El judío errante


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


El jueves tres de marzo de 1983, hace 27 años, la señora Amelia Marino se presentó como cada semana en la casa número 8 de Montpelier Square en el barrio londinense de Knightsbridge. Mientras ordenaba sus utensilios de limpieza vio sobre la mesa una nota manuscrita: Por favor, no suba a la planta alta. Hable a la policía y pida que venga.


Llegaron los bobbies. En la sala de estar encontraron los cadáveres de los dueños, Cynthia Jeffries y Arthur Koestler, correctamente vestidos (él en traje de tweed y con un vaso de whisky en la mano). Dos copas de vino con restos de un polvo blanco y un frasco de miel adornaban la mesa. Se habían quitado la vida 36 horas antes, el martes en la tarde. Tuvieron la precaución de que un veterinario durmiera a David, su perro.


El New York Times del día siguiente publicó que “en su agitado viaje por la historia del siglo veinte, con frecuencia el señor Koestler parecía ir delante de su tiempo”.


Así terminaron los días uno de los autores más influyentes de la posguerra y de la guerra fría. Sus epígonos dijeron que murió como vivió, sin aceptar interferencias en su destino. Para sus detractores el suicidio fue la consecuencia natural de una vida extraviada.


Lo que nadie atinó a explicar fue por qué Cynthia, treinta años menor y en perfecta salud, hubiese decidido acompañar a su esposo de 77 años, enfermo de leucemia y parkinson. “Le guardaba una sumisión patológica”, fue el comentario de un conocido de la pareja.


Santificado por unos y denunciado por otros como agente de la reacción; criticado por advenedizo a la comunidad intelectual y ridiculizado por sus investigaciones parapsicológicas, Koestler fue sin embargo una de las mentes más originales del siglo. Fenómenos como la caída de la cortina de hierro y la globalización, fueron anticipados por él desde los años cuarenta.


Su obra es de una diversidad asombrosa. Si hay libros que no se pueden leer impunemente, Koestler es autor de varios de ellos. Textos políticos como Oscuridad al mediodía, novelas como Ladrones en la noche y volúmenes autobiográficos como Flecha en el azul y La escritura invisible, marcaron a muchas generaciones. Hoy en día, Los sonámbulos y El espíritu en la máquina siguen siendo textos obligados para estudiantes de ciencias.


Su vida estuvo marcada por relaciones neuróticas con las mujeres, con los amigos, con la política, con los gobiernos, con el dinero, con su judaísmo y con su sionismo militante. Difuminó sus orígenes en una autobiografía cuidadosamente hilvanada para resaltar sus facetas de luchador social, intelectual, novelista y pensador y ocultar su misoginia, su misantropía, su inseguridad y su poco comedimiento con mujeres y amigos. Uno de sus biógrafos asegura que lo único que se sabe de él con precisión es que nació las 8:30 de la mañana del 5 de septiembre de 1905 y pesó 4.8 kilos. No obstante, produjo un notable y profundo testimonio del siglo con el que creció.


Arthur fue hijo único del ingeniero y lingüista aficionado húngaro Henrik Koestler y de Adele Zeiteles, una mujer voluble y no muy joven a quien la quiebra de su padre parecía haber condenado a la soltería hasta que apareció en escena el guapo -y pobre- Henrik. En su vida adulta, Arthur descargó su hostilidad hacia su madre con todas las mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. Fue un Don Juan que tuvo tres esposas, Dorothy Ascher, Mamaine Paget y Cynthia Jeffries, esta última originalmente su secretaria, 30 años menor y, recuerdan quienes les conocieron, de una “tolerancia enfermiza” con un Koestler legendariamente infiel y abusivo.


Estos orígenes, combinados con su baja estatura y su búsqueda infructuosa de una patria, le allegaron un complejo de inferioridad que él calificaba como “el más grande y mejor de todos”.


