La angustia tecnológica

Miguel Ángel Sánchez de Armas


Ahora que me entero que una superpotencia ha jurado colonizar la luna mientras que otra sigue empeñada en desentrañar el secreto de la vida, me asalta la angustia por las consecuencias que tendrá el uso de tanta nueva tecnología.

Me preocupa la mentada globalización. ¿Se da usted cuenta de cómo nos están cambiando el internet (nótese la irreverencia de escribirlo con minúscula), los cientos de canales de “televisión directa al hogar” (¿alguna no lo es?), las computadoras que son obsoletas apenas acabamos de aprender a operarlas, la telefonía digital (que se deja grabar, incluso si uno es gobernador) y las decenas, cientos, miles, millones de adminículos que nos tienen enchufados? Recién atestigüé cómo un amigo evolucionó a la inversa: dejó de carajear a sus subordinados por celular y ahora lo hace a través del correo electrónico.

Los aficionados al séptimo arte recordarán la escena de Congelados en donde la correteable Nina (Sandra Bullock) convida a John Spartan (Silvester Stalone) a una sesión amorosa. El fortachón se relame los carrillos al verla aparecer en una ajustada bata de seda... y se desinfla cuando la damisela produce dos cascos de videojuegos para un encuentro de sexo virtual. ¡Dios mío! ¿Será que para allá vamos?

Casi en la neurastenia me planteo interrogantes sin fin. ¿La identidad nacional y nuestros valores serán licuados, homogeneizados y condensados? ¿La disolución de las fronteras dará lugar a un mundo en el que no tendrán cabida más que los cibernautas? Si en Europa circula una moneda común, ¿será que en América el spanglesh –con una salpimentada de portugués- sea la próxima linguae franca que arroje al castellano al basurero de la historia y que los shopping centers sustituyan a las centrales de abasto?

¡Alto! Paréntesis para un momento de reflexión. Debo darme tiempo para reconsiderar. Es posible que la época que me tocó vivir no sea tan negra como la percibo. Es más, quizá algo de Renacimiento tenga –en el sentido que le dieron Vico y Michelet-, y pudiera incluso ser fuente de optimismo más que de desesperanza.
Ya algunos macabeos se organizan en la defensa de su mundo. Por ejemplo, desde la Alta California mi amigo RB escribe:

“Yo no quiero que se me pueda localizar cuando no quiero ser localizado. El celular es intruso; uno no lo controla, sino al revés: el aparato controla a uno. La computadora, en cambio, la domino yo, siempre consciente de sus vulnerabilidades y de las violaciones personales a que me expone. Me permite realizar trabajos que hace muy pocos años eran impensables; no así el celular, que no me permite hacer absolutamente nada sustancial que, con un mínimo de paciencia, no podía hacer ya perfectamente bien con el viejo aparato de antaño.”

Pero al otro lado del globo se dio un caso que nos dice otra cosa. Li Datong, editor de un periódico chino, denunció en la página web del diario un plan del PC para retener el salario de reporteros incómodos al sistema. La noticia corrió como reguero de pólvora en mensajes de texto de celular a celular y el alud crítico fue de tal magnitud que las autoridades dieron marcha atrás... sin arrestar a Li Datong. Al dispersar la información, las nuevas tecnologías por lo menos le hacen la vida difícil a los censores en la tierra del llorado camarada Mao.

Entonces quizá habría que comenzar por cuestionar el significado que damos al término nuevas tecnologías. La imprenta de Gutenberg fue una nueva tecnología. Antes de la aparición del tipo móvil, en toda Europa había apenas unos cuantos cientos de miles de libros y una gran biblioteca podría presumir alrededor de 600 títulos. Bastaron breves décadas para que el acervo bibliográfico del Viejo Continente creciera a millones de ejemplares, gracias a la nueva tecnología.

Creo que lo que quiero decir es que, como lo quería Santayana, debemos atender a la memoria histórica para enriquecer el presente. Toda nueva tecnología sólo tiene sentido si es puesta al servicio del Hombre y de la Libertad. Así, con mayúsculas.


