James Joyce, profeta de la nueva moral

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





La importancia histórica de James Joyce y su indiscutible papel en la evolución del género novela le han procurado tanto entre los especialistas como entre los aficionados una especie de veneración que, desde mi punto de vista, ha neutralizado la apreciación sobre el contenido erótico de su Ulises por un lado, y por el otro, ha opacado la debida valoración y análisis del uso coloquial del lenguaje en la novela. Ambos aspectos me parecen de gran importancia en el estudio no sólo de la literatura, sino de los nuevos lenguajes de los medios.

La censura sufrida por Ulises ha pasado a formar parte de los datos de culto de la obra. Esto mismo sucedió, por ejemplo y ya en el siglo XX, a Henry Miller con una obra que defendía en primera instancia el erotismo como parte de la vida y como parte también de la narración fundamental de una experiencia vital. En México, alrededor de 1942 se abrió un proceso contra Cariátide de Rubén Salazar Mayén, hasta donde se sabe –me dice el escritor Rafael Antúnez- única vez que en nuestro país un libro ha sido “llevado a juicio” por su contenido. Salazar Mayén y su obra fueron absueltos gracias a la brillante defensa de Jorge Cuesta, el poderoso escritor veracruzano de quien hablamos aquí hace unas semanas. Alguien podría sugerir el affaire de Los hijos de Sánchez en los setenta, pero creo que se trató de un asunto no literario que francamente sigue dando pena ajena. Joyce, en cambio, conjugó muchos aspectos que revolucionaron el género, a tal extremo que el aspecto del contenido erótico quedó opacado por la contribución del autor a la literatura en general.

Veo con tristeza que pasó desapercibido para los Organizadores de Fastos y Conferencias de la Academia el 106 aniversario de aquel 16 de junio en que transcurre la narración del Ulises, y, en diciembre próximo seguramente no habrá cohetones ni colosos ni juegos de luces para marcar el septuagésimo séptimo del levantamiento de dos prohibiciones sumamente nocivas para nuestros amados vecinos del norte: consumir alcohol y leer el Ulises de Joyce.

En palabras de Morris L. Ernst en la presentación de la primera edición norteamericana “legal” del Ulises, “Quizá la intolerancia que cerró [las] destilerías fue la misma intolerancia que dictaminó que las funciones más humanas deberían ser descritas, en los libros, de una manera furtiva, morbosa y subrepticia [...] El caso Ulises es la culminación de la prolongada y difícil lucha en contra de los censores...”.

En efecto, el dictamen del juez John M. Woolsey -pieza jurídica que no carece de valor literario- fue apreciado en su momento como un dique a los asaltos a obras de valor artístico por su temática y lenguaje, y, supongo, tuvo algún impacto en nuestro propio ambiente literario. No es difícil que el juez mexicano que exoneró a Cariátide haya conocido el dictamen de Woolsey, texto desde entonces muy difundido en los ámbitos legales, ya que lo mismo que aquél, desechó los cargos en base a que se trataba de una obra de arte.

El torrente de palabras e imaginación de que hace gala Joyce para narrar un día en la vida de sus personajes queda coronado justamente por el ingrediente de su vida amorosa y erótica, lo que da madurez a la configuración de los personajes y coloca a Joyce en la modernidad de las letras. No se trata más de la vida interior, de la imaginación por la imaginación. Se trata de la vida real de personajes comunes y corrientes, que pueden ser vistos sin la necesidad extrema de ser etiquetados. Este es, quizá, un elemento que destaca el genio de Joyce. La nueva moral es ambivalente. Cierto es que han debido pasar más de 100 años para ver con nitidez esta aportación de Joyce. Muchas voces podrían contradecir esta opinión y no sólo eso, sino los abundantes y evidentes fundamentalismos que surgen y resurgen a cada momento. Pero ese surgimiento, ese resurgimiento y esa lucha se libran con una humanidad que se desenvuelve naturalmente en la ambivalencia. Una humanidad que para poder escribir su historia y para desarrollarse ha adoptado, enarbolado y defendido fundamentalismos que la describen pero que no la explican y en los cuales siempre ha estado presente la contradicción.

Eso nos lo muestran de manera sencilla y compleja a la vez los personajes de Ulises: Molly Bloom es desde luego uno de los más atractivos en este sentido. Este inquieto y libre personaje femenino creado por un hombre maduro y miope en los albores del siglo XX, parece ser el anticipo por excelencia de la nueva moral. Mujer adúltera que puede hablar sin reticencias de sus gustos sexuales, sus sueños, su vida familiar y su vida amorosa, en los que podemos adentrarnos gracias a los cuadros que son sugerencias, descripciones, recuerdos, conversaciones o situaciones incidentales.

Molly Bloom ha parecido reencarnar en otro personaje femenino muy querido: La Maga de Rayuela. No resulta ocioso que ambas novelas coincidan en estar contenidas en una estructura compleja, en las que los autores se regodean en los múltiples guiños que harían a sus lectores. En las dos, los personajes femeninos parecen estar descritos por su actuación en las situaciones que se describen o en su relación con otros personajes -La Maga con Oliveira y Molly Bloom con Leopold Bloom y con Blazes Boylan-, más que por su autodescripción.
La percepción de personaje que quiso dibujar Joyce se logra en buena medida a través de las sospechas, las certezas y el entorno de Leopold Bloom, en el que está presente Molly.

Este lenguaje, que funciona más por la sugerencia, no sólo es un antecedente de la literatura que se produjo en el Siglo XX después de Joyce, sino que es la anticipación de lo que hemos visto en el lenguaje visual, sobre todo el del cine, la televisión y, por supuesto, la publicidad.