A los 22 años ya se le consideraba uno de los reporteros sobresalientes del siglo XX. Estuvo profundamente comprometido con sus principios políticos. Perteneció al Partido Comunista, fue encarcelado y estuvo a punto de ser fusilado en España. Pudo ver las dimensiones y el terror de la “solución final” nazi y durante años se dedicó a organizar y financiar movimientos para el rescate de judíos, en un tiempo en que las élites políticas preferían cerrar los ojos a ese drama ya para no incomodar a una Alemania fuerte y agresiva, ya por que suponían que la “persecución” de los judíos era una maniobra propagandística del sionismo. De hecho, entre finales de los treinta y principios de los cuarenta, los principales diarios norteamericanos y el público en general no creían los informes del genocidio judío en Europa o sospechaban que eran exagerados para obtener fondos de ayuda.


Encarcelado en una prisión española y sentenciado al paredón, Koestler recibe una epifanía: comprende que todas las consignas y toda la militancia para aniquilar a los “enemigos de clase” pierden sentido al pasar de militante a víctima. Ahí experimentó lo que después llamaría la “sensación oceánica” (Oceanic feeling), algo semejante a una visión cósmica que subyace a toda su obra.


De su desencuentro con el comunismo nació Oscuridad al mediodía, libro de enorme influencia en donde el paraíso de los trabajadores es expuesto como un infierno a través del protagonista de la novela, Rubashov (basado en la personalidad del dirigente bolchevique Nikolái Bujarin), quien víctima de las purgas estalinistas, es arrestado por la policía secreta y obligado a confesar crímenes inventados.


Koestler fue un judío errante en el sentido literal de la palabra. Vivió en Inglaterra, Francia, Austria, Suiza, Hungría, Palestina, Israel y Estados Unidos. Fue un sionista convencido y comprometido, un escritor profundo en unos temas y superficial en otros a quien alguna vez se acusó de ser “gran sintetizador de ideas ajenas y pobre productor de ideas propias... un plagiario”, que sin embargo dejó una profunda huella e influyó sobre numerosas generaciones.


Un ejemplo de la originalidad de su pensamiento está en un pasaje de sus memorias en donde explica que para él, en lo político primero tiene lugar un compromiso emotivo y sólo posteriormente se inserta la racionalidad del mismo: “todas las evidencias tienden a demostrar que la libido política es esencialmente tan irracional como el impulso sexual, y condicionada, como éste, por experiencias tempranas parcialmente inconscientes”.


Sí, una propuesta original y atractiva y acorde con la personalidad de un hombre cuyo apetito sexual y capacidad de affaires breves e intensos era al parecer inagotable… y que además tenía la virtud de mantenerse en buenos términos, incluso cordiales, con sus exmujeres. En Euforia y utopía, Koestler define este rasgo: “Uno aprende a pensar a través de los libros y aprende a vivir a través de las mujeres”.


Algunos rasgos del doctor Jekyll y míster Hyde hay en esta singular persona. Pero no crea el lector que estamos ante un hombre sombrío, retraído, circunspecto y confinado a las sombras y rincones de las bibliotecas. No. Koestler tenía fama de anfitrión generoso y divertido, con una cava ad hoc, muy dispuesto a beber y conversar horas y días... siempre y cuando una de sus mujeres estuviese a mano para guisar, servir, limpiar y funcionar como pareja en la parranda. Habría que apuntar a su favor que no las obligaba a manejar. Esa era su tarea, aunque acumuló la más extensa lista de accidentes automovilísticos de que se tenga memoria en la República de las Letras y en más de una oportunidad fue confinado a la comisaría por conducir en estado de ebriedad.