La casa de mi amo

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Con el sugerente título de Incendiando la morada de mis amos, apareció el testimonio de Jayson Blair, el reportero del New York Times que hace tres años protagonizó uno de los grandes escándalos de la profesión al ser evidenciado como un contumaz, si bien talentoso, plagiario.
Jayson Blair es un caso alucinante. A los 27 años se decía que iba en camino de convertirse en una versión negra de George Polk. En breve tiempo transitó de la escuela de comunicación al periodismo estudiantil, a las prácticas profesionales, al trabajo en medios, al ascenso rutilante y al despeñadero. Bastó que una colega detectara sospechosas similitudes entre un reportaje suyo y otro de Jason para sacar a luz una pasmosa historia de decepciones, mitomanía, artificios, embustes, enredos e invenciones que arrastró a los mentores del reportero y aniquiló sus largas y honrosas carreras, y puso un ojo negro al legendario periódico que publicó los documentos del Pentágono.
Desde el desorden de su pequeño departamento neoyorquino, Blair escribió reportajes y artículos sobre lugares que no conocía, con declaraciones de personas a las que nunca entrevistó y descripciones de paisajes que jamás vio, para las páginas de uno de los más influyentes rotativos del mundo.
¿El mayor fraude periodístico desde el escándalo de Janet Cooke? Sí y no. (A Cooke, reportera del Washington Post, le fue retirado el Premio Pulitzer cuando se descubrió que había inventado a los personajes de “El mundo de Jamie”, reportaje seriado sobre un niño drogadicto de ocho años. Luego habría de saberse que lo único verdadero de su currículo eran su nombre y el color de su piel. De ella le platicaré la semana entrante.)
Jason se convirtió en el protagonista de la nota roja del oficio y levantó una ola que aún no pierde del todo su fuerza. La zarabanda obligó al Times a ofrecer disculpas a sus lectores y conducir una extensa pesquisa sobre las prácticas y conductas de la compañía para aplicar correctivos de fondo. Además fue una amarga lección para la arrogante comunidad periodística cuyo lema es “All the News That’s Fit to Print” (“Todas las noticias que merecen ser publicadas”).
Blair pertenece simultáneamente a varias minorías: es negro, espléndido redactor, mitómano, drogadicto y alcohólico. Pero también es un enfermo a quien no se le diagnosticó a tiempo un cuadro maniaco-depresivo que se fue agravando bajo la presión de la brutal competencia profesional y las exigencias del diario, hasta que reventó.
En los periodos de euforia podía trabajar día y noche, viajar por el país y producir literalmente docenas de reportajes. Cuando lo atrapaba la depresión sus jornadas eran igualmente largas pero dedicadas al consumo de alcohol y cocaína, a la fiesta y al escándalo.
Un día inventó el nombre de un entrevistado y de ahí en caída libre: notas de otros diarios, reportes radiofónicos o de televisión y el archivo histórico del mismo Times, fueron los cotos en donde cotidianamente plagiaba para historias que hilaba y presentaba con su firma. Pero no había maldad en su conducta. Blair es bipolar. Cuando los editores del Times lo interrogaron, él sostuvo que, como es común en el oficio, citaba otras fuentes. Y realmente no tenía conciencia de las dimensiones de su desvío ético.
“Engañé a las mentes más brillantes”, diría en una entrevista poco después de su desafuero. Y así fue. También humilló y desilusionó a amigos, colegas y conocidos que lo apoyaron cuando era investigado porque supusieron que se trataba de un caso de discriminación racial. En palabras de uno de los ofendidos, puso en peligro los logros profesionales de las minorías en el periodismo norteamericano.
Blair no pretende justificarse. Su libro no es una diatriba contra el establisment blanco, anglosajón y protestante confabulado contra el negro que lo desafió. No. Jason acepta que él mismo destruyó “la morada de su amo” -es decir, su propia vida, en parodia del versículo. Además, como lo hiciera el novelista William Styron en su conmovedor libro Memoria de la locura, da una voz de alerta contra la amenaza de una enfermedad silenciosa que, como el cáncer, puede matar si no es tratada a tiempo: la depresión.
Tal vez sin proponérselo, el libro también echa luz sobre un territorio por definición oscuro: la vida interna de los medios. Las empresas de noticias son las más agresivas militantes a favor de la transparencia para el resto del mundo y los demás mortales, mas pídaseles reciprocidad y brincarán como demonios y denunciarán ataques “a la libertad de expresión”. Esto pasa en todas partes, pero el libro de Jason permite una comparación interesante: acá es muy fácil mentir, calumniar y difamar con impunidad. Allá, la presión del mercado obliga, por lo menos, a un farisaico mea culpa.
Amén.


