Literatura e historia intelectual


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Homero narra que Odiseo era el apuesto, inteligente y valiente rey de Ítaca y lo tenía todo: vasallos que lo adoraban; un gran palacio; prestigio entre los pueblos helénicos (lo de “griegos” es invención moderna); abundantes riquezas y una mujer de película: ni más ni menos que la correteable (y quiero imaginar muy alcanzable) Penélope. Y si esto no bastara, también era el favorito de Atenea y la diosa se le aparecía de tarde en tarde para conversar. Un buen día Penélope parió a Telémaco y la felicidad de Odiseo fue completa.

Pero los dioses tenían otros planes para él. Poco después del nacimiento de su primogénito el honor lo llevó a la guerra contra Troya que duró diez años y tiñó de rojo las aguas del Egeo. Muchos héroes perdieron la vida en aquella contienda. Aquiles despachó al gran Héctor y a su vez fue ultimado. Al paso de los años el espíritu de la rendición se apoderó de los de Ítaca. Entonces Odiseo tuvo una idea genial: simular un retiro y dejar frente a las murallas de Troya un gran caballo de madera a manera de tributo al vencedor. En su interior se esconderían varios hombres que abrirían las puertas de la ciudad por la noche.

Así lo hicieron y los troyanos, creyéndose vencedores, llevaron el trofeo a la ciudad y organizaron fastos de victoria. Sólo uno entre ellos, el adivino Lacoonte, se dio cuenta del ardid y puso el grito en el cielo, pero el dios Poseidón, amigo de Ítaca, mandó a dos feroces serpientes marinas que en un santiamén dieron cuenta del nigromante… y ya nadie más protestó.

Lo que sigue todos lo saben. Por la noche Odiseo y sus hombres descendieron de la panza del caballo, pasaron a cuchillo a los soldados que dormían la mona, abrieron las puertas al ejército que había regresado al amparo de la oscuridad e incendiaron Troya. Dejo fuera por falta de espacio lo de Helena y el rapto y las aventuras de Ulises.

Pero Odiseo cometió un error: creyó que el mérito era sólo suyo, que sin ayuda había conquistado Troya y que en verdad era más grande que los dioses. Esto enfureció a Poseidón y decidió demostrar al apóstata que sin los dioses el hombre no es nada. Así que el rey de Ítaca y sus hombres se pasaron otros diez años en el viaje de regreso (no les ayudó que hubieran cegado al cíclope caníbal Polifemo, hijo de Poseidón) y les fue como en feria: una diosa los convirtió en animales; otra se enamoró de Odiseo y le ofreció vida eterna a cambio de, gulp, matrimonio eterno; los atacaron monstruos más terribles que los de la Guerra de las Galaxias e incluso se dieron una vuelta por el inframundo, en donde entre otras cosillas Odiseo se encontró el con el alma de su madrecita.

En fin, todos mueren menos Odiseo. Él regresa a casa y se encuentra con que unos cien pretendientes a la mano (y a todo lo demás) de Penélope y al trono y riquezas de Ítaca se han instalado en su palacio y tienen meses comiendo, bebiendo y divirtiéndose a expensas del tesoro real. Atenea se presenta nuevamente. Odiseo le reclama que lo hubiera sometido a tal, ejem, odisea. La diosa responde con la memorable sentencia: “los dioses sólo dan lo que los hombres desean”, y el monarca se queda sin palabras. Se reencuentra con Telémaco, el hijo que dejó recién nacido, y con ayuda de Atenea y de algunos sirvientes leales, pone una trampa a los rufianes que invadieron su casa y los mata a todos. El rey así recupera a su mujer, a su hijo y a su reino y es de suponer que vivió feliz el resto de sus días.

Más de uno de mis lectores pensará que con esta súper síntesis de una de las más bellas épicas de la antigüedad he llegado al límite de mi cacumen y agotado la poca sustancia que tengo de columnista “apolítico. En parte tendrán razón, pero la realidad  es que siguiendo el hilo de una entrega anterior, “Lo que el arte nos comunica”, utilizo un texto literario de casi tres mil años de antigüedad para insistir en la idea de que más allá de la inobjetable belleza que encontramos en el arte del pasado, estamos pasando por alto su función comunicativa. Sostengo que en este poema, como en casi toda obra literaria, encontramos lecciones sociales.

En primer lugar preguntémonos qué decían estas narraciones a los ciudadanos de aquel tiempo. Hoy la imagen de Poseidón con su trinche nos puede evocar una película del nefando Walt Disney (quien alegremente se dedicó a denunciar colegas durante el macartismo y puso sus estudios al servicio de la propaganda de guerra), pero en aquel tiempo la divinidad era cosa seria y los hombres se relacionaban con ella mediante una serie de rituales y en un contexto específico, tal cual se da en nuestro cristianismo en la relación con dios.