Hay a lo largo de su obra, como corresponde a un hombre inteligente, una línea conductora de humor. Tomo un ejemplo de Euforia y utopía en el que Arthur atribuye los hechos a un amigo cuyo nombre se le ha escapado y sonaba algo así como “Ehrendorf”… aunque yo me inclino a creer que en realidad el protagonista de la historia es el propio Koestler. Sucedió durante el carnaval de 1932 en Berlín. Ehrendorf-Koestler conoce a una belleza de 19 años, alegre y desenvuelta, en cuya blusa destaca en rojo una cruz gamada. La convence de acudir a su departamento en donde ella accede a todos las fantasías sexuales que es capaz de imaginar un hombre joven y lleno de hormonas. En el momento de la culminación, sudorosos y desnudos en una cama vieja y ruidosa, “la muchacha se apoyó sobre un codo, extendió el brazo derecho a la manera del saludo de Roma y, en medio de un suspiro y con voz desfalleciente, pronunció un fervoroso: ¡Heil Hitler!”. Ehrendorf-Koestler es bruscamente interrumpido por el gesto y, al borde de la furia, siente que el deseo lo comienza a abandonar aceleradamente. “Cuando se recobró, la rubia le explicó que ella y un grupo de jóvenes amigas habían hecho el voto solemne de recordar al Führer cada vez que se encontraran en el momento más sagrado en la vida de la mujer”.


Es de lamentar que Koestler dejara de ser un autor leído, al grado de que durante las reflexiones posteriores al derrumbe de la URSS su nombre no figuró, pese a su obra crítica fundamental del socialismo estalinista: Oscuridad al mediodía.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

00/00/09


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Cuando el futuro nos alcance

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




En el mayor sigilo se cumplieron hace unos días 60 años de la muerte de Erick Blair, el notable periodista, escritor y luchador social indio-inglés cuya obra es el testimonio de una generación, no perdida -como supondría Gertrude Stein-, sino dolorosamente consciente de su tiempo. A la pluma de Blair debemos obras que contribuyeron a descubrir el verdadero rostro del “socialismo” estalinista y que se alzaron contra la barbarie que azotó como vendaval de invierno al mundo en la primera mitad del siglo pasado. “Mientras escribo, hombres altamente civilizados vuelan sobre mí empeñados en reducirme a cenizas”, escribió en uno de los ensayos más lúcidos sobre el frenesí exterminador nazi. Y en otro texto memorable, hizo que uno de sus personajes, un cerdo dotado de cualidades humanas, lanzara la consigna que aún hoy anima a muchas corrientes políticas: Todos somos iguales… pero unos son más iguales que otros.


Eric Arthur Blair, mejor conocido como George Orwell, vivió con la convicción de que el mundo se puede cambiar y que si herramienta poderosa es la letra escrita, en ocasiones el autor debe empuñar un fusil. Como nuestro Martín Luis Guzmán, estuvo en las trincheras y más de una vez miró a la cara a la muerte. Fue escritor, periodista, corresponsal de guerra y soldado.


Orwell se veía a sí mismo como combatiente más que escritor, lo cual lo diferencia de otros escritores de su tiempo que también tuvieron presencia en el conflicto europeo, como Hemingway, poderoso creador, cierto, pero también sibarita y diletante. Percibo a Orwell más cercano a Jack London, cuya obra si bien llega a nuestros días como de “aventuras” o de “libros juveniles”, en realidad buscó impulsar en el mundo de su tiempo el ideal socialista, al igual que John Reed. Por cierto y como nota al calce, London estuvo en Veracruz en 1914 para informar de la toma del puerto por la marina norteamericana, y en tierras jarochas renegó de sus convicciones y se transformó en un furibundo enemigo de México y su revolución.


Por las vías materna y paterna Orwell era descendiente de aristocracias coloniales en decadencia al servicio de imperios opresores, y toda su vida vivió con la “culpa” de ese origen. Vio la primera luz el 25 de junio de 1903 en Motihari, un poblado de la India. Según su biógrafo Jeffrey Meyers en Orwell, tempestuosa conciencia de una generación, desde su nacimiento el escritor “vivió torturado por una culpabilidad colonial”.


Según Meyers, Motihari “fue el lugar menos indicado para el nacimiento de ese escritor que fue la quintaesencia de lo inglés [...] El lugar y las circunstancias de su nacimiento fueron factores cruciales en la vida de Orwell. Fue educado para creer en lo justo de la dominación inglesa sobre la India y de joven sirvió a la administración colonial. Pero su herencia contenía la semilla de su propia destrucción. Con el tiempo abandonaría su odioso empleo para condenar la maldad del imperialismo”.