Las propuestas visuales que en las décadas de los setenta y ochenta se orientaron a un público más informado, llamado "intelectual" por algunos. A la vez aclamadas por la crítica e ignoradas por el gran público, se fueron integrando a productos más comerciales sin que nos diéramos cuenta, por una razón: el manejo visual, los contenidos y las imágenes que en un momento fueron complejas, incomprensibles o novedosas fueron incluidas en los productos de factura comercial y consumo masivo. Así el público fue educado para consumir ese tipo de lenguajes que se volvieron moneda corriente en cine, en televisión o en las imágenes utilizadas para convencernos de adquirir ciertos productos. Es decir, la sacrosanta publicidad, siempre a la búsqueda de nuevas formas de conminar, de provocar el deseo o de hacer correr a la gente a las tiendas (alguien dijo que en Estados Unidos las mejores películas duraban treinta segundos… es decir: los anuncios comerciales.).

¿Alguien diría que podemos relacionar la obra cumbre de Joyce con la publicidad que es el pan nuestro de cada día? Podemos afirmar que la publicidad aprendió de sus enseñanzas más de medio siglo después, cuando muchos se encargaron de procesarlas y aplicarlas en otros campos.

La otra cara de la moneda es el lenguaje coloquial de Ulises. Gran parte de la seducción que provoca la novela se basa en esta conjugación de grandiosidad y ordinariez. La complejidad en la concepción de la estructura, las múltiples referencias que imponen la presencia del escritor culto al que no le hace falta el narrador omnipresente para manifestarse a todo lo largo del texto se combinan suavemente con una enorme carga de cotidianidad condimentada por el lenguaje coloquial.

Al escritor mexicano José Agustín se le preguntó si el lenguaje coloquial mexicano que usa en su obra no frenaba las traducciones y reconocimientos en otros países, a lo que respondió que si se tradujo el Ulises, “se puede traducir lo que sea”.

En México, por ejemplo, el movimiento de la onda reivindicó el “dilo como es”, la invención de palabras y el lenguaje coloquial para producir la continuidad narrativa ininterrumpida. Las primeras novelas de Gustavo Sáinz, José Agustín y las de Parménides García Saldaña tuvieron un gran éxito precisamente por esta razón y se identificaron con ellas los jóvenes. Las técnicas utilizadas por estos escritores daban la impresión de la ausencia de técnica. Los jóvenes que disfrutaban estas novelas no sospechaban la presencia de escritores como el mismo Joyce, ya convertido en objeto de culto, detrás de los nuevos escritores mexicanos.

“Un nuevo color artístico para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se saborea [...] El mar verdemoco. El mar tensaescrotos...” Palabras de Buck Mulligan en una conversación con Stephen. Es el tipo de conversaciones salpicadas de juegos de palabras o vocablos ingeniosos que abundan en las novelas de muchos escritores mexicanos, uso inaugurado por los escritores de la onda, en los que el lenguaje coloquial se convierte en herramienta común.

Si se piensa detenidamente, es otro de los aspectos que distingue a los medios audiovisuales: una pretendida combinación de elegancia y sencillez, intelecto y sentido común, imágenes cotidianas y situaciones estudiadas. No descarto que muchos trabajadores de los medios hayan bebido casi literalmente las enseñanzas de una gran cantidad de escritores, incluso de muchos que no imaginaron siquiera que su obra sería puesta al servicio de quehaceres que entonces no existían, como sucedió a James Joyce.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

22/9/10


Si desea recibir Juego de ojos directamente, envíe un mensaje a: juegodeojos@gmail.com







Por los caminos de Proust o la vigencia de la tradición

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Un libro es un enorme camposanto en donde ya no se pueden leer los nombres en la mayoría de los epitafios.
Marcel Proust.





Marcel Proust murió a las cinco y media de la tarde del 18 de noviembre de 1922, hora apropiada para que los diarios del día siguiente pudieran recoger con amplitud la noticia. Aquella mañana había pedido a Céleste, su fiel sirvienta, que echara de la habitación a una mujer gorda vestida de negro. Céleste dijo que lo haría, pero ni ella ni ninguno de los presentes vieron a la intrusa.

Una de las últimas satisfacciones de Marcel fue saber que moriría a los 51 años, igual que Honorato de Balzac. Cuando expiró, el surrealista Man Ray le tomó fotografías y dos pintores hicieron su retrato mortuorio. Cuatro días después fue enterrado en la cripta familiar del cementerio parisino Pere-Lachaise. Cinco años después de su muerte, en 1927, fue publicado el último de los volúmenes de A la búsqueda del tiempo perdido y entonces, ya desaparecido, comenzó el lento proceso de su canonización artística.

La vida de Proust es, en pocas palabras, su propia obra: En busca del tiempo perdido, una cumbre de la literatura, citada incluso por quienes no la han leído, y declarada la novela de mayor influencia en los siglos XX y XXI.

No resulta fácil enfrentarse a la hoja en blanco para intentar pergeñar algunas palabras no sólo coherentes sino con cierta carga de sentido para hablar de Marcel Proust. Intentar decir algo que no se haya dicho antes, dilucidar primero qué me provoca En busca del tiempo perdido a mí, para luego compartirlo con algún posible lector. Qué nos ofrece esta obra a noventa y siete años de su aparición (al menos la fecha en la que aparece el primer tomo de la novela, Por el camino de Swann). Estas reflexiones, que no duraron poco, y que me llevaron a releer pasajes enteros del primer tomo, aterrizan en una primera conclusión que realmente estaba allí desde hace mucho tiempo:

Proust fue un gran revolucionario del género. Su obra marcó nuevos derroteros a la literatura universal y a la novela como género, pero casi cien años después de su aparición y cerca de cuarenta de mi primera lectura de Por el camino de Swann, ya no es una obra revolucionaria. Lo fue y marcó precedentes. Hizo escuela. Después de Proust muchos artistas recorrieron el mismo camino -aunque a decir verdad considero que la ruta de la creación tiene siempre apariencias distintas- unos con más fortuna que otros. De esos resultados es de los que debemos congratularnos hoy en día.

