Diablo crucificado

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Para Abraham Nosnik.




Tras 22 años de exilio, Ngugi wa Thiongo y su esposa volvieron a Nairobi. El 14 de agosto del 2004 varios rufianes forzaron la entrada de su vivienda. A él le quemaron el rostro con cigarrillos encendidos. A ella la violaron. Tal fue la bienvenida que dio el régimen al mayor escritor bantú.


Aunque poco o nada nos diga su nombre en estas latitudes, Ngugi wa Thiongo es una de las cumbres de la literatura africana y universal y un ser humano extraordinario. En Kenya sus libros están prohibidos desde que en 1977 el “padre de la patria”, Jomo Kenyatta, y su vicepresidente, Daniel arap Moi, lo encarcelaron y desmantelaron el teatro al aire libre en el que se presentaba su obra Me casaré cuando yo quiera, que habla de la injusticia y la inequidad en aquella nación. El arresto fue al amparo de un “decreto de seguridad pública”, pues parece que en aquel régimen el teatro y la literatura son instrumentos de disolución social. Se confirma que en un régimen autoritario –sea nacional, estatal o municipal-, la primera víctima es la inteligencia; la segunda, la verdad.


(Parece cuento sobre políticos mexicanos la siguiente anécdota verdadera: aparece un libro de Thiongo basado en una leyenda kikuyo en la que un luchador social, Matigari, jura alzarse en armas para lograr la independencia del país. Al popularizarse la historia, las autoridades expiden una orden de aprehensión en contra del “agitador revolucionario Matigari” por conspirar para derrocar al régimen. Podría uno morirse de risa con el chiste de no saber que hubo un baño de sangre. )


Un año el escritor estuvo encerrado y sin juicio. Al salir de prisión supo que había sido destituido de su cátedra en la universidad. Durante los años siguientes él y su familia fueron sistemáticamente hostigados. Pese a la represión, Thiongo decide permanecer en su tierra y seguir publicando hasta que las circunstancias lo obligan a exiliarse en 1982, primero a Inglaterra y después a Estados Unidos.


Al abandonar la cárcel, en una asombrosa y ejemplar decisión, da un giro a su vida: renuncia al inglés, el idioma colonial en el que fue educado; al cristianismo, que fue su religión impuesta; a los valores culturales de Occidente, ¡e incluso a su nombre, que hasta entonces había sido James Thiong’o Ngugi!


El fruto de esa decisión fue la primera novela moderna escrita en kikuyu, su idioma materno: Caitaani Muthara-ini (Diablo crucificado), publicada en 1980, con la que clava definitivamente la tapa del ataúd sobre su pasado colonial. Por si fuera poco, Diablo crucificado fue escrita en prisión, sobre tiras de papel sanitario. ¿Ecos del Knut Hamsun de Hambre y del Julius Fucik del Reportaje al pie de la horca?


“Planteó que la literatura escrita por africanos en un idioma colonial no es literatura africana, sino ‘literatura afro-europea’ y que los escritores deben utilizar su propia lengua para dar a la literatura africana su propia gramática y genealogía”, dice Jennifer Margulis.


En el adiós al inglés que fue su Descolonización del espíritu publicada en 1986, Ngugi conceptúa al idioma como el instrumento que los pueblos tienen no sólo para describir el mundo, sino para comprenderse a sí mismos. Para él, el inglés en África es una “bomba cultural” que acentúa el proceso de borrar la memoria de la cultura e historia precoloniales y un mecanismo eficiente de nuevas e insidiosas formas de dominación.


En palabras de Margulis: “El escribir en kikuyo, entonces, no es sólo una manera de dar voz a las tradiciones kikuyu, sino también de reconocer y comunicar su presente. Ngugi no está interesado primordialmente en la universalidad [...] sino en preservar la especificidad de los grupos. En general, Ngugi recuerda que la lengua y la cultura son indivisibles, y que por lo tanto la pérdida de aquélla tiene como consecuencia la pérdida de ésta”.