Su padre, Richard Blair, era empleado del Departamento de Opio del gobierno colonial de la India, donde al cabo de 32 años logró ascender de subagente auxiliar a subagente primer grado. Su madre, Ida Mabel Limouzin, creció en medio de riquezas y estuvo comprometida con un atractivo e inteligente joven que puso pies en polvorosa apenas supo de la bancarrota de su futuro suegro. Entonces Ida tuvo que conformarse con Richard, el insignificante burócrata. Se establecieron en Motihari y a la primera oportunidad Ida se acogió a la costumbre colonial de llevar a los hijos de regreso a la Madre Patria para inscribirlos en la escuela... y nunca regresó a la India.


Modesto Suárez dice de Orwell que “educado en el prestigioso Eton College, tuvo a lo largo de su vida una serie de experiencias que lo acercaron a los desheredados, a los sin poder. Trabajó cinco años en la Policía Imperial India en Birmania, donde conoció de primera mano la brutalidad del dominio colonial. Más tarde, vivió en la pobreza en París, ciudad donde enfermó por debilitamiento, y posteriormente convivió con las clases trabajadoras en Lancashire, Inglaterra. Orwell quiso vivir como lo hacían los sectores más pobres de la sociedad para descubrir su mundo. De aquella experiencia nos legó dos libros: Sin blanca en París y en Londres (1933) y El camino de Wigam Pier (1937)”.


Bernardo González Solano dice que “Como todo gran personaje de la cultura que se precia de serlo, George Orwell también tuvo sus claroscuros que, a pesar de todo, no logran empañar su imagen en la posteridad. Así, por ejemplo hay algunos apuntes sobre el oscurantismo de una época de confusión que marcó su literatura: ‘Lo que he visto en España no me ha hecho un cínico pero me hace pensar que el futuro es tétrico... No estoy de acuerdo, sin embargo, con la actitud pacifista como creo que lo estás tú (carta dirigida a Rayner Heppensthal el 31 de julio de 1937). Aún creo que es necesario luchar a favor del socialismo y contra el fascismo, quiero decir luchar físicamente y con armas, aunque hay que saber quién es quién’.”


De nuevo Suárez: “Como otros grandes intelectuales, George Orwell decide incorporarse a las Brigadas Internacionales para luchar contra el fascismo en la Guerra Civil Española. Orwell combatió al lado de los anarquistas y pasó un poco más de tres años en las trincheras del frente de Huesca, donde fue herido por un francotirador. La experiencia española (o será mejor decir catalana) fue para Orwell rica en enseñanzas políticas. Ahí pudo ver de primera mano el fascismo y conoció la fuerza y los métodos empleados por los grupos alineados al comunismo estalinista: las campañas de desinformación, las persecuciones (de las cuales Orwell pudo finalmente escapar saliendo de España), las detenciones injustificadas, las torturas y las desapariciones. De estas experiencias nace la obra Homenaje a Cataluña [...]”


Rebelión en la granja y 1984 son quizá dos de las obras más conocidas de Orwell-Blair, de una larga relación que incluye, además de las mencionadas, Días en Birmania (1934), La hija del reverendo (1935), Que vuele la aspidistra (1936), Disparando al elefante y otros ensayos (1950), Por qué escribo, El león y el unicornio y Ensayos Completos: Periodismo y Cartas, publicación póstuma (1968).


El primero de enero de 1984, con un grupo de mi generación y en una suerte de ritual político-literario, releí el libro homónimo de Orwell con la idea de contrastar su trama con los tiempos que vivíamos en México. Ese año en la radio y la televisión de muchos países se recrearon textos en su recuerdo y homenaje. En México, la Dirección General de Televisión Educativa produjo una versión sobre 1984 que en nada demerita frente a las series de la BBC y que ahora me hubiera gustado ver de nuevo en la pantalla.