Al respecto puedo citar un ejemplo de una obra poco conocida de un autor no valorado en su justa dimensión: Por caminos de Proust de Edmundo Valadés. En este breve libro publicado por primera vez en 1974 por la desaparecida editorial “Samo” (siglas de Sara Moirón, la acreditada periodista que abrió brecha al trabajo reporteril femenino en las secciones de información general cuando las mujeres tenían como destino las de sociales allá en la prehistoria de los cincuenta), Valadés desarma como relojero la obra proustiana y coloca a nuestra vista las pulidas piezas para que mejor se pueda apreciar su belleza, a la manera de aquel emperador chino que sólo pudo reconocer el encanto de la pequeña piedra tallada que le obsequiara el filósofo cuando la miró a través de una rendija en un muro.

“El 10 de julio de 1871 hay alba literaria”, escribe Valadés. “Nace Marcel Proust. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación y maduración tardará 38 años, después de larga, perseverante, creciente fidelidad a su voz interna.”

Por venir al tomo una cita del capítulo “Del adjetivo en Proust y en Faulkner”:

“¿Qué vasos comunicantes podrían establecerse entre dos escritores de pronto antípodas: entre Marcel Proust y William Faulkner? Un hilo finísimo: el uso reiterado del adjetivo y la insistencia del comparativo. La precisión analítica y estilística de Proust lo lleva a extender el adjetivo, uno sobre otro, como un pintor recrea un volumen superponiendo varios colores hasta inventar el de su realidad [...] Faulkner es asiduo también a la reiteración del adjetivo, pero en él relampaguea como un estallido, como un látigo, y es admonitorio, acusatorio, justiciero y hiere, raja, golpea con una rectitud implacable. (En Proust es también un estilete para diseccionar un carácter, una actitud, una mirada)”.

La competencia de la vida moderna, en la que las obras artísticas son objetos de consumo, ha producido una compulsión por hacer cosas “diferentes”, “únicas”, “geniales”, “productos pioneros en el género”, que con harta frecuencia nos hacen olvidar que una fórmula o procedimiento ya probados pero utilizados ingeniosa o creativamente pueden dar frutos disfrutables, de gran valor artístico e incluso inéditos.

Cierto que tuvo que haber un primero. Proust, ya no hace falta decirlo, lo fue. La tríada Proust, Joyce y Kafka revolucionó y marcó los derroteros en la forma de hacer novela. ¿Podemos afirmar que Faulkner se nutrió y benefició de estos antecesores, a la manera en que Newton decía que pudo ver más lejos y más claro porque trabajó sobre los hombros de los gigantes que le antecedieron, entre otros y ni más ni menos Kepler, Copérnico y Brahe? Sí. ¿Podemos probarlo? No creo que importe. Quizá los devotos de la literatura comparada encontraran placer y utilidad en ello. Aquí sólo lo apunto a manera de intuición surgida durante la redacción de estas líneas.

Mientras que Proust se inserta en el interior de un personaje y demuestra que cualquier elemento es válido para producir un discurso literario -los recuerdos, un aroma, un sonido, el más leve sentimiento que se puede desdoblar hasta el infinito para describirnos y descubrirnos en nuestra calidad de humanos-, Joyce multiplica las imágenes.

Mientras que Proust arma un enjambre discursivo desde el interior, Joyce hace un calidoscopio de situaciones. Algunos incluso han considerado que es relativa su aportación en la revolución de la prosa narrativa, pues no es más que otra forma de la novela de caracteres. Lo cierto es que la existencia misma de la discusión en torno al tema coloca a ambos autores en un nivel distinto respecto de los autores de su época y en un lugar diferente en la historia de la literatura.

Esta intención distinta de abordar la narración es lo que da singularidad a los escritores. Joyce parece hacer un guiño a la obra de Proust, concretamente a En busca del tiempo perdido. En el párrafo inicial de Por el camino de Swann, el narrador hace una larga reflexión sobre lo que le sucede en el tránsito de la vigilia al sueño y comenta que una cierta situación comienza a hacérsele ininteligible. “Lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior”. Este párrafo es el preámbulo de lo que nos espera al adentrarnos en la novela. En Ulises en cambio, Molly Bloom señala con una horquilla la hoja de un libro en el que leyó la palabra metempsicosis para preguntarle a su marido con qué se come eso. Leopold Bloom comienza una suerte de explicación, que abandona ante la incapacidad de Molly para ofrecer la suficiente atención y desde luego para comprender un concepto tan poco terrenal.
Recuérdese que Por el camino de Swann apareció en 1913 y Ulises en 1922. Coincidencia o no -ya que se dice que estos dos escritores tuvieron un encuentro fallido a causa del idioma-, pero Joyce parece haber asimilado la innovación de Proust y presentado su propia propuesta.

Esto me remite a mi reflexión inicial: la genialidad no se encuentra por buscarla sino por trabajarla. Si se asume lo que está hecho, y sobre todo lo que está bien hecho, los productos subsecuentes necesariamente serán distintos. Reconocer y adentrarse en la innovación de otros hace que las nuevas creaciones sean distintas. Claro está que en ese caudal creativo habrá productos literarios que se conviertan en hitos como parece reconocerlo el mismo Proust en el prólogo a Jean Santeuil: “Este libro no ha sido jamás hecho: ha sido cosechado”.