Cuando Poseidón dice a Odiseo que “sin los dioses los hombres no son nada”, podemos leer una advertencia contra las conductas egoístas, autosuficientes y mezquinas. Una interpretación moderna puede ser en el sentido de que la solidaridad, el amor por los conocimientos, el respeto a los demás, el sentido de la historia, la gratitud y otras virtudes, hacen mejores hombres, y lo contrario los lleva a la perdición.

Entonces como hoy, con las excepciones de rigor, era la clase política la convencida de que su puritito “mérito” la había colocado en la cumbre, en una categoría social y ciudadana por encima del resto de los mortales y que poseía  una luz interior y una chispa vital negada al resto de los mortales.

(Me resulta imposible no recordar aquí la sentencia del llorado Jesús Robles Toyos: “La política apendeja a los hombres inteligentes y enloquece a los pendejos”.)

Otro tema para la reflexión son las palabras de Atenea: los dioses sólo dan a los hombres lo que éstos desean. La cita no es textual pero sí el espíritu. ¿Qué les decía a los antiguos helénicos y qué nos puede decir hoy a nosotros? Una consideración, acoplada al anterior ejemplo, es que no hay nada que no esté a nuestro alcance, ni hazaña imposible ni meta prohibida ni camino intransitable si, primeramente, tenemos la capacidad de ver con claridad qué es lo que queremos y después la energía, la disciplina y la inteligencia para lograrlo. “A dios rogando y con el mazo dando”, dice mi venerada abuela. Tiene razón. Homero nos hace ver que todo comienza y termina en el hombre.

Con el anterior fárrago, como habrán adivinado mis avispados lectores, quiero decir que la historia intelectual debe ser rescatada como herramienta imprescindible de la historiografía. Y para arrojar luz en esta propuesta, he aquí la síntesis de una clase magistral impartida por mi maestro de Cornell, el Dr. Lloyd Kramer:

Se trata de la subdisciplina de la historia que estudia los sistemas de interpretación y significado. A diferencia de otras formas de la historia, toma como objeto de estudio las ideas y los símbolos que las sociedades utilizan para explicar su mundo, y enfatiza que la experiencia humana depende del uso de la lengua y de la conciencia humana.

Este uso de la lengua da sentido a vidas individuales y a realidades y experiencias sociales. Pero el uso de la lengua puede tomar muchas formas. Los seres humanos no usan una sola clase de lengua. La lengua puede aparecer en grandes obras de arte o grandes libros o tomar la forma de conversaciones, creencias o miedos cotidianos. Pero trátese de grandes libros o de la vida cotidiana, la gente aplica sus ideas sobre la realidad para estructurar esa misma realidad. En otras palabras, las teorías siempre son parte de la realidad. Y la historia intelectual enfatiza que lo que llamamos realidad es una suerte de construcción intelectual. La historia intelectual analiza cómo el significado de realidad cambia a través del tiempo, puesto que la realidad nunca significa lo mismo de una época histórica a otra. La lengua usada para describir a la realidad cambia a la realidad misma.

Lo que los historiadores intelectuales quieren comprender es cómo la gente ha interpretado los hechos que otros describen, cómo la gente se ha explicado los eventos y los problemas de su mundo.

Así que, por ejemplo, para los historiadores intelectuales el problema de la Revolución francesa no es cuándo y cómo murió el rey de Francia durante la revuelta. Los historiadores intelectuales quieren saber cómo el pueblo interpretó ese hecho y de qué manera el evento se fijó en la memoria de la cultura dentro de la cual tuvo lugar.

Los hechos que tienen lugar en lo que llamamos el “mundo real”, siempre, de alguna manera, están siendo formados o afectados por ideas. Es muy poco lo que los seres humanos pueden hacer en sus vidas sociales, económicas o políticas, sin un conjunto de ideas. Podemos decir que las realidades sociales siempre influencian el desarrollo de las ideas, y que las ideas siempre influencian el desarrollo de todas las realidades sociales. Ambos en realidad nunca pueden separarse.