Aquel día me pregunté qué habría sido de Bola de Nieve, el autor de la inmortal frase “Todos los animales son iguales… Pero unos son más iguales que otros”... para justificar la dominación de la raza cerduna sobre el resto de los bípedos y cuadrúpedos que soñaron con un mundo a salvo de la opresión humana en Rebelión en la granja. Es posible que el lector se pregunte por qué pensé en Bola de nieve y no en Winston, el personaje central de 1984. La razón es que in illo témpore creía que la maldad tiene más posibilidades de triunfo que la bondad. En otras palabras, que en la lucha entre el bien y el mal, el primero con frecuencia se lleva la peor parte. Pero el tiempo me ha demostrado que Orwell tuvo la razón, y que la palabra y la acción política son las mejores armas para combatir la maldad y la opresión de los totalitarismos.


Para terminar mi homenaje personal a Orwell, una anécdota verdadera:
Una tarde de mil novecientos treinta y tantos, en el hotel madrileño favorito de los corresponsales de guerra, un hombre alto y desgarbado, mal rasurado y de penetrantes ojos claros, subió a paso cansino por las escaleras hasta una de las habitaciones en cuya puerta tocó con cierta indecisión.


-¡Quién carajos es! -tronó del interior un vozarrón.

-Erick Blair -respondió el visitante.

-¡Y a mí qué chin... me importa quién sea Erick Blair!... ¡Qué demonios viene a joder!... –contestó el rugido al tiempo que la puerta se abría de golpe y aparecía un tipo musculoso y barbado, cuya mirada destellante y aliento espeso se explicaban por la media botella de güisqui que llevaba en la mano izquierda. El visitante titubeó un momento, pero al ver que el enojo amenazaba con hacer saltar los ojos de aquel sujeto, rápidamente dijo:


-Soy George Orwell –y con ello la mirada del sujeto se transformó, su cuerpo pareció relajarse y casi con ternura exclamó:

-¿Orwell? ¡Carajo! Pasa a tomar un güisqui. ¡Tenemos mucho de qué hablar!


Así se conocieron dos de los mayores escritores en lengua inglesa de su tiempo, Ernest Hemingway y George Orwell, en plena Guerra Civil española. Ambos darían testimonio de ese conflicto fratricida que marcó a una generación que, a riesgo de contradecir a Gertrude Stein, no creo que haya estado nunca perdida. En Homenaje a Cataluña Orwell-Blair destilará su desencanto con el totalitarismo disfrazado de promesa de un mundo mejor, en uno de los relatos más conmovedores escritos sobre esa guerra, que desvela la confabulación entre el Partido Comunista Español y el PCUS para destruir al anarquismo español aún a costa del triunfo de la Falange. El volátil y sanguíneo Hemingway, por su parte, recuperaría la saga de aquel momento de sangre y pasiones a partir de un compromiso más estético que político en novelas como Por quién doblan las campanas y Al otro lado del río y entre los árboles.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

17/2/10


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Medios y sociedad: una reflexión preelectoral

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




En Opinión Pública, estudio aparecido en 1922, Walter Lippmann sostiene que cada individuo construye una realidad en la que se siente seguro, pues como especie somos criaturas no sólo de razón, sino de emociones, hábitos y prejuicios. A esto le llamó el pseudoambiente, que se construye a partir de informaciones y datos que se asimilan de otras personas, del cine, de los periódicos, de los libros y de obras diversas, para conformar un sistema de creencias y valores. Así, sin un conocimiento personal de los acontecimientos, los integrantes de una audiencia contrastan las informaciones que les sirven los medios y asimilan aquellas que no entran en conflicto con los valores y creencias de su pseudoambiente.


Lippmann llegó a la conclusión de que la cultura impone estereotipos que los individuos asimilan puesto que dan seguridad en un mundo que de otra manera sería amenazante. Y de ahí dedujo que en lo que respecta al proceso de toma de decisiones, estos estereotipos determinan nuestro juicio del mundo, de tal suerte que las percepciones del ciudadano medio sobre los hechos que afectan a la sociedad pueden en realidad ser verdades a medias, y lo que este individuo cree datos duros no ser más que juicios que pasan por el tamiz de sus estereotipos y prejuicios, lo que explicaría que mientras que casi todos están dispuestos a aceptar que hay más de un punto de vista ante ciertos asuntos, casi nadie piensa que haya dos versiones de lo que él o ella asumen como la realidad.