La existencia de En busca del tiempo perdido como representante de una de las formas de prosa narrativa del siglo pasado y en forma más concreta Por el camino de Swann derivó en una gran diversidad de manifestaciones en las que Proust estaba asimilado como parte de la herencia de la época.

Una autora poco reconocida que nos hace presente a la novela sobre el novelista que escribe una novela, a la manera de Proust, es Josefina Vicens en El libro vacío. Muchos años después, podemos identificar en Vicens varios elementos que encontramos en El camino de Swann pero en un contexto más latinoamericano que mexicano, en el que a diferencia de la catarata de imaginación que es el narrador proustiano, el personaje de Vicens tiene cavilaciones alrededor de un solo tema: su capacidad literaria.

La narrativa psicológica ha tenido otras afortunadas derivaciones tanto en la literatura como en otras manifestaciones artísticas. Una de las más apreciadas por mí es el cine. Habría que buscar el parentesco entre las dos artes precisamente en el tratamiento del tiempo, pues como alguien ha observado, Proust, “Trató el tiempo como un elemento al mismo tiempo destructor y positivo, sólo aprehensible gracias a la memoria intuitiva. Percibe la secuencia temporal a la luz de las teorías de su admirado filósofo francés Henri Bergson: es decir, el tiempo como un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseen una realidad igual.”

Otra manifestación de lo que la enseñanza de la narrativa de Proust nos ha dejado, desde mi punto de vista y a riesgo de sonar descabellado, es la que ejerció sobre el oficio periodístico. Esta es, desde luego, una apreciación subjetiva sólo ejemplarizada en la experiencia individual. Para no autocitarme, recuerdo a manera de ejemplo que Edmundo Valadés, al acudir en algún momento a mediados de los cuarenta a la sierra de Puebla limítrofe con Veracruz a recabar material para la serie de reportajes sobre “El Cuatro Vientos” publicados para su fama periodística en la revista Mañana, descubrió por azar a Proust al procurar en la estación de Buenavista material de lectura. “Aquella noche en el tren no dormí”, me diría en nuestras Conversaciones en 1985. “¡Y me hice proustiano!” Al revisar los textos publicados, creo que no es aventurado afirmar que la lectura del escritor francés transformó el estilo periodístico del mexicano, y no es absurdo suponer que éste a su vez ejerció una influencia en la redacción de reportajes de su época, cuando los medios impresos eran relativamente escasos y el suyo el de mayor prestigio, el que bajo el mando de Regino Hernández Llergo había revolucionado el periodismo en México y se había convertido en punto de referencia, pues sabido es que durante su exilio en Los Ángeles como director de La Opinión pudo empaparse de las técnicas del periodismo norteamericano que trajo consigo a México, entre ellas y notablemente, un nuevo uso de la fotografía. Luego de la publicación de la serie, cuando Valadés se presentaba en el café “La Habana”, los contertulios murmuraban entre sí: “Mira, ya llegó el del Cuatro Vientos”.

Existe una corriente e incluso una moda argumentativa sobre la tarea periodística que defiende la objetividad del periodismo y de los periodistas, la obligación de informar sobre lo que sucede en “la realidad”. Lo que algunos periodistas nos preguntamos cuando se habla del tema es: ¿La realidad de quién? ¿La realidad en qué momento? Al igual que la narrativa psicologista, el periodismo tiene como primer sustento la selección. Esta es una de las enseñanzas que todo reportero debe aprender para reportear. Sobre un hecho concreto, selecciono lo que digo, escojo qué narro de lo que vi y doy mi opinión sobre ello.

En el periodismo, como en las ciencias sociales, no existe la objetividad. A cada momento se recrea una parte de la realidad sobre la base de un contexto, de una carga de información y cultura, de la relación con los protagonistas de los hechos informativos y de la selección que de todo ello se hace en los propios medios.

He escuchado decir a un lector de En busca del tiempo perdido que una de las dificultades que ofrece la novela es la lectura de capítulos largos y con una notable ausencia de diálogos. Y resulta que esto es materia común para la redacción de los periodistas más que en otro tipo de textos: la cotidianeidad vertida en una secuencia narrativa. No se trata de textos de historia sino de pequeñas historias que se plasman día a día en los medios de todo el mundo o de las mismas pequeñas historias que recuerda el narrador de Swann y que va hilvanando para contar la sola y simple historia del señor Swann.

Tengo la certeza de que aún quienes no han leído a Proust lo han conocido por su presencia en obras posteriores de diversos autores que simplemente han seguido el dictado de la evolución artística y han producido obras que en diferentes momentos condensan la historia y las enseñanzas de historia de la literatura. Como en el registro eléctrico del funcionamiento de un corazón, la historia de la literatura muestra crestas que son ineludibles, que avasallan y deben ser conocidas por todos. Quien las ignore, si a la producción artística se debe, estará en grave riesgo de incursionar en terrenos que otros recorrieron y nos han mostrado, para marchar con mayor seguridad y explorar nuevos caminos.

Por eso afirmo que se debe ser cauteloso con la compulsión por la originalidad en la creación literaria, pues obras centenarias como Por el camino de Swann todavía están allí para enseñarnos mucho del alma humana y todavía más sobre cómo conocerla a través de un texto escrito.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

16/9/10


Si desea recibir Juego de ojos directamente, envíe un mensaje a:
juegodeojos@gmail.com




El escritor y Los periodistas

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Vicente Leñero es una extraña figura de la vida pública mexicana que resulta difícil clasificar. Se ha ganado a pulso un lugar en la literatura, pero la combinación con el trabajo periodístico ha derivado en textos que no admiten una etiqueta simple. Su aportación al teatro nacional ha sido también importante.