La historia intelectual exige que tomemos muy en serio las ideas del pasado, que permitamos que esas ideas nos reten o critiquen nuestra propia interpretación de la realidad, puesto que lo que estamos haciendo en historia intelectual es entrar en un diálogo con las más creativas mentes del pasado. Y ya que la realidad humana nunca puede ser totalmente separada de nuestras ideas sobre ella, la historia intelectual es un componente esencial del mundo real. No es algo que esté allá afuera en el espacio y más allá de nuestra propia experiencia: está en el centro de la experiencia humana misma. Todas nuestras actuales interpretaciones de la realidad –esas interpretaciones con las cuales vivimos nuestras vidas al comienzo del siglo XXI-, están basadas en ideas y símbolos que derivan de la anterior historia intelectual. Así que la historia intelectual no es sólo una manera de comprender el pasado, sino que en cierto sentido es una manera de comprendernos a nosotros mismos.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

22/6/11



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Fumer tue

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Fumar es un vicio que no comparto y que me da miedo. Vi cómo un enfisema consumió a la madre de uno de mis mejores amigos y mi padre murió de cáncer pulmonar. Un querido compañero de cabina durante mis tiempos en la radio falleció joven víctima del vicio… En verdad no tendría espacio para reseñar las historias de horror asociadas al tabaco que he conocido.

La Organización Mundial de la Salud calcula que cada año tres millones de personas se van al cielo (o al purgatorio o al infierno, vaya uno a saber) muy contentas entre el humo del cigarrillo. Otras fuentes colocan esa cifra en cinco millones. En nuestro país cada día 150 compatriotas se pelan por su afición a los Delicados, los Alas, los Elegantes y demás tubitos rellenos de hierba. En otras palabras, fumar es más peligroso que el crimen organizado. Si pensamos que esta manera legal de matar a la gente genera miles de millones de dólares en ganancias e impuestos, es tiempo de considerar la legalización de las otras drogas igualmente dañinas.

 Me parece tonto que jóvenes y viejos, lerdos e iluminados, se regodeen en un placer que los llevará a la tumba después de asestarles una lista de males más larga que la Cuaresma. El cigarro es el único producto mortal que garantiza por escrito sus cualidades y que cada día se vende más. Incluso personas cuidadosas, de las que leen con lupa la letra pequeña de los contratos, que tiran a la basura los productos que caducaron hace dos días y corren a la procuraduría del consumidor a la más leve sospecha de que malévolos comerciantes los quieren timar, apartan la vista de las advertencias en las cajetillas de tabaco a la hora de echarse un pitillo. A los anuncios sólo les falta una calaca con huesos cruzados, pero eso no detiene a los consumidores.

¿Será que la publicidad se apodera de las mentes débiles? Unos se anuncian como “El cigarro de los hombres fuertes”; otros asocian el veneno con los aires del campo y la vida sana de los rancheros; hay compañías que no sólo intentan vender su producto sino que además ofertan felicidad, descanso, belleza, glamour, juventud, excitación y buen desempeño sexual. O sea, ¡el humo sí aniquila las neuronas!

Hace poco estuve en una conferencia junto a una mujer joven, bella y de semblante inteligente que no dejó en paz una cajetilla de Gauloises estampada con un letrero en rojo que decía “Fumer tue” -que en el idioma de Víctor Hugo significa “fumar mata”. Hicimos conversación. Me armé de valor para una prueba sociológica y viéndola a los ojos le pregunté si estaba de acuerdo en que el uso del condón bloquea el placer sexual además de que es pecado y lleva al infierno. Me miró de arriba abajo y apenas alzó una ceja antes de espetarme con una sensual voz ronca de fumadora: “¿Está usted loco? ¡No usarlo es peligrosísimo!” Luego encendió otro cigarro, sin duda para atenuar la impresión causada por mi imprudente sugerencia.

Hay en la condición humana misterios que escapan a mi comprensión. Por ejemplo, que una mujer tenga seis hijos con el tipo que la golpea desde la noche de bodas; o que un hombre con doctorado soporte humillaciones públicas de un jefe que no terminó la primaria; o que trabajadores especializados se dejen conducir como ovejas por zafios y corruptos líderes. Parecería que la estupidez es uno de nuestros descriptores. En el aeropuerto de Singapur hay un depósito de basura con un enorme cartel que en todos los idiomas invita a tirar cualquier estupefaciente antes de pasar la aduana, ya que en ese país la introducción y tráfico de drogas se castiga con la pena de muerte. “Y pese a ello”, me dijo un funcionario, “todos los días llegan dos o tres que creen que pueden burlarnos”.

Además del mal aliento, la dentadura destruida y la carraspera, el tabaco es causa de cáncer en laringe, pulmón, boca y estómago; presión alta y cardiopatías. Y a quien le parezca sensual presentarse a la Bogart en la cita amorosa, resulta que contrario a la fantasía cinematográfica el cigarro es un eficaz inhibidor de la libido, además de –ojo señoritas y señoras- causa eficiente la aparición de arrugas prematuras.