Una de las funciones de los medios consiste en socializar a las audiencias para que acepten la legitimidad del sistema político y conducirlos a aceptar los valores sociales predominantes, dirigir sus opiniones para que no socaven sino que apoyen las metas oficiales de política interior y exterior, y disuadirlos de una participación activa en política mediante la persuasión de que ésta, la política, es el terreno de especialistas y líderes “comprometidos con el bien común”.


En este contexto, los medios operan cual correas transmisoras de los valores del establishment para profundizar la creencia compartida de que el sistema político es bueno para la sociedad y que las instituciones gobernantes y los funcionarios ocupan y ejercen correctamente el poder. La socialización política es el proceso por el cual los miembros de la sociedad adquieren normas, actitudes, valores y creencias políticas.


En esta labor de pedagogía política el uso de los símbolos es imprescindible. Los símbolos permiten lograr la unidad y la flexibilidad del electorado alrededor de una propuesta sin el requisito necesario del consenso. La lucha entre las “fuerzas del bien” y las “fuerzas del mal”, nosotros y ellos, la democracia y la dictadura, se encauza mediante símbolos que sean fácilmente reconocibles y digeridos por las masas. Esto lo vemos demostrado durante el episodio de la expropiación petrolera en 1938, cuando incluso los más desposeídos sintieron que se había arrancado de manos del opresor yanqui la riqueza propiedad de todos los mexicanos.


Al mantener en la conciencia colectiva ciertos temas, los medios les dan vigencia y orientan la discusión y la reflexión del electorado. Pero esta socialización funciona en dos sentidos y está vinculada al conjunto de valores, creencias y prejuicios de las audiencias.


Michels planteó que la prensa no puede ejercer una influencia inmediata sobre la audiencia, como la que sí tienen los agitadores populares. En compensación, no obstante, el círculo de influencia de la palabra escrita es mucho más amplio. La prensa puede ser eficaz para influir en la opinión pública mediante el culto de una “sensación”.


El término propaganda en su connotación de comunicación política aparece por primera vez en un diccionario en Francia en 1740. Su origen está en la constitución de la “Sacra Congregatio de Propaganda Fide” instituida en una bula del papa Gregorio XV en 1622 como instrumento de la Contrarreforma para ocuparse de la propagación del catolicismo en tierras no convertidas. Lo mismo que el concepto de “opinión pública”, no hay una definición única para “propaganda”, término que en la sociedad contemporánea conlleva un tinte de perversidad. Propaganda, han dicho algunos teóricos, es una buena palabra con muy mala suerte. En el imaginario colectivo la propaganda suele asociarse a mecanismos de control, al “lavado de cerebro” tan en boga durante la guerra fría, a sutiles mecanismos concebidos para conducir a las masas por el sendero de la ideología oficial del Estado e inocularles valores “nacionales”, ideológicos, raciales o de trascendencia, como el “destino manifiesto” norteamericano, la supremacía de la raza aria del nacionalsocialismo alemán o “el petróleo es nuestro” de México. Hay quienes sugieren que la propaganda es “un cáncer en el cuerpo de la política que manipula nuestra mente y acciones y que debe ser evitada a cualquier precio”.


La propaganda, pues, es una herramienta de la comunicación que sirve para determinar la actitud y conducta de un cuerpo social y para apoderarse del espíritu de los hombres y conquistar sus convicciones. Sus raíces están en el inicio mismo de la humanidad: difícilmente se encontraría una sociedad en donde el grupo dirigente (llámese directorio, senado, triunvirato, consejo de ancianos, dictadura, satrapía, teocracia o jefatura de la tribu) no se haya empeñado en conducir a los individuos bajo su mando por el sendero de sus propias creencias, principios e intereses. Los grandes generales se han valido siempre de la propaganda: Alejandro, Aníbal, César, Cortés, sabían muy bien de su poder. Napoleón fue un genio de la propaganda. Hitler estaba obsesionado por la importancia de la propaganda y admiraba profundamente el desempeño de los aliados en este campo, particularmente el británico, al que consideraba un modelo a seguir.