John Brushwood, el académico de la Universidad de Missouri que se ha dedicado al estudio de la novela mexicana, destaca el trabajo innovador de Vicente Leñero en las técnicas narrativas. Varias de ellas así lo demuestran. Desde mi punto de vista lo hace destacadamente Estudio Q. Por otra parte, siempre ha llamado mi atención el hecho de que Leñero haga evolucionar sus propias obras como A fuerza de palabras, publicada en 1976, como una nueva versión de La voz adolorida, su primera novela publicada en 1961. O Los albañiles en su versión novelística y teatral.

Lo normal es que una vez terminada la obra, ésta deje de pertenecer al autor y emprenda su propia vida. Cambiarla se me antoja como intentar modificar la apariencia de un hijo, pero en el caso de Leñero (como en el José Emilio Pacheco, guardadas las proporciones e intenciones), su descendencia ha resultado bastante sui generis, y de buen grado ha soportado la intervención posterior del padre con resultados muy pertinentes. El lector podría estar de acuerdo conmigo en que tal rehechura requiere de una difícil combinación de autocrítica y seguridad en sí mismo. Decidir la transformación de un texto previo entraña diversos peligros, entre ellos y no menor, el de empeorarlo.

Tiendo a creer, quizá por pertenecer al gremio, que la virtud de lo diverso en los textos de Leñero es consecuencia de su calidad de periodista, pues ha producido novela, teatro y guiones cinematográficos además de una gran variedad de textos para diarios y revistas. Difícilmente se puede asegurar que un género sea mejor que otro. En todo caso, podemos señalar preferencias.

Vicente Leñero resulta también un caso sorprendente en las letras mexicanas porque su formación inicial es la de ingeniero, carrera en la que se graduó, elección primaria que comparte con Jorge Ibargüengoitia y con Gabriel Zaid. No obstante, abrazó con pasión el llamado de las letras en su doble vertiente de periodismo y creación, pues estudió una segunda carrera en la afamada escuela de reporteros “Carlos Septién García” y desde 1959 en que publica el libro de relatos La polvareda y otros cuentos, no ha cesado de enriquecer el acervo de las letras mexicanas.

Este ingeniero-escritor (¿escritor-ingeniero?) ha confesado que libra constantemente una batalla con las palabras, lo que nadie supondría con lo extenso de su obra. Lo imagino por las tardes (o mañanas, pues ignoro a qué horas escribe) en su estudio, en fiera disputa con ellas como si se tratase de despejar una derivada. Pero esta calistenia pareciera ser justamente el motor de su prolífica producción: frente a lo esquivo de la inspiración o la genialidad sólo la disciplina garantiza la creación. Me inclino a pensar también que esa capacidad es producto de la primera formación aunada al celo de la escritura, que Leñero ha asumido sin reservas, porque lo mismo se ha entregado a crear que a conocer, y al escribir se rodea de diccionarios y toda suerte de textos de consulta.

Por razones profesionales el libro que prefiero entre toda la obra de Leñero es Los periodistas. Debo señalar que difiero de quienes ubican a esta obra como una novela exclusivamente testimonial. Me parece que Los periodistas es esencialmente una excelente crónica de la saga de un grupo de comunicadores enfrentados al poder. Leñero logra que los lectores se conmuevan con la situación política de la sociedad mexicana de la década de los setenta, y concretamente con las circunstancias que rodeaban a la libertad de expresión, porque no se trata de un análisis, sino de una realidad inteligentemente narrada, con protagonistas reales y hechos reconocibles aún para quienes no vivieron los acontecimientos de la época.

Leñero nos ofrece una historia de poder, de corrupción, de pasión, de entrega a la profesión periodística, de solidaridades de diversos tonos, de enemistades y de una amplia gama de matices de la condición humana, todo ello con fecha, hora, nombre y contexto. No creo de ningún modo que pueda ser considerado un texto de ficción, por más que en la recreación se exageren emociones.
Como el mismo Julio Scherer, protagonista principal del episodio dice en un prólogo escrito para una de las ediciones más recientes del libro, "Al abandonar el edificio de Excélsior, en Reforma 18, me sentí perro sin dueño. Sin saber qué hacer con mi cuerpo, no había más mundo que el mundo interior. Algo me decía que mi comportamiento en la asamblea que nos había puesto en la calle había sido propio de un cobarde, pero algo me decía que no, que en el momento extremo me había acompañado la lucidez, tocado el periódico de muerte".

Los periodistas es un texto obligado para los integrantes no sólo de la prensa escrita, sino de los medios en general. Creo que muchos de nosotros quisiéramos poder contar nuestra historia, la de periodistas, de esa manera: hacer de lo cotidiano algo memorable. Quienes trabajamos en los medios tenemos esa posibilidad, como no me canso de insistir. En otra entrega recordé una anécdota del escritor indio R. K. Narayan, a quien angustiaba asomarse a su propia ventana porque desde ella se adivinaban “millones de historias” y no era posible incorporarlas todas a su obra. Pocas cosas para mi tan tristes como ver a colegas, maduros y jóvenes, exigir “el boletín” para redactar una nota. ¿Triste, dije? Miento.
¡Me violenta!
Es de notarse que Los periodistas, sin embargo, no fue recibida originalmente con aclamos. Como nos recuerda Héctor de Mauleón en un texto publicado en El Universal en noviembre del 2006, “Vicente Leñero recuerda que lo escribió al calor de los acontecimientos, todavía fresco el golpe del gobierno de Luis Echeverría al periódico Excélsior. Leñero escribió de memoria, malhumorado, sin asumirlo plenamente como un texto, como dicen los angloparlantes, de non-fiction.

