Manuel Altamira Peláez

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Nos conocimos a principios de 1978 en Monterrey. No recuerdo si fue Jorge Castillo o Fernando Cantú quien nos presentó, pero sin duda sucedió en un bar del centro de la ciudad llamado chocarreramente el “Jockey Club”… algo así como el “country club” de los jodidos.


Regordete, callado, siempre con la insinuación de una sonrisa jugueteándole en unos labios gruesos que eran como la frontera entre un mentón “á la Boggie” y un complemento de facciones casi infantiles, “güero de rancho” y “borrado” por añadidura (es decir, de ojos claros), había sido obrero en la refinería de Cadereyta y como muchos de aquella generación, un día la vida lo empujó a una redacción y ahí supo que había encontrado su futuro.


Manolo ya tenía bien establecida su reputación como excepcional reportero de policía. Se distinguió en Tribuna y fue uno de los pilares de Crónica 7, la revista semanal de periodismo de investigación que el equipo fundó cuando a la renuncia de Benjamín Wong Castañeda de la dirección de la cadena de “los soles”, estos jóvenes decidieron no ponerse a las órdenes de un político súbitamente devenido periodista: Mario Moya Palencia, frustrado aspirante presidencial. De Crónica 7 aparecieron sólo 13 números –y esa es una historia pendiente de documentar.




Un día Manolo publicó un reportaje en donde, entre otras cosas, se revelaba que el procurador del estado tenía antecedentes penales. Hubo revuelo. El gobernador, Alfonso Martínez Domínguez (sí, Don Halcón en persona) montó en cólera… no con su funcionario, ciertamente, sino con el periodista, cual es costumbre entre la clase política acá y en China (y en la Mongolia Exterior, diría Filiberto García). A poco un funcionario menor de la oficina de prensa del gobierno del estado, antiguo reportero, citó a Manolo en una cantina. Tenía información. Manolo llegó puntual y encontró el local vacío. Cuando comprendió era demasiado tarde. Un sujeto llamado Leopoldo del Real, abogado litigante conocido por sus fechorías y barbaridades (años después sería asesinado), lo emboscó con otros rufianes. Tundieron al periodista hasta el cansancio. Y para que no quedara duda del mensaje, le echaron encima varias bolsas de materia fecal.


Altamira fue a dar al hospital en estado grave, rotos los huesos de una pierna y cadera, magullado el cuerpo, el rostro lacerado. Sus amigos organizamos una movilización. Publicamos un desplegado acusando al gobierno del estado. En la capital de la República, Manuel Buendía y Miguel Ángel Granados Chapa se solidarizaron de inmediato con el colega y dedicaron columnas al asunto. Al ver Martínez Domínguez que no sólo no había silenciado a un inerme reportero “del rancho” sino que se gestaba un escándalo nacional, se presentó con su jefe de prensa en el hospital. Ahí tuvo lugar la siguiente conversación:
-Amigo Altamira, mi gobierno ya investiga el asunto. Le aseguro que llegaremos hasta las últimas consecuencias, ¡caiga quien caiga!

-Mjjjmm.
-Las agresiones a la prensa son intolerables en un estado comprometido con los valores de la democracia y de la libertad de expresión. Le garantizo que se hará justicia.

-Mjjjmm.
-Dígame, amigo Altamira, ¿en qué puedo servirle; qué se le ofrece?
-Pues mire, señor gobernador, lo único que yo necesito es volver a caminar… y eso… pues ni usted ni nadie me lo puede dar… ¡así que muchas gracias y adiós!


Manuel no sanó del todo y cojeó el resto de sus días, pero nunca perdió el buen humor. En 1984, con alguna participación mía, se mudó a la ciudad de México y se integró a La Jornada, en donde sufrió una transformación personal y profesional. Entró al mundo de la literatura vía un ejemplar de A sangre fría de Truman Capote y se convirtió en un lector compulsivo que ya no tuvo tiempo para la bohemia, la parranda y el alcohol. No tardó en desarrollar un estilo de periodismo policiaco que lo singularizó y dio a las planas de ese diario un sello único en el género. Los amigos atestiguábamos boquiabiertos el crecimiento espléndido del “Gordo” querido.


Pero eso no habría de durar mucho. En la noche del 18 de septiembre, hace ya 22 años, hubo una fiesta de aniversario de La Jornada en el departamento de una reportera (la celebración oficial, desde aquel año, se celebra el 15 y el director del diario, hoy la directora, encabezan a los jornaleros en una ceremonia del “grito”). Manuel se dedicó a leer y a beber agua mineral. Temprano se despidió y se fue a dormir al departamento del edificio de la calle de Liverpool, en la colonia Juárez, en donde rentaba media habitación. Al día siguiente era jueves. Tenía órdenes de trabajo tempranas.


Pero no vería el siguiente día. A las 7:19 de la mañana el movimiento y las trepidaciones lo despertaron. Su joven compañero de habitación, antes de correr hacia las escaleras y la salvación, vio que Manolo se incorporaba. El viejo edificio, dañado en su estructura, fue de los primeros en desplomarse.