Este sentimiento puede explicarse mejor con una pequeña muestra de su literatura. En traducción libre mía, un fragmento de “El mártir”, incluido en Literatura africana, edición de Lennart Sörensen de 1971:

De nuevo cantó el búho. ¡Dos veces!
-Una advertencia para ella –pensó Njorege.
Y de nuevo todo su espíritu se inflamó de odio, odio en contra de todos los de piel blanca, los extranjeros que habían desplazado a los verdaderos hijos de la tierra de su hogar sagrado. ¿Acaso no había Dios prometido a Gekoyo que daría toda la tierra al padre de la tribu, a él y a su descendencia? Y ahora toda la tierra había sido arrebatada.
Ngugi wa Thiongo nació en 1938 en la congregación de Kamiriithu en el distrito Kaimbu, una zona conocida como “la meseta blanca” en la Kenya dominada por los ingleses. Fue el quinto hijo de la tercera de las cuatro esposas de su padre, un agricultor que fue degradado a jornalero a raíz del decreto imperial británico de 1915. Su tribu, los kikuyu, es el mayor grupo étnico de Kenya.


Aquella infancia y adolescencia transcurrida en una suerte de esquizofrenia cultural marcaría la obra de Thiongo, un kikuyu-africano y occidental-cristiano, educado en una escuela inglesa y en las universidades de Makerere en Kampala (Uganda) y Leeds (Inglaterra); hombre tribal heredero de una cultura enfrentada al occidente, despojado de su lengua e inserto en el mundo del colonialismo como catedrático en universidades estructuradas conforme al modelo europeo.


Por esa razón sus novelas se nutren del conflicto cultural derivado del papel del cristianismo, la educación en inglés y la creciente opresión de los kikuyus y otros pueblos africanos a manos del colonialismo europeo. De esa época son No llores, criatura, El río que divide y Un grano de trigo.


Hay otro dato que nos ayuda a entender el ambiente, los personajes y la textura de la obra de Thiongo: la participación de su familia en la rebelión de los mau mau, el movimiento nacionalista contra el dominio británico provocado por la expropiación de tierras. Su hermano mayor era militante y su madre fue torturada por esa causa. Un hermanastro murió en la campaña.


Un grano de trigo, título que alude al tema bíblico del sacrificio para la resurrección (“a menos que muera un grano de trigo”) es la historia del heroísmo de un hombre y su búsqueda del delator de uno de los dirigentes mau mau. Los hechos tienen lugar en una aldea que es destruida en la guerra, como lo fue el propio pueblo de la familia de Ngugi.


En la vida real, cuando la rebelión fue sofocada en 1956, habían muerto once mil rebeldes, y ochenta mil niños, mujeres y hombres kikuyu estaban en campos de concentración. Además perdieron la vida más de cien europeos y unos dos mil africanos leales a la Pérfida Albión.


En la descripción de la vida de Ngugi encuentro profundas semejanzas con la historia de otro gran escritor africano, apenas ocho años mayor que Thiongo: el nigeriano Chinua Achebe, también miembro de una tribu dominante, también entregado al cristianismo, también educado en inglés y también recuperado por la fuerza telúrica de su cultura, como si se tratase de una versión inversa del complejo de Anteo. Creo que esto no puede ser una coincidencia, pues ambos fueron producto de sociedades brutalmente colonizadas en donde los invasores pretendieron llevar a cabo la sistemática eliminación de la cultura local, como sucedió en la conquista de México.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com




El “escándalo” en los medios

Miguel Ángel Sánchez de Armas





John B. Thompson pertenece a una generación de jóvenes sociólogos que en años recientes ha refrescado el estudio de los medios y la comunicación con la relectura y el reexamen de teóricos y escuelas tradicionales, y ha generado propuestas que llevan a terrenos que el establishment académico evitaría con un dejo de disgusto. Tal sería el caso de su teoría del “escándalo” en los medios.
Como ejemplo de lo que me parece una saludable relectura de los clásicos cito un fragmento de “La teoría de la esfera pública, publicado en el número 10 de Voces y culturas (Barcelona: 1996):