Pero digamos que usted es un anacoreta o un cartujo y que lo erótico le vale un cacahuate. Entonces quizá le impresione saber que cada año mueren en el mundo más seres humanos por causa del tabaco que por la combinación de Sida, alcohol, sobredosis de drogas, asesinatos, suicidios, incendios y accidentes aéreos y automovilísticos. Millones de personas literalmente hechas humo. Tan sólo en Estados Unidos, en donde tienen cifras muy confiables, se estima que han perecido más fumadores que soldados en todas las guerras en que ese país ha participado en la historia. Y créame, los gringos han estado en muchas.

Y si esto tampoco le importa, entonces tal vez le interese saber que si en lugar de haberse fumado dos cajetillas diarias durante más de veinte años hubiese utilizado ese dinero en comprar acciones de las grandes tabacaleras, ahora mismo podría jubilarse con una pensión millonaria. ¿Le vale? Bueno, por lo menos cuando fume hágalo alejado de quienes no lo hacen, especialmente de los niños, porque se ha demostrado que los fumadores pasivos también estamos propensos a terribles enfermedades.

Quizá lo único positivo acerca del cigarro -además de las enormes fortunas que ha dado a unos cuantos- es su acción esencialmente democrática. La hierba no discrimina. De cáncer por tabaco mueren por igual viejos, jóvenes, bellas, feas, pobres, ricos, famosos, anónimos, genios e idiotas. Recuerdo el caso de Peter Jennings, el notable conductor de ABC News, llamado “la voz del mundo”: murió víctima de cáncer pulmonar a los 67 años. Y eso que hacía 20 había dejado de fumar.

Como dice un slogan antipublicitario, “Donde hubo tabaco… cenizas (de muerto) quedan”.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

15/6/11


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Lo que el arte nos comunica


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Con frecuencia pasamos por alto la función comunicadora del arte. Cierto que las categorías estéticas hablan con un lenguaje propio al espectador, pero una escultura o una pintura también pueden contener un mensaje social o una declaración política. El Guernica de Picasso es un ejemplo clásico. El muralismo mexicano utilizó las técnicas de la pintura para informar una visión del mundo, y lo mismo se puede decir de gran parte del arte religioso. Pero es en las expresiones del pasado en donde mejor se puede apreciar que la pintura, la escultura y la arquitectura tenían, a más de los simbolismos propios de la creación, funciones no tan diferentes a las que hoy cumplen los medios masivos. Veamos algunos ejemplos:

La matanza de los inocentes de Pieter Breugel El Viejo (1565). El relato bíblico del infanticidio de Herodes ha sido un tema recurrente entre los pintores de la antigüedad y modernos, desde El Geronés en 1275 hasta Gjertson en 1991, pasando por Pisano, Fra Angelico, Mocetto, Aspertini, Tintoretto, Poussin, Castello, Doré y Rubens. Breugel lo usa para describir un episodio de la ocupación de los Países Bajos ordenada por Felipe II para reprimir la herejía calvinista y anabaptista, cuando la tropa española y un escuadrón de valones, al mando del Duque de Alba, masacraron a los habitantes de un pueblo flamenco.

El cuadro, entonces, adquiere carácter de una declaración. Reseña un hecho pero es a la vez una denuncia. Su exhibición provocó tales reacciones en los auditorios, que eventualmente hubo de ser retocado para reemplazar con animales domésticos los dibujos de los niños que eran pasados a cuchillo por las tropas invasoras. Esto es el equivalente a la moderna eliminación de escenas en una película.

La ejecución de Maximiliano de Edouard Manet (1867). El artista pintó tres versiones, todas censuradas en Francia por razones políticas y una de ellas seccionada y recuperada entre 1890 y 1912 por Edgar Degas. Hoy se exhibe en  fragmentos en la Galería Nacional de Londres.

Un mexicano educado en la historia de ángeles y demonios que se imparte en nuestras aulas puede experimentar sentimientos encontrados frente al cuadro, dependiendo si considere a Maximiliano salvador o anticristo. ¿Pero Manet? Por sus convicciones republicanas no era simpatizante de Napoleón III. Si examinamos la composición del cuadro, y recordamos las circunstancias de la época, la conclusión es que nos encontramos no ante una obra de arte, sino frente a una pieza de propaganda política.

El fusilamiento de Maximiliano fue motivo de gran descrédito para el dictador sobrino del Corzo, quien primero alentó y apoyó la aventura mexicana de Maximiliano y después, con el retiro de sus ejércitos, le abrió el camino al Cerro de las Campanas. Es en este contexto que la intención de Manet debe considerarse. El peso del cuadro está en el pelotón de fusilamiento, no en los fusilados cuyo destino ha quedado sellado con la descarga. Pero los militares mexicanos visten uniformes franceses. El artista nos dice que fueron Francia y Napoleón, no México y Juárez, los responsables de la muerte de Maximiliano y sus generales. ¿Que se derramó sangre real? No es cosa que concierna al Imperio, y así nos lo dice el despreocupado jefe del pelotón que ajusta su fusil para el tiro de gracia. El mensaje del conjunto es una acerba crítica a Napoleón III. Así se entendió en su momento y ni una de las tres versiones pudo ser exhibida en Francia. ¿Le recuerda el lector el caso de La sombra del caudillo, la película maldita de la cinematografía mexicana?