Lo encontramos algunos días después y organizamos el envío de sus restos a Monterrey. Desde entonces pienso con frecuencia en Manuel Altamira y la injusta manera en que se truncó la promesa de una vida profesional brillante.
Descanse en paz.






Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com





El día que asesinaron a Lenin

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Uno de esos episodios con los que la historia nos revela su veleidosidad y nos hace sentir que estamos permanentemente en el filo de la navaja tuvo lugar el 30 de agosto de 1918, cuando al término de un mítin en cierta fábrica moscovita, Vladimir Illich Lenin fue baleado por una mujer y la noticia de su asesinato recorrió el mundo.


Los diarios norteamericanos del 2 de septiembre dieron así el informe: “Falleció Nikolai Lenine, premier bolchevique de Rusia, según información cablegráfica recibida de Petrogrado. No sobrevivió a las heridas que una joven revolucionaria le propinó el viernes pasado en Moscú”.


Lenin por supuesto se recuperó y vivió para colocar los cimientos de la URSS, pero la magnitud del episodio y la necesidad política y propagandística de la nomenklatura velaron la figura de la protagonista: Fania Yefimovna Kaplan, también conocida como Fanny Kaplan.


El atentado contra Lenin, y el asesinato del menchevique Moisés Uritsky dos semanas antes, el 17 de agosto, desataron la sangrienta purga conocida como “terror rojo” con la que los bolcheviques aniquilaron a sus enemigos.

“Cualquier persona a la que se sorprenda armada será fusilada en el acto. Todo aquel que se manifieste contra el gobierno soviético será arrestado e internado en un campo de concentración y sus bienes serán confiscados”, advirtieron los periódicos de la época.


Fue, dice una crónica, el llamamiento a un terror masivo y despiadado contra todos los “enemigos de la revolución” y durante las siguientes semanas alrededor de 800 opositores al bolchevismo fueron ejecutados sin juicio previo. A lo largo del año, uno de los más cruentos de la Guerra Civil, las ejecuciones llegarían a 6,300 según estadísticas oficiales –cifra que probablemente haya sido adulterada. Los bolcheviques justificaron esta represión como recurso válido “para combatir el terrorismo contrarrevolucionario y los intentos de derrocamiento del poder soviético por medios violentos”.


Fanny Kaplan tenía 35 años el día del atentado y no era la primera vez que empuñaba un arma con fines homicidas. La paradoja fue que cuando la Revolución de Febrero acabó con el régimen zarista ella fue liberada del campo de concentración de Siberia a donde había sido condenada a cadena perpetua por otro intento de asesinato en 1906 contra un funcionario del gobierno.


Los años de prisión minaron su salud y le provocaron una ceguera parcial, pero no menguaron su fervor revolucionario. Pronto se dio cuenta de que los bolcheviques no estaban dispuestos a compartir el poder con ninguna otra facción, por muy revolucionaria que se declarara. Entonces llegó a la conclusión de que Lenin debía morir y preparó su atentado.


Herido de gravedad, el dirigente fue trasladado al Kremlin. Ahí permaneció oculto, temeroso de que otros conspiradores lo cazaran. Los médicos que lo atendieron no lograron extraer las balas de su cuerpo y esto agravó su estado.

Pese a las heridas sobrevivió, aunque nunca se recuperaría del todo y se cree que el atentado influyó a la larga en los posteriores infartos que le incapacitaron y acabaron con su vida.


Kaplan fue encarcelada e interrogada por la Cheka, la policía secreta del régimen. Su confesión fue breve:

“Mi nombre es Fanya Kaplan. Hoy disparé a Lenin. Lo hice con mis propios medios. No diré quién me proporcionó la pistola. No daré ningún detalle. Tomé la decisión de matar a Lenin hace ya mucho tiempo. Le considero un traidor a la Revolución. Estuve exiliada en Akatui por participar en el intento de asesinato de un funcionario zarista en Kiev. Permanecí once años en régimen de trabajos forzados. Tras la Revolución fui liberada. Aprobé la Asamblea Constituyente y sigo apoyándola”.


El 3 de septiembre fue ejecutada. Un marinero llamado Pavel Malkov disparó el fusil y un oficial de nombre Yakov Sverdlov dio instrucciones de que no se le enterrara y que sus restos se destruyeran para no dejar rastro.


En 1930, Víctor Serge describió el episodio en su libro Primer año de la Revolución: “Lenin llegó sin escolta y no hubo un comité de recepción. A la salida, a unos pasos de su auto, lo rodeó un grupo de obreros. Fue en ese momento cuando Kaplan le disparó tres veces hiriéndolo de gravedad en el cuello y hombro.

Lenin fue trasladado al Kremlin por su chofer y apenas tuvo fuerzas para ascender al segundo piso. Ahí se desplomó. Fue presa de gran ansiedad. La herida en el cuello era de pronóstico reservado y durante algún tiempo se pensó que moriría, pero su fortaleza física venció y diez días después volvió a sus actividades.”


Con el tiempo, los padres de Fanny, campesinos judíos, emigraron a los Estados Unidos. Ignoro cuál habrá sido el destino de sus cuatro hermanos y dos hermanas.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com