publicó el volumen de ensayos Hogar y exilio, en el que nos lleva de la mano por una tierra de recuerdos que a los sentidos de un mexicano resulta un paisaje extrañamente familiar, una suerte de déjà vu espiritual y literario que podría revelarse, por ejemplo, en un pasaje de Azuela o, mejor, de Rulfo.


En aquel pequeño gran volumen recuerda cómo en las conversaciones familiares en el patio del hogar paterno en Ogidi y en la plaza del pueblo abrevó la historia de los suyos. Ahí supo, por ejemplo, que en tiempos antiguos, los habitantes de uno de los pueblos vecinos,
“[Llegaron de otras tierras] y pidieron permiso para establecerse ahí. En aquellos tiempos había espacio suficiente y los de Ogidi dieron la bienvenida a los recién llegados, quienes poco después presentaron una segunda y sorprendente solicitud: que les enseñaran a adorar a los dioses de Ogidi. ¿Qué había sucedido con sus propios dioses? Los de Ogidi al principio se asombraron, pero finalmente decidieron que alguien que solicita en préstamo un dios ajeno debe tener una historia terrible que es mejor no conocer. Así que presentaron a los recién llegados con dos de las deidades de Ogidi, Udo y Ogwugwu, con la condición de que los recién llegados no debían llamarlas así, sino Hijo de Udo, e Hija de Ogwugwu... ¡para evitar cualquier confusión!”


¿No tiene un timbre familiar esta leyenda? Algún lector podría encontrar en ella ecos del realismo mágico latinoamericano y seguramente tendría razón, pues ¿de dónde si no del Africa llega al Caribe esa carga imaginaria que nutre las novelas de Carpentier o de García Márquez?


El profundo sentimiento religioso de la nación ibo pudo haber sido la semilla para que abrazaran el cristianismo, pues según apunta Achebe, “quizá la sola audacia de que un extraño se trasladase miles de kilómetros desde su tierra para decirles que estaban adorando a dioses falsos pudo haberlos dejado con la boca abierta de asombro... ¡y propiciado su pronta conversión!”


Insisto en que no es fácil aprehender en su totalidad el sentido de una literatura de alguien que vivió en carne propia hasta hace poco bajo el manto del “colonialismo civilizador” y tenía un pasaporte en donde se le describía como “persona bajo la protección británica”. Después de todo nosotros los mexicanos sabemos de nuestra propia colonia por los libros de historia... si bien vivimos hoy un colonizaje digamos, sutil, aunque altamente eficaz, cuyo análisis no viene al caso aquí y ahora.


Achebe fue un ciudadano del Imperio y el Imperio es su principal referencia literaria. Colonos y colonizados, dice, nunca ven al mundo bajo la misma luz. “Por ello, los ingleses pueden presumir que tuvieron el primer imperio en la historia en el que nunca se ponía el sol, a lo cual un indio podría responder: sí, ¡porque Dios no confía de un inglés en la oscuridad!”


A los 27 años Chinua viaja a Inglaterra para estudiar en la BBC y en Londres, a bordo de un taxi con su hermano, se enfrenta a lo nunca visto:
“Tuve mi primera experiencia de ser conducido por un chofer blanco. Hice una nota mental de este insólito hecho y no dije nada. Pero Londres no había acabado conmigo y procedió a desvelar una visión aún más increíble. En un embotellamiento vi a un hombre blanco en ropa de trabajo sucia que rellenaba unos baches con asfalto caliente. Y entonces tuve que hablar con mi hermano, en nuestro idioma secreto para que el chofer no entendiera. Y mi hermano, al parecer inoculado contra tales maravillas, se burló de mi sorpresa y dijo: “Si [ese hombre] viajara mañana a Nigeria lo llamarían Director de Obras”.


Un rasgo que Achebe comparte con muchos creadores africanos fue su activa participación en los asuntos políticos y sociales de su país. Quizá no figure como ficha en su currículo, pero Achebe es un defensor del África, un escritor que lucha contra los estereotipos con que el hombre blanco ha etiquetado al continente y cuyas opiniones provocan dispepsia en la intelectualidad no negra, como su famosa conferencia de 1977 sobre Conrad en la que sostuvo, con abundante documentación y brillantes argumentos, que el autor de El corazón de las tinieblas fue un racista redondo y redomado, opinión ciertamente controvertida, que provocó que uno de los distinguidos profesores entre el público exclamara: “¡Cómo se atreve usted!” antes de abandonar ruidosamente el auditorio.


Tiene razón Achebe, pues, cuando se ve a sí mismo como un misionero en reversa, uno más de la pléyade de los contraescritores del Imperio.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com