La ejecución de Lady Jane Grey de Paul Delaroche (1834). Cuando se presentó en París, arrancó exclamaciones de dolor en la concurrencia y uno que otro desmayo de damas sensibles. Habían transcurrido apenas 40 años de la decapitación de María Antonieta y la visión de otra joven reina momentos antes de sufrir la misma suerte conmovió al público.

Jane Gray era nieta de Enrique VII y fue proclamada Reina de Inglaterra en 1553 a la edad de 17 años, pero sólo ocupó el trono durante nueve días. Los seguidores de María Tudor la depusieron, fue encerrada en la Torre de Londres y decapitada el 12 de febrero de 1554. He aquí todos los elementos de una tragedia romántica (drama de telenovela): una princesa joven, bella y virginal es atrapada en la lucha entre protestantes y católicos; los complotistas de la Corte organizan su coronación; el bando rival la derroca; se convierte en un símbolo incómodo para todas las facciones y es entregada al verdugo.

En el cuadro de Delaroche, la joven se dispone a colocar el cuello sobre el bloque de madera, gentilmente auxiliada por el Guardián de la Torre, frente a un  verdugo de semblante grave y decidido. Jane Grey viste un fondo de satén blanco y lleva vendados los ojos. Es la imagen misma de la fragilidad, la inocencia y el desamparo. A un lado una dama de compañía se ha desmayado, mientras que otra llora con el rostro contra la piedra, incapaz de atestiguar la escena.

En verdad una imagen conmovedora. La técnica realista y las dimensiones del cuadro (2.5 por 3 metros) dan al conjunto un aire trágico. Sólo que, a la manera de los productores actuales de telenovelas, Delaroche conocía a su público y se permitió algunas licencias para exprimir al máximo su sentimentalismo. En la realidad, Jane Grey fue decapitada en los jardines de la Torre de Londres, no en su celda. No le vendaron los ojos y vestía un ajuar completo. Y el pelo, que en la pintura es una cascada dorada, lo habría llevaba en un chongo. Puesto que se trató de un acto político que involucraba nada menos que la sucesión al Trono del Imperio Británico, fue atestiguado por un numeroso grupo. Así, de un hecho histórico documentado, el pintor construye un drama para mover a las masas. ¿Suena conocido?

Alegoría con Venus y Cupido de Agnolo di Cosimo di Mariano Tori, llamado El Bronzino (1545), es una de las pinturas más conocidas y apreciadas del manierismo, el estilo artístico de transición del renacimiento al barroco. Para el espectador moderno el primer impacto es el de una exquisita mezcla de texturas, colores y formas que se resuelve en un conjunto de fuerza y equilibrio: una Venus nívea recibe de Cupido un beso bajo la mirada de un conjunto de personajes de posturas artificiosas y expresiones contrastantes. La beatífica expresión de la Diosa, la juguetona mirada del infante a la derecha, el anciano que extiende un brazo protector o la doncella que parece lanzar una mirada ausente a los demás personajes, nos arrancan expresiones de asombro y admiración. ¡He aquí una gran obra de arte!

Pero en su momento fue en realidad un famoso cuadro erótico en la corte florentina de los Medici y en los salones de Francisco I de Francia, si bien hoy sus significados más ocultos no han sido del todo esclarecidos: domina el cuadro la figura de Venus, quien besa a Cupido, su hijo, al tiempo que con la mano derecha le sustrae una de sus flechas y en la izquierda sostiene la Manzana Dorada, regalo del pastor Paris. El niño que se acerca por la derecha es Frivolidad, quien además de estar a punto de arrojar sobre la pareja las rosas del placer, lleva en el tobillo los cascabeles del bufón de la Corte. A sus espaldas vemos el rostro de una bella joven que ofrece un trozo de colmena, símbolo del placer; pero un examen más detallado revela que sus manos están invertidas y su cuerpo es el de un monstruo cuya garra está entre las piernas de Frivolidad, mientras que con la otra mano sostiene el aguijón en el que culmina su cola escamosa. En la parte superior derecha, Tiempo impide que Olvido, representado por una máscara y una peluca, arroje su manto sobre la escena.