“ ‘Resultó caótico, extravagante. Está contado en muchos estilos formales, con diversas técnicas literarias, y eso le hizo daño a la estricta crónica periodística, a la tersura con que debí contar aquella historia’, dice. Casi todas las críticas fueron negativas. Julio Scherer lo leyó en una noche. Sólo dijo: ‘Bien, Vicente, bien’. Y en 30 años jamás volvió a comentarle nada. ‘No gustó ni a los reporteros -agrega Leñero-. Muchos sentían que se habían jugado la vida en aquel momento, y en el libro no eran mencionados, o se les mencionaba sólo en una o dos ocasiones, como ocurrió con José Reveles.’ Con el tiempo, sin embargo, Los periodistas se impuso como versión única, casi oficial, del golpe a Excélsior. Mitificó figuras, acontecimientos. […] ‘Hubiera sido muy interesante que aparecieran otras versiones. Regino Díaz Redondo publicó la suya, según me dicen, pero ésta no trascendió. Yo no la conozco.’ Fue la suya, sin embargo, la que se impuso. Podría decirse que fue la versión a partir de la cual se construyó uno de los mitos del periodismo...”

Consideremos además que Leñero ha pergeñado buena parte de su obra al tiempo que tenía una responsabilidad fija y exigente en la revista Proceso. En el mismo año en que ocurren los hechos narrados en Los periodistas, 1976, aparece su novela A fuerza de palabras. Los acontecimientos relacionados con la salida de Julio Scherer de Excelsior y la aparición de la revista Proceso sólo descansaron -es un decir- dos años en la memoria de Leñero, que publicó Los periodistas en 1978. Al año siguiente apareció El evangelio de Lucas Gavilán quizá una de sus novelas más reconocidas. En 1980 publica las obras de teatro La mudanza, Alicia, tal vez y Las noches blancas. En 1981 aparece La visita del ángel.

No intento hacer una cronología de la obra de Leñero, porque agotaría en ella el espacio del artículo, sino algunos apuntes que ilustran por qué me resulta sorprendente la producción de Leñero en el tiempo, en diversidad de géneros y en calidad.

En 1963 con Los albañiles, Vicente Leñero ganó el premio “Biblioteca Breve” de Seix Barral, dos años después de haber publicado su primera novela, La voz adolorida. El significado que tenía el premio otorgado por una editorial en ese tiempo es mucho mayor de lo que representa en la época actual y por ello más meritorio. En muchos sentidos era una catapulta para los escritores, sobre todo tratándose de jóvenes como el propio Leñero, que a los treinta años se hacía acreedor a tal distinción, antecedente del premio “Xavier Villaurrutia” que recibiría en el 2001.

La contribución de Leñero al teatro también es digna de mencionarse. Siempre me ha parecido que los escritores tienen una historia diferente en cada lector. Cómo se les percibe y la influencia de su obra van de la mano de la historia personal de quien abre el libro. Recuerdo que la primera obra de teatro de Leñero que leí fue La mudanza y, no obstante mi juventud, me resultó aleccionador lo que un escritor puede hacer con una situación sencilla, limitada en el tiempo y el espacio. Sin duda todo un aprendizaje para quien se dedicaba de lleno al trabajo reporteril. Algo similar, pero en otro tiempo y quizá con otra percepción me produjo La gota de agua, que aprecio más, en palabras del propio Leñero, como “talacha periodística” que como novela. Porque un incidente doméstico es aprovechado con una serie de recursos, incluida la formación ingenieril, para dar como resultado una novela aceptable y sobre todo formadora.

Me pregunto si la combinación de escritor, periodista e ingeniero derivó en otra de las exitosas facetas profesionales de Leñero, la de guionista cinematográfico. De su pluma es la adaptación de la novela de Naguib Mahfuz El callejón de los milagros, lo mismo que la de Eça de Queiroz El crimen del padre Amaro. Menos conocidos son sus guiones documentales, como aquella serie “Nación en marcha” producida en los setentas por la Subsecretaría de Comunicación del gobierno echeverrista para recrear las giras del Primer Mandatario.

Por cierto, El crimen le valió verse envuelto en la polémica levantada por grupos religiosos que defendieron a la iglesia católica, pero una consecuencia benéfica del intento de censura a la película fue la edición en español de la novela. Más allá del incidente, lo que queda es un trabajo eficaz de Leñero en diversos géneros y la evidencia del dominio sobre los distintos lenguajes de cada uno. No resisto recordar aquí el deseo de aquel escritor: si las Musas existen, ¡espero que cuando lleguen me encuentren trabajando!

Leñero cumplió 77 años el pasado mes de junio y 51 de trabajo fértil en las letras, lo mismo en la literatura que en el periodismo. Su asiduidad en el oficio de escritor nos garantiza muchos textos por venir, lo cual celebro.






Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

8/9/10


Si desea recibir Juego de ojos directamente, envíe un mensaje a: juegodeojos@gmail.com







El verano de 1975

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



La Paz, B.C.S, Mx. – Estoy aquí de nuevo bajo el cielo azul de La Paz para hablar de Félix Córdoba. Treinta y cinco breves años han transcurrido desde aquel verano canicular cuando en la credulidad de mis 26 años me convenció de que no hay entelequias ni fantasías para quienes han aprendido a arar sobre la mar.

Lo recuerdo como si fuera ayer. En una minúscula casita cercana al mar, con un escritorio, una vieja Rémington, un archivero, dos sillas y un pizarrón, aquel hombre que había perdido la cabeza a la manera en que lo predicara Xavier Villaurrutia, dibujó en el aire y ante mi azoro su personal Utopía científica. Después me tomó cordialmente del brazo y me condujo a la playa desierta en donde se mecía una pequeña lancha de pescador –no recuerdo si tenía nombre-, con remos y motor Evinrude de un caballo.