“Si se relee hoy la versión de Habermas sobre los cambios que han ocurrido durante los dos últimos siglos, se encontrarán muchos pormenores discutibles y algún material empírico que actualmente está muy anticuado. Pero el asunto importante es si Habermas hizo bien en interpretar extensamente estos cambios en el modo en que lo hizo -como una indicación de que la esfera pública de debate de los ciudadanos se había disuelto en un mundo fragmentado de consumidores cautivados por los espectáculos que despliegan ante ellos los medios de comunicación y manipulados por las técnicas de estos medios. ¿Tiene alguna solidez esta interpretación y, más específicamente, la tesis de la refeudalización de la esfera pública? Lo dudo. Ciertamente, esta visión tiene prima facie alguna plausibilidad. Tan sólo basta con ver por televisión unos pocos espacios electorales para advertir hasta qué punto la conducción de la política ha devenido inseparable de la actividad de dirección de las relaciones públicas. Pero si incidimos más allá del nivel de observaciones iniciales, es evidente que hay deficiencias serias en la visión de Habermas”.



Thompson estuvo en Xalapa para hablar sobre el futuro del libro digital en la Feria del Libro de la UV. Gentilmente me abrió un espacio en su agenda para intercambiar puntos de vista sobre temas como el papel real que tienen los medios en la construcción de lo que llamamos “una sociedad democrática” y la verdadera naturaleza de la relación de los medios con la clase política (más que con el “Estado”, como propone la terminología clásica).


En una entrega anterior comenté la desazón que percibí entre periodistas y estudiosos norteamericanos de la comunicación por la orientación acrítica y, hay que decirlo, entreguista, de un segmento de los medios de su país respecto al conflicto en Medio Oriente. En México cada temporada electoral -en particular pero no exclusivamente- advertimos el comercio de favores entre la clase política y medios que abdican de su rol de controladores sociales para ponerse al servicio de un programa de partido.


La pregunta es si este abandono de principios impacta o no en la conducta de los electores en la manera en que la piensan sus estrategas. Mi propia percepción es que no es así, y que la verdadera consecuencia de este tráfico es la paulatina despolitización de crecientes sectores de la sociedad. Y si mi percepción es correcta, los políticos y los medios que comparten el negocio pagarán eventualmente un alto costo mientras que las “victorias” de hoy quedarán reducidas a episodios pírricos en un futuro muy próximo. Convendría que prominentes políticos de todos conocidos se vieran en el espejo de los Bartlett y los Muñoz Ledo que hoy no pueden escapar a su pasado por mucho que se maquillen con polvos “democráticos”.


A continuación, fragmentos de la conversación que tuve con el profesor Thompson:

SdA: La relación entre medios y lo político es cuestionada ampliamente…

JT: Los medios son un conjunto de organizaciones que opera con sus propias formas de competencia y recompensas, lo mismo que las instancias políticas, montadas en estructuras peculiares. Pero aunque ambos están diferenciados estructuralmente, sus campos se traslapan y la zona de traslapo entonces es la arena de mutua dependencia y de mutua sospecha.


Es dependencia mutua porque los políticos necesitan de los medios para circular sus mensajes entre los electores, mientras que los medios requieren de los contenidos que los políticos proveen. Pero al obedecer a dinámicas y lógicas distintas, con frecuencia entran en relaciones de conflicto y tensión. Tal dependencia mutua, montada en estructuras distintas e incluso normada por una actitud cínica entre las partes, frecuentemente los coloca en conflicto.


En este contexto, lo que llamamos “el auditorio”, es decir, el conjunto de ciudadanos comunes y corrientes, no es en realidad parte de ninguno de esos dos mundos, pero tiene en los medios, en gran medida, su fuente de información política. Aunque se puede proponer que esta relación influye en la percepción que los ciudadanos tienen del mundo político y social, no es algo que se pueda dar por sentado. Se trata de fenómenos empíricos variables que deben ser analizados cuidadosamente. No creo que actitudes y conductas del electorado sean consecuencia mecánica de lo que los medios sirven y de lo que los políticos quieren promover. Es un proceso falible preñado de consecuencias impredecibles.


Ahora bien, la creciente disponibilidad de medios si bien otorga a los dirigentes un poder político y simbólico nunca antes visto, al mismo tiempo, en la medida en que no pueden controlar el proceso, los hace vulnerables de maneras que nunca se dieron en el pasado. Esto es lo que propongo con la “teoría del escándalo”: es la reacción y consecuencia, o el reverso del proceso, de los mecanismos utilizados por el poder político para intentar fijar la agenda de los electores.