Las audiencias del siglo XVI entendieron -y sin duda se regocijaron- con la trama: Venus se involucra en una relación incestuosa con su hijo, Cupido, quien cínicamente pisotea los votos de fidelidad marital de su madre, representados por la paloma en la parte inferior izquierda. Frivolidad ciega a la pareja a las consecuencias de su conducta, que además del engaño puede traer enfermedades, lo cual sería un amargo aguijoneo a su placer, posibilidad que también se les oculta. Sólo Tiempo podrá revelar la verdad de los hechos y frena la intención de Olvido para ocultarlos. Sabemos que El Bronzino  modificó la obra conforme avanzaba en ella, y hay personajes que sufrieron hasta tres cambios de postura. Eso nos habla del carácter dinámico del arte, rasgo que no siempre es evidente para el espectador moderno acostumbrado al movimiento en la pantalla del televisor. He aquí el sueño de la llorada Corín Tellado.

En Los Embajadores, cuadro pintado por Hans Holbein el Joven (1533), tenemos otra muestra de la naturaleza comunicativa y simbólica del arte pictórico. A primera vista es un retrato más para adornar la estancia de un palacio. Dos hombres jóvenes ricamente ataviados miran al espectador con aplomo y seguridad. A la izquierda, Jean de Dinteville, embajador francés ante la corte inglesa; a la derecha, su amigo Georges de Selve, obispo de Lavaur y enviado a la Santa Sede. Estos poderosos y jóvenes personajes -29 y 25 años respectivamente- tuvieron participaciones destacadas en los movimientos religiosos y políticos desatados por la Reforma.

Frente a una cortina de rico brocado, y apoyados en un elegante mueble, De Dinteville y De Selve parecen tomar un respiro a la mitad de alguna discusión filosófica, científica o teológica. En los entrepaños se agrupan diversos objetos propios de su interés: libros, aparatos para la astronomía, globos terráqueos, instrumentos musicales, un compás y un catalejo.

Un extraño objeto en la parte inferior llama la atención y nos introduce a la multiplicidad de mensajes contenidos en el óleo: Los Embajadores es en realidad un apunte biográfico. De Dinteville simboliza la vida secular y De Selve la contemplativa. Hay entre los amigos un complemento y equilibrio perfecto. El objeto a sus pies, visto desde el ángulo inferior derecho, es una calavera humana, magistralmente distorsionada, que no sólo simboliza la brevedad de la vida sino que dice al espectador que sin importar la condición económica, social o académica, todos deberemos rendir cuentas en un más allá.

Los objetos narran la vida de los personajes. Los instrumentos para medir el tiempo y para comprender el movimiento de los astros, hablan de lo que la racionalidad de aquel momento no podía comprender. Otros objetos se refieren a actividades mundanas: un globo, una mandolina, un libro de matemáticas, un estuche de flautas y un himnario abierto en la traducción de Lutero a “Viene el Espíritu Santo”, mensaje que en su época no pasó desapercibido, pues la Reforma protestante estaba en su apogeo. Incluso el diseño del piso es otro capítulo de la historia, pues se deriva de los símbolos cósmicos de la Abadía de Westminster. La cuerda rota en la mandolina simboliza ya sea la fragilidad de la vida o las consecuencias de los enfrentamientos religiosos; en tanto el libro de salmos un ruego por la unidad cristiana. Este cuadro es algo así como el equivalente a uno de los tomos de la Biografía del poder del historiador Enrique Krauze.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
8/6/11









30 de mayo: En defensa de la palabra

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas

Hace 32 años, el cacique de Guerrero Rubén Figueroa profirió amenazas contra Manuel Buendía al salir de una audiencia con el presidente José López Portillo. En respuesta, una impresionante movilización ciudadana y profesional se congregó alrededor del periodista en un desayuno en el antiguo hotel Del Prado el 17 de julio de 1979. Con serena emoción don Manuel dijo:

“Allá, en los pueblos del interior, es donde el periodismo requiere auténtica valentía personal, porque las banquetas son demasiado estrechas para que no se topen de frente -por ejemplo- el periodista y el comandante de policía de quien aquél hizo crítica en la edición de esa misma mañana. Aquí la incomodidad más seria que sufrimos es la de no encontrar mesa en nuestro restaurante favorito de la Zona Rosa.

“Allá, en los Estados, donde los estrechísimos círculos del poder local acogotan la economía de los editores combativos y pretenden lastrar el desempeño de los escritores comprometidos, el ejercicio del periodismo reclama una entereza excepcional. Aquí, donde las dicotomías del sistema se dan tan próximas a nosotros, de algún modo podemos arreglárnoslas para que los rayos no caigan precisamente sobre nuestro propio paraguas. Allá, donde las pequeñas comunidades de colegas pueden ser sometidas con la relativa facilidad por el puño del cacique regional, el grito de un reportero que ha recibido una paliza apenas se escucha afuera de sus propios dientes…si es que le quedan.