-Lo invito a participar en una exploración de biología marina –me dijo.

Con mirada inquieta vi las dimensiones del navío recortadas en la inmensidad oceánica. Félix Córdoba no tenía la constitución que un lector de Salgari como yo imaginaba en un marino, y el motorcito parecía más apropiado para bomba de agua que para lidiar con las turbulencias que anunciaban el cielo encapotado. Un colega que nos acompañaba, creo que Aldo, soltó la risa y con amistosa fuerza me hizo trepar al bote. No tengo memoria de mucho más -creo que Córdoba habló del plancton y de la variedad de especies marinas de la región- salvo del espacio verdeazul en el que parecían fundirse tierra y mar.

Así nació el Centro de Investigaciones Biológicas, hoy apellidado del Noroeste, prez y orgullo de la Baja California Sur y de México. Aquella casita rodeada de plantas tropicales se transformó en un formidable conjunto arquitectónico en donde hoy especialistas conducen investigación básica y aplicada y decenas de jóvenes estudian maestrías y doctorados.

En este día me encuentro en una mesa en donde científicos y tecnólogos se enorgullecen de sus programas ante autoridades locales y federales que escuchan con aprobación. Participo en el cumpleaños 35 del centro. Y una visión me regresa al lado de aquel hombre de cuyo timbre de voz ni color de ojos tengo ya memoria. Pero la emoción de haber sido testigo doméstico y accidental de una profecía que se autocumpliría, me embarga igual que aquella mañana en que titubeaba frente a la pequeña embarcación.

En homenaje a la memoria de Félix Córdoba recupero lo que aquí escribí hace unos años:

Se atribuye a Simone de Beauvoir la conmovedora sentencia que explica la chatez y medianía tan extendidas en el espíritu humano: “Cuando alguien apunta a la luna, ¡hay imbéciles que sólo atinan a mirar el dedo!”

Mas por fortuna no es infrecuente que la mediocridad de unos arroje luz sobre la grandeza de otros. En 1922 en una conferencia en Nueva York, George Mallory se enfrentó a una turba de reporteros que exigían les explicara las verdaderas razones de su insistencia en llegar a la cúspide del Everest. Mallory estaba confundido y mortificado. Quizá por su temperamento inglés no lograba comprender la curiosidad gritonera de los gacetilleros. Dos veces había intentando conquistar a la montaña y dos veces las inclemencias del tiempo y las dificultades del terreno habían frustrado su propósito. Finalmente alzó la mano para pedir silencio. Recorrió con la mirada fría de sus ojos azules al auditorio y dijo sencillamente: “¡Porque está ahí!”

¡Porque está ahí! Con esa frase Mallory dio nombre al germen que dispara las grandes proezas. ¿Por qué llegar a la luna? ¿Por qué escribir esa novela? ¿Por qué buscar infatigablemente una nueva vacuna, un fármaco mejor, un combustible renovable? ¿Por qué enfrentarse al poder público o a las limitaciones personales para cambiar el estado de las cosas? ¿Por qué iniciar un doctorado cuando se está a tiro de piedra de la tercera edad? ¿Por qué dejar la comodidad de la gran ciudad y la disponibilidad de grandes laboratorios y ejércitos de tesistas para ir a la nada a fundar un centro de investigación? Estas y un millón de preguntas más tienen su explicación en el apotegma de Mallory, quien, fiel a sí mismo, en 1924 subió por tercera vez a la montaña… y perdió la vida. Su cadáver congelado fue hallado cerca de la cumbre 75 años después, en 1999. Nunca se supo si falleció antes de llegar a su meta o de regreso. Creo que no importa. Su ejemplo es lo que vale.

El 1 de diciembre de 1955 en la ciudad de Montgomery, capital del racista estado de Alabama, una costurera negra de 42 años, Rosa Parks, decidió no ceder su asiento en el autobús a un patán blanco como le ordenara el patán conductor de la unidad. No hay registro de sus palabras, pero me gusta pensar que dijo: “¡No, no y no... y háganle como quieran... que ya me tienen harta!” No habrá faltado quien le aconsejara: “Señora, quítese, no sea tonta, atrás están los lugares de los negros, no se arriesgue”. Pero Rosa Parks se mantuvo firme. Presto llegaron los gendarmes y echaron a un calabozo a la peligrosa mujer. Acto seguido fue enjuiciada por “desobediencia civil”. Y esta sencilla determinación detonó uno de los más grandes movimientos pro derechos civiles del siglo y convirtió a la costurera en un icono mundial.

En México hay bizarros ejemplos de fortaleza espiritual. Una chica llamada Gaby Brimmer pasó la vida en una silla de ruedas afectada de parálisis cerebral. Sólo podía mover el pie izquierdo y con esta gran capacidad, que todos los demás tenían por limitación, fue a la universidad, estudio literatura y se hizo poeta. Escribía señalando las letras en una tabla con el dedo del pie. Elena Poniatowska supo de ella y escribió un libro. Gaviota pudo dar conferencias y promover la causa de las personas con parálisis cerebral. Su vida fue llevada a la pantalla. Se creó un premio nacional de rehabilitación con su nombre y su ejemplo fue el motor para atender a muchos seres humanos antes condenados a vegetar en espera de la muerte.

Gaby murió el 3 de enero del 2000. En un poema había escrito: “Quiero morir en un día de invierno gris, feo y frío, / para no tener tentación de seguir viviendo. / Moriré en esa época del año, / porque de todo el mundo he recibido frío. / Quiero morir en invierno para que los niños hagan sobre mi tumba muñecos de nieve”.