En términos generales, pues, se trata de una dependencia recíproca y de sospecha mutua. En lo personal no creo que eso esté mal. Creo que es muy importante que las organizaciones informativas mantengan su independencia de los gobiernos y se vean a sí mismas como el cuarto poder, es decir, entidades que tienen en parte la responsabilidad de fincar responsabilidades a los gobiernos. Deben ser críticas de los gobiernos y desconfiadas del poder político. Es parte de su responsabilidad.


Ahora bien, siempre existe el peligro de que las cosas lleguen demasiado lejos y ese deber de supervisión se transforme en una conducta cínica. Algunos periodistas son tan profundamente cínicos y escépticos que en efecto contribuyen a crear un clima de desconfianza.


SdA: “Escándalo” es un término que puede prestarse a confusión. Supongo que aplicado a los medios tendría un sentido más bien bíblico.

JT: Utilizo el término ‘escándalo’ porque es una lente maravillosa para estudiar cómo los medios han transformado la naturaleza de la vida política desde por lo menos el siglo XVIII. El desarrollo de los medios ha impulsado un nuevo concepto de lo político. Al empatarse estructuras que operan cada cual con su propia lógica, se crean zonas comunes: los políticos utilizan el medio para hacerse escuchar pero el medio escapa a su control y un resultado puede ser la distorsión de ese mensaje.

SdeA: ¿La clase política ha tenido éxito en la manipulación de los medios?
JT: No tengo duda de que al interior de los gobiernos se derrochan energía y esfuerzos para ese fin. El gobierno de Tony Blair era famoso por los esfuerzos para evitar que los medios reportaran situaciones y hechos no favorables a su administración. Creo que los políticos intentan influir sobre los medios, pero no pueden controlarlos.

SdA: Parece una tarea fútil si tomamos en cuenta que la penetración de lo “noticioso” disminuye constantemente en tanto que el “entretenimiento” acapara los auditorios.

JT: No puedo dar una respuesta genérica. Me pregunto: ¿podrían los gobiernos dejar de intentarlo? No lo creo. Es una situación demasiado importante para que tomen una actitud de laissez faire, laissez passée ante los medios. Por otra parte, aunque algunas de las teorías del siglo pasado sobre la influencia de los medios en las prácticas electorales -como la de Lazarsfeld- mantienen cierta validez, hay sin duda factores de mayor peso en la determinación de tales conductas.

SdA: ¿Cuál es entonces el papel de los medios en la construcción de la democracia?

JT: Hay cambios, pero sería imprudente suponer que son exclusivos de nuestra era. Incluso en los siglos XVIII y XIX se dio una gran pluralidad con el surgimiento de diversas ofertas de medios impresos, así que no es correcta la suposición de que todo fue más sencillo en el tiempo pasado. Siempre han existido instancias de comunicación mediada y espacios en donde los actores políticos utilizaban a los medios como vehículo. Hoy, con la proliferación de medios y las nuevas tecnologías y las nuevas opciones que permiten a individuos generar y circular contenidos -como los blogs- se han generado nuevos perfiles de auditorio. Esto ha hecho más complejo el panorama, claro, pero me parece que más en lo cuantitativo que en lo cualitativo. Es difícil aún saber si esto representará o no un reto considerable al papel de los medios tradicionales.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com



La sal y el Imperio

Miguel Ángel Sánchez de Armas



La mañana del 6 de abril de 1930, hace ya 77 años, Mohandas Karamchand Gandhi alzó en la mano derecha un puñado de sal frente a una multitud congregada en la playa de Dandi, en el estado Guajarat, y con aquella su voz tan prodigiosamente apacible, dijo: “¡Así se estremecen los cimientos del Imperio británico!”.

Eran sólo unos gramos que no valían un paise en el mercado de la aldea pesquera vecina. Pero este gesto desembocó, 17 años más tarde, en la independencia de la India. El Mahatma –“gran alma” en sánscrito-, uno de los más extraordinarios luchadores sociales de la historia moderna, comenzaba su gran marcha.
El 2 de octubre fue el 138 aniversario de su nacimiento y ninguno de los grandes diarios “nacionales”, ni los grandes diarios “estatales”, ni los sistemas informativos de radio y televisión, incluidos los llamados “culturales”, dedicó un espacio a su recuerdo. Afortunadamente JdO tiene memoria histórica.