“Aquí, en la monstruosa caja de resonancia de la metrópoli, se da -como fruto de la pertinaz  acción de las individualidades o de los clubes, del Sindicato y de otras agrupaciones como la de los Periodistas Democráticos- se da, repito, el hecho espléndido de una comunidad periodística cada vez más amplia, más integrada, más solidaria. Y dentro de este ámbito, ya no hay reportero, comentarista, fotógrafo o camarógrafo que se sienta solo, si en legítimo ejercicio de su profesión sufre agresiones físicas o morales, amenazas y cualquier otra suerte de manifiesta o larvada represión.”


Locución en defensa de la palabra.


* * *
Cada año, en estas fechas, publico la misma columna. Sólo actualizo el tiempo transcurrido y añado alguna reflexión. Es la machacona esperanza de que algún día sabremos la verdad sobre el asesinato de Manuel Buendía Tellezgirón: quién tomó la decisión, quién organizó el operativo, quiénes consiguieron el arma, planearon la emboscada y jalaron el gatillo; quiénes protegieron –o eliminaron- a los pistoleros.

¿Los que han purgado condenas por el homicidio son realmente los responsables? Un juez así lo consideró y al parecer habría otros motivos para mantenerlos en prisión. El supuesto autor material niega su participación y el sentido común dice que el o los autores intelectuales escaparon a la justicia y que la muerte del periodista fue parte de un complot que por supuesto nadie está en condiciones de probar.

Si no ley, una constante de la historia es que los asesinatos políticos nunca se esclarecen del todo. Y los de los periodistas jamás, ni en el primer ni en el tercer mundo. Acá nos preguntamos quién mató a Buendía. En Estados Unidos se preguntan quién mató a George Polk.

Es notable, pero nada asombrosa, la estupidez de quienes creen que mediante la eliminación de periodistas pueden protegerse a sí mismos o poner remedio al enojo, al desasosiego o a la inquietud social. Una y otra vez el resultado es, para ellos, contraproducente. Porque la memoria y la palabra no pueden ser asesinadas: Manuel Buendía se transformó en un símbolo cuando aún no exhalaba el último aliento, lo mismo que Polk.

Ese símbolo es el del columnismo que sirve a la sociedad y no a quien se cree dueño del espacio en los diarios. Un día don Manuel escribió: “No entiendo un periodismo sin ideales. Ni el reporterismo, ni la entrevista, ni el reportaje, ni el artículo, ni la crónica, ni el editorial, ni mucho menos géneros de tan comprometido ejercicio como la columna, pueden llevarse a cabo sin un ideal ¿cuál es ese ideal? Servir a nuestro país con los recursos del periodismo”.

Por fortuna en la historia encontramos ejemplos de esta forma de pensar. Walter Lippmann fue considerado el columnista más influyente entre los lectores norteamericanos durante más de 30 años. Hombre complejo, tenaz y brillante, tuvo, como Buendía, la conciencia de que su oficio estaba investido de la grave responsabilidad que da el foro público. Durante la dramática campaña presidencial estadounidense de 1940, al ser cuestionado sobre su posición política, tomó la oportunidad para una definición: “Los columnistas que se echan a cuestas la tarea de interpretar los hechos sociales no deben verse a sí mismos como personajes públicos frente a un electorado frente al cual son responsables”. Y en su columna Today and Tomorrow del New York Herald Tribune escribió:

“Me parece que cuando el columnista se ve a sí mismo como una personalidad pública, más allá del valor intrínseco y la integridad de lo que se publica bajo su firma, deja de razonar con la claridad y la objetividad que sus lectores tienen el derecho de esperar de él. Cual un político, adquiere una imagen pública que él mismo llega a admirar. Entonces comienza a preocuparse por preservarla y mejorarla. Y entonces su vida personal, su autoestima, sus lealtades, sus intereses y ambiciones se vuelven indistinguibles de su juicio sobre los hechos sociales.

“En treinta años de periodismo creo haber aprendido a conocer los despeñaderos de la profesión. Y dejando de lado las formas más toscas de la corrupción –como el beneficiarse de información confidencial, exaccionar favores a quienes tienen el poder para darlos y hacerse esclavo de la moda- la más insidiosa de todas las tentaciones es creerse a sí mismo un actor público en el escenario de la sociedad más que un atento escritor de artículos periodísticos sobre algunas de las cosas que suceden en el mundo.