“¿Don Manuelito?”... ¡Madres!
Miguel Ángel Sánchez de Armas


Para Jorge Castillo.

Veintiocho años, dos semanas, tres días, cuatro horas y 23 minutos después, volví a mi antigua oficina de la Fundidora Monterrey y a mitad de un pasillo me topé con Manuel González Caballero, en septiembre pasado. Don Manuel había cumplido, creo, 96 años. O quizá 95 ó 97, pero en cualquier caso estaba a tiro de piedra del centenario. Su figura, antaño espigada, era como un arco. Una mano nudosa sobre un sencillo bastón lo mantenía en equilibrio.

Me le planté enfrente y no le di el paso. Lentamente alzó la vista. Sus ojos hundidos tenían el mismo brillo malicioso. Los pabellones de sus oídos eran como alas traslúcidas que imaginé iban a levantar el vuelo en cualquier momento para separar el cráneo desproporcionado del cuerpo macilento.

Por unos segundos nuestras miradas se trabaron. Luego exclamó, “¡Carajo!”, y se sacudió como un loro impaciente.

“Este hijo de la tal por cual fue el que me sustituyó en el departamento de relaciones públicas”, graznó al joven que lo acompañaba. Y mirándome con el rostro ladeado mientras me señalaba con el índice torcido, añadió: “Viejo, gordo y calvo, pero eres el mismo. ¡Carajo!”

No daba yo crédito. Nos acomodamos en una minúscula oficina y sin nada de tomar porque los médicos, que no saben de la vida, le habían racionado los líquidos -alcohólicos o no-, recordamos la tarde de 1977 en que se apareció en su antigua oficina de la Maestranza alarmado por la noticia de que un muchacho imberbe ocuparía su augusto escritorio con la pretensión de conducir las relaciones públicas que él había inaugurado medio siglo antes.

Los verdaderos gitanos no se leen la mano, pero se reconocen de inmediato. Y aquel noviembre no sólo inauguré una amistad con el historiador, cronista deportivo, periodista y escritor que fue González Caballero, sino que además me dejé convencer –chamaquear, me echaría en cara el jefe de personal- y lo reincorporé al departamento como asesor. Después supe que dos veces lo habían jubilado y que habría sido más fácil cerrar la fábrica -como sucedió- que impedirle ir a trabajar. El día de nuestro reencuentro confesó con rubor que ya sólo acudía dos veces a la semana a la chamba en el archivo histórico porque en realidad se sentía “algo cansado”. Fue en ese momento cuando a mi me tocó exclamar, “¡carajo!... a los 96 años...”

Nos despedimos con la promesa de una reunión en su casa de la Chepe Vera a la que convocaríamos a Jorge. Manuel estaba irritado porque algún papanatas había calculado mal la edad de sobrevivencia de los jubilados y temía que en los próximos años no fuese a recibir su salario. Me recordó el chiste de que a Franco no le gustaban los elefantes como mascotas porque eran animalitos que duraban muy poco, y reí con el pensamiento que aquel actuario seguramente estaría ya bajo tierra.
Pero dejé que cosas más “importantes” -que casi nunca lo son-, fueran posponiendo ese encuentro. Y hace unos días Jorge me habló para decirme que don Manuel había muerto. Sentí un gran desasosiego, aunque no por él. Manuel tuvo la fortuna de vivir como quiso y durante muchos más años de los que nos serán concedidos a la mayoría de los mortales. A unos meses del siglo estaba completamente lúcido, ambulante, productivo y de buen talante. ¿De cuántos podremos decir lo mismo? La tristeza fue por mi, porque me perdí de recuperar un cachito del pasado.

No sé cuál habrá sido el origen de la longevidad sana de González Caballero, pero sospecho que fue su gran capacidad para reinventarse. Creo que amanecía a diario convencido de que era un chamaco atrapado en un viejo. Hoy, sin duda, se divierte en paz en donde quiera que esté.