Nonagenario, enfermo y agotado el cuerpo, ya cerca de la muerte, Winston Churchill se presentó en la ceremonia de graduación de Sandhurst, su alma mater, para dirigirse a la nueva generación de cadetes. Durante la ceremonia estuvo dormitando. Cuando llegó el momento de su discurso, ese hombre que fuera “amo y esclavo de la palabra” y uno de los ingleses más conocidos de todos los tiempos, hubo de ser auxiliado hasta el podio desde donde, encorvado pero con el mismo fuego de siempre en la mirada, pronunció su último y, me parece, el más extraordinario de sus discursos.

“¡Jóvenes!”, dijo: “¡Nunca se rindan!”
“¡Nunca!”
“¡Nunca!”
“¡Nunca!”
Se me agolpan los ejemplos de acciones individuales que han cambiado al mundo. Mencionaré algunos:

Indignado por un gobierno que mantenía la esclavitud y libraba una guerra injusta contra México, Henry David Thoreau se negó a pagar impuestos y fue a la cárcel. En 1849 publicó Sobre el deber de la desobediencia civil, en donde dice: “Hay miles cuya opinión es contraria a la esclavitud y a la guerra con México, pero nada hacen para poner fin a estos males… y esperan que otros pongan remedio para así tranquilizar sus conciencias”.

En 1906, inspirado en gran medida por Thoreau, Gandhi inició la lucha no violenta llamada satyagraha, que puso de rodillas a la arrogante Pérfida Albión y desarmó aquel imperio en donde no se ponía el sol. Siguiendo el ejemplo de Gandhi, en los años sesenta Martin Luther King encabezó el movimiento por los derechos civiles de los descendientes de los esclavos del siglo XIX. La lección es que las acciones individuales sí pueden tener consecuencias que muevan a la sociedad y cambien al mundo.

La historia de México abunda en hazañas individuales. A riesgo de ser satanizado por la moderna escuela historiográfica que desea librarnos de leyendas, pero crédulo de que mitos y leyendas están en la argamasa de los pueblos, me atrevo a evocar algunas.

Cuando en 1812 en el sitio de Cuautla el general Almonte rompió una barricada y avanzaba para tomar la plaza, un niño de 12 años, Narciso Mendoza, desafió las balas y logró encender la mecha de un cañón que al disparar frenó el avance realista y puso a Morelos a salvo. En septiembre de 1810, Juan José de los Reyes Martínez, a quien llamaban “El Pípila”, se arrastró a la Alhóndiga de Granaditas con una losa en la espalda y prendió fuego al portón, abriendo así el paso al ejército de Miguel Hidalgo. Bien recordamos las hazañas de los cadetes de la Escuela Naval de Veracruz y del Colegio Militar que se negaron a dejar la plaza y perdieron la vida luchando contra el invasor norteamericano en 1857 y en 1914.

¡Tenemos tantos ejemplos! Aquí una narración del asalto ordenado por el primer doctor en ciencias políticas egresado de Princeton Woodrow Wilson, también presidente de los EUA, que encontré en una revista escolar:

“Sin previa declaración de guerra, cuarenta y un barcos norteamericanos bombardearon el puerto de Veracruz el 21 de abril de 1914, un martes. A las once y media de la mañana los primeros soldados estadounidenses inician el desembarco. El ejército federal al mando del general Gustavo Maas, leal a Huerta, ha evacuado la plaza, pero los alumnos de la Escuela Naval, alentados por el comodoro Manuel Azueta, organizan una heroica defensa, improvisan barricadas y cada cadete recibe 250 cartuchos. El fuego se generaliza a la una de la tarde.
“La escuela es bombardeada desde el barco Prairie y ametrallada desde las lanchas norteamericanas. A las cinco, los invasores llegan al centro de la ciudad y a las siete, la escuela es evacuada ante su avance incontenible.

“Destaca la acción valerosa del teniente José Azueta, de 19 años, quien con una ametralladora enfrenta a los invasores, herido en una pierna, hasta que dos impactos más le hacen caer; así como la del cadete Virgilio Uribe, que en la lucha recibe una bala de fusil en la frente que le destroza el cráneo y muere instantáneamente. Como ellos hay muchas víctimas y son muchos los actos de heroísmo también de civiles como José Gómez Palacio, Cristóbal Martínez y otros más. Después de varias horas de combate, las fuerzas invasoras ocupan completamente la ciudad. El almirante Fletcher decreta la ley marcial, interviene los servicios públicos y ocupa la aduana.

“Al otro día, 22 de abril, los barcos San Francisco y Chester bombardean nuevamente la escuela naval porque ignoran que ha sido evacuada y Fletcher, enterado de que José Azueta agoniza, envía un cirujano a atenderlo. Pero el joven marino rechaza la ayuda: ‘¡Que se larguen esos perros, no quiero verlos!’ Morirá el 10 de mayo siguiente.”

El 18 de marzo de 1938, el general Lázaro Cárdenas expropió las empresas petroleras extranjeras que desde fines del siglo XIX sangraban al país. México pasaba por uno de los momentos más difíciles de su historia. Se puede decir que la nación se jugaba el futuro. Un gobernante menos decidido, con menor enjundia y patriotismo, o sencillamente ayuno de compromiso, hubiese reculado ante las empresas y la amenaza de una invasión norteamericana. Cárdenas, y su amigo y mentor Francisco J. Múgica, decidieron correr el riesgo en contra de la opinión generalizada del momento, por la sencilla y profunda convicción de que ése, y no otro, era su deber.

Aquel verano de 1975, Félix Córdoba me quiso decir que esa aventura era, sencillamente, su deber. Su obituario publicado por la Sociedad Mexicana de Inmunología en el 2007 documenta los alcances de su compromiso.






Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.


1/9/10


Si desea recibir esta columna en su correo, mande un correo a: juegodeojos@gmail.com