“Mi postura es que escribo sobre asuntos sobre los cuales creo tener algo que decir, pero como persona no soy nadie de particular importancia. No soy un consejero áulico o un asesor general de la humanidad, y ni siquiera de aquellos que ocasional o frecuentemente leen lo que escribo. Éste es  el código que sigo. Lo aprendí de Frank Cobb, quien durante el largo año de su agonía una y otra vez me aleccionó sobre el hecho de que más periodistas habían sido arruinados por la egolatría que por el licor. Y él había tenido la oportunidad de estudiar los efectos de ambas clases de intoxicación.

“El escritor individual no es un personaje público; o por lo menos no debería serlo. Tampoco es una institución ni el repositorio de la ‘influencia’ ni del ‘liderazgo’. Es un reportero y un comentarista que pone ante sus lectores sus hallazgos sobre los temas que ha estudiado y así deja las cosas. No puede abarcar el universo, y si comienza a imaginar que ha sido llamado a tal misión universal, pronto dirá menos y menos sobre más y más cosas hasta que finalmente comience a decir nada sobre todo”.

* * *
Después de esta luminosa cita de Lippmann, reproduzco mi columna de cada año:  

Hace 27 años murió asesinado Manuel Buendía Tellezgirón.

Aquel 30 de mayo de 1984 fue miércoles. Por la tarde, el autor de “Red Privada” -la columna cuyo nombre se ha hecho sinónimo de lo mejor de nuestro periodismo- abandonó la oficina que rentaba en un viejo edificio de Insurgentes, a la altura de la Zona Rosa en la ciudad de México, y se dirigió al estacionamiento público en donde guardaba su auto. Ahí, en la puerta, fue emboscado. Un sicario lo ultimó de cinco tiros por la espalda.

El día pardeaba. Vehículos y peatones congestionaban la principal avenida de la capital. El crimen, frente a testigos, fue en realidad una ejecución, una advertencia. Las fotografías del cadáver de Buendía sobre la acera dieron la vuelta al país y al mundo: en aquel México, tal era el fin que aguardaba a los practicantes de un periodismo crítico, analítico y, sobre todo, independiente.

Veintisiete años han transcurrido y mucha agua ha pasado bajo nuestros puentes. Hoy reconfirmamos que la muerte de Buendía fue ejemplar, pero no en el sentido en que quisieron sus asesinos. Un instante después de la primera oleada de dolor y miedo, en el periodismo mexicano se refrendó el compromiso con la libertad. Y conforme pasan los años, nuevas generaciones de periodistas encuentran en Manuel Buendía un ejemplo de ética, valentía y rigor profesional y personal. Don Manuel sigue entre nosotros por la sencilla razón de que la esencia del periodismo en el que él creía sigue siendo la misma.

Recuerdo a Buendía de muchas formas. Su cálida amistad y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: “Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: ‘Hoy he descubierto algo importante, pero... ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!’”

Un hombre comprometido y eficaz. Un periodista preocupado por definir el oficio: “El periodismo no nos permite vivir de ‘lo que fue’, de ‘lo que el viento se llevó’. Al contrario: nos obliga a vivir para lo que es. Un periodista no puede permitir que sus amigos le organicen, como a un pintor, exposiciones retrospectivas.

“Tampoco podemos arrullarnos, como las viejas actrices, en la nostalgia del álbum fotográfico o en el recuerdo de aquellas marquesinas que bordaban nuestro nombre con foquitos de colores. Ni andamos por ahí como los veteranos de una guerra ya olvidada, luciendo antiguas condecoraciones y un atuendo pasado de moda.

“Los periodistas, como el combatiente sin relevo, vivimos y morimos con el uniforme de campaña puesto y el fusil humeante entre las manos.

“Dicho de otro modo menos melodramático: los militantes del periodismo -por vocación y por destino- tenemos que ser, aquí y ahora; y para nosotros ser significa publicar, hacernos oír, ya sea desde una gran cadena de periódicos, o en una modestísima revista provinciana y hasta en una simple hoja volandera.

“Mi homenaje, pues, a tantos colegas que no alcanzan fama ni honores, pero que jamás han desertado del deber profesional un solo día”.

Hay hombres que forjan sus propias leyendas. En el periodismo de vez en cuando surgen figuras que rompen los moldes no como un reto, sino porque ello es parte misma de su naturaleza. Manuel Buendía fue de esa estirpe. Lo recordamos siempre.

Manuel Buendía fue asesinado seis meses después de publicado su libro La CIA en México. Mi ejemplar tiene una hermosa dedicatoria en la recia letra de su autor: “Para Miguel Ángel, cuyo afecto para mí se vuelve fortaleza de ánimo en la lucha cotidiana de un combatiente por México”.

Casi tres décadas después, don Manuel Buendía no descansa en paz. Su muerte clama justicia, pero su ejemplo nos sigue iluminando.



Profesor-investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP –
Puebla.1/6/2011

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