Un día, poco después de conocernos, le dije, “Oiga, don Manuelito...” Me atajó. Dio un golpe en el escritorio y gruñó: “¿Manuelito?... ¡Manuelito, madres!” Durante unos instantes nos quedamos con la mirada trabada. Y luego soltamos la carcajada.
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La Bestia

Miguel Ángel Sánchez de Armas
El 18 de enero de 1989 Bruce Chatwin murió de Sida en un hospital del sur de Francia. Una carroza con cortinas de satén dorado y estrellas azules transportó el cuerpo macilento a un crematorio cerca de Niza y ahí se llamó a un sacerdote griego ortodoxo que estaba arbitrando un partido de fútbol para que oficiara una misa antes de que los restos del escritor fueran colocados en el horno. Cuando todo terminó, los integrantes del cortejo fúnebre se fueron a comer.

Tres semanas más tarde Elizabeth Chatwin y Paddy Leigh Fermor llevaron las cenizas a Grecia y las depositaron, con una libación de vino, al pie de un olivo en el huerto de una capilla bizantina consagrada a San Nicolás y almorzaron a la sombra del árbol. Así encontró reposo aquel hombre de intensos ojos azules, apuesto como gacela y dado a la melancolía, seductor de mujeres y varones, incapaz de permanecer en un mismo lugar, que un día abandonó su vida inglesa para irse a vivir al Sudán y convertirse en uno de los más extraordinarios peregrinos y escritores del siglo. Su vida atormentada, juzgó Salman Rushdie, fue un constante escapar de la bestia que llevaba dentro.


Recorrió a pie los desiertos de Africa, las áridas extensiones de la Patagonia y los misteriosos eriales australianos en donde el tiempo se detuvo en una época anterior a la memoria del hombre. Tuvo amores indiscriminados y publicó seis libros que no son de fácil clasificación. Uno de sus más conocidos, En Patagonia, acepta muchas lecturas: es sin duda una novela, pero también un diario de viajes -muy cercano, incluso en estilo, a Far Away and Long Ago de William Henry Hudson, el delicioso volumen de recuerdos aparecido en 1918. Sus viajes por Dahomey y Brasil dieron lugar a una novela sobre el comercio de esclavos, El virrey de Ouidah (1980). La colina negra (1982) describe la vida en una granja galesa. Para mi gusto, La línea de la canción (1987), en donde recoge la vida de los nómadas y los aborígenes australianos, es el mejor.


Este inglés de Sheffield que nació a las ocho y media de la tarde de un caluroso 13 de mayo del año de Dios 1940 en el seno de una familia de clase media “sin pretensiones”, fue un misterio y una luz para quienes le rodearon. Vivió una niñez enfermiza. Su tío favorito fue asesinado en algún lugar del Africa Occidental Británica -en donde hoy se asientan Nigeria, Gambia, Sierra Leona, Benin, Ghana y parte del Camerún- y esto avivó la imaginación del muchacho, quien se impuso leer todo lo que encontró sobre ese rincón del Imperio.


La gran escritora y activista Susan Sontag comparó su encanto con el de Jack Kennedy. “No es sólo belleza... es una luminosidad, es algo en la mirada... ¡y fascina a ambos sexos...!”


Nicholas Shakespeare, quien sería su biógrafo, lo conoció en su estudio de Eaton Place en donde una bicicleta estaba recargada en la pared y un libro de Flaubert tirado en el suelo. “Era más joven de lo que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas... y no dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación. En minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta, el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía Dios”.

A Chatwin no le gustaba dar entrevistas, pero Shakespeare lo convenció de que participara en una de televisión junto con Borges. Cuando vio al argentino, comenzó a parlotear sobre sus libros y su obra. “¡Es un genio!”, dijo en voz alta. “No puede uno salir sin su Borges. Es como empacar el cepillo de dientes”. El viejo escritor, quien avanzaba por el pasillo del brazo de Shakespeare, escuchó esto, se detuvo, alzó un poco el rostro y sin dirigirse a nadie en particular, exclamó: “¡Qué antihigiénico!”
En su lecho de muerte Bruce exclamó: “He visto las puertas plateadas del paraíso”. Murió a la una y media de la tarde. No había cumplido 50 años. El día era miércoles.
Durante la cremación de Chatwin, Salman Rushdie recibió la noticia de que había sido declarado blanco de una fatwa. Fue su última aparición pública en años.
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