Gandhi nos enseñó que los cambios comienzan por uno mismo. “Las revoluciones -solía citarlo Oscar León Camelo- sólo son interiores”. Nadie puede cambiar el mundo que lo rodea si antes no se transforma a sí mismo.
En plena dictadura de la testosterona como fue la sociedad de comienzos del siglo XX –tal cual tristemente se reedita hoy- el ejemplo de Gandhi no fue entendido. Al contrario, desconcertó a muchos, comenzando por los arrogantes hijos mayores de la Pérfida Albión. Incluso alguien tan sagaz y talentoso como Winston Churchill se refirió al padre de la independencia india con lenguaje propio de rufián del West End: “¡Ese fakir semidesnudo!”, exclamó en el piso de los Comunes.


No reparó Churchill en que Mohandas era producto del sistema universitario inglés, que recibió la patente para ejercer la abogacía del Alto Tribunal de Su Majestad, que se veía a sí mismo como un “hijo del Imperio” y que valoraba la ley y la justicia por sobre todas las cosas.


¿Se podía esperar otra cosa de una persona formada en el crisol del sistema en donde echaron fuertes raíces los ideales de igualdad, civilización y progreso de los modelos ilustrados del siglo XVIII y XIX? No. Justamente eso: un instintivo rechazo a la hipócrita inmoralidad del colonialismo, por muy “imperial” que fuese.


Cuando Gandhi desafió al gobierno colonial y fabricó un poco de sal, vulneró uno de los puntales del dominio colonial (en el clima de la India la vida no es posible sin ese producto). Romper el monopolio significaba la primera fisura en el gran aparato. Algo parecido vimos en enero de 1955 cuando en Montgomery, Alabama, una mujer llamada Rosa Parks se negó a dar el asiento del autobús a un patán blanco como lo estipulaban las leyes de segregación, y con ese pequeño y gran gesto desató la movilización social que con el tiempo daría a los negros la igualdad ciudadana.


La vida del Mahatma es un rosario de ejemplos que hoy podrían aplicarse para lograr un mundo mejor. Pero los ciudadanos, con nuestra indolencia, nuestra conformidad, nuestra falta de participación, nuestra indiferencia o nuestro miedo, hemos prohijado una casta política de machines que gobiernan con la bravuconada, no con el respeto al otro; con la fuerza, no con la bondad; con la marrullería, no con la inteligencia. En el muestrario tenemos a los Bush, a los Saddam, a los Castro, a los Putin y a los Chávez, sí, pero también a gobernadores y a presidentes municipales. Dudo que en ningún país haya algún estadista… perdón, un político, dispuesto a seguir un camino pacifista e inteligente. Se dirá que es algo ingenuo, cuando no una soberana tontería.


En 1942 Louis Fischer, el incansable periodista que se involucró en las corrientes históricas que estaban cambiando el mundo, visitó la India y conoció a Gandhi. De sus encuentros con el padre de la patria habría de escribir Una semana con Gandhi y La vida de Mahatma Gandhi, el alucinante volumen que en lo particular considero lo mejor que se ha escrito sobre esa gran figura. Es uno de esos libros por cuya autoría yo habría dado el brazo izquierdo. En él Fischer despliega, desde el párrafo inicial y a lo largo de 50 capítulos y más de 500 páginas, el estilo sobrio y directo que logran muy pocos de quienes se dedican a este oficio: “A las cuatro y media de la tarde, Abha se presentó con la última comida que habría de tomar: leche de cabra, verduras crudas y cocidas, naranjas y una infusión de jengibre, limón agrio, mantequilla y jugo de áloe. Sentado en el piso de su cuarto en la parte posterior de Birla House en Nueva Delhi, Gandhi comió mientras conversaba con Sardar Vallabhbhai, primer ministro adjunto del nuevo gobierno de la India independiente.”


Era el 30 de enero de 1948. A los pocos minutos sería asesinado por Nathuram Godse en los jardines de la residencia. Sus últimas palabras fueron, “Hey, Rama!”… “¡Oh, Dios!”




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com