Herodoto, el “padre de la historia”, ha sido descrito como agente a sueldo del Estado ateniense. Octavio y Marco Antonio fueron maestros en la manipulación de las masas romanas. Durante las cruzadas, papas y líderes religiosos emplearon una variedad de tácticas de promoción destinadas a lograr el apoyo del pueblo. Se dice que el papa venció en la lucha entre los Güelfos y los Gibelinos por haber hecho un uso más efectivo de las técnicas que ahora llamaríamos propaganda. El rey Felipe de España y la reina Isabel de Inglaterra emplearon la propaganda para minar las creencias básicas de los partidarios de sus opositores.


A diferencia de otras formas de persuasión, la propaganda recurre preferentemente a estereotipos, potencia los elementos emotivos, busca crear en la masa un sentido de comunión y hermandad y pone el acento en los enemigos comunes, en la decadencia de las costumbres ajenas y en la inferioridad de los valores de los otros. La propaganda es una herramienta de desinformación y censura que emplea la metodología de la retórica para convencer a sus destinatarios. En el sentido político del término, se desarrolló fundamentalmente en el siglo XX con la sociología moderna y la consolidación de la sociedad de masas. Su meta no es la verdad, sino el convencimiento; pretende orientar la opinión general, no informarla. Debido a esto, la información transmitida es a menudo presentada con una alta carga emocional que apela a la afectividad, en especial a sentimientos patrióticos, y se monta en argumentos emocionales más que racionales.


Además de herramientas sociológicas y conceptuales, cierto tipo de propaganda necesita líderes de carne y hueso, con nombre y apellido. El líder tiene un estilo peculiar y debe poseer una gran capacidad de sintonía con la masa. En los populismos de todo signo encontramos esta condición.


Un líder carismático o populista es por definición un gran comunicador. Otro rasgo de los líderes populistas es una capacidad innata para sintonizar(se) a la masa. “El hombre promedio, y con mayor certeza las masas, sucumben casi infaliblemente al poder de la palabra, sin preocuparse por la verdad inherente de la misma”, escribe Hadamovsky en el único texto teórico de gran extensión conocido sobre la doctrina de la propaganda nazi. Bytwerk, por su parte, sostiene que el nacionalsocialismo fue “el más prolífico movimiento retórico del siglo XX”.


Según Goebbels, una buena propaganda no tiene necesidad de mentir, y más aún, no debe mentir. La propaganda no tiene ninguna razón para temer a la verdad. Es un error creer que el pueblo no puede soportar la verdad: se trata de explicar al pueblo la verdad de una manera tal que se comprenda. La propaganda que se sirve de una mentira, prueba por eso que lucha por una mala causa. No podrá triunfar a la larga. A mayor abundancia, si se examinan las causalidades íntimas de la propaganda se llegará a la conclusión de que el propagandista debe ser un hombre profundamente conocedor del alma humana pues no es posible convencer a una sola persona de nada a menos que se conozca el alma de esa persona, a menos que se comprenda cuáles cuerdas se deben tocar en el arpa de su alma. Es una equivocación suponer que la propaganda funciona siempre a partir de la mentira y la falsedad, pues de hecho opera en varios niveles de verdad, desde la mentira monda y lironda hasta las mentiras a medias y las verdades fuera de contexto.


El uso de la mentira en el mundo de la comunicación está muy bien estudiado, y no sólo respecto a la propaganda política sino también en el mundo de la publicidad comercial, donde la desinformación, a pesar de las limitaciones legales en todos los países, está a la orden del día. En él la mentira no toma la forma de burdas fantasías increíbles, sino que habitualmente sigue caminos bien sutiles en manos de los especialistas. Y si alguna vez percibimos sus técnicas, debemos concluir que van dirigidas a un público, a una audiencia, para la que esas fantasías no serán tan increíbles.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

9/2/10


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Cavilaciones sobre literatura y política


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




El escritor es un artista, un creador que persigue un fin superior. Cuando el escritor se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social” corre el riesgo de que sus creaciones dejen de ser literatura. Por eso se nos caen de las manos tantas páginas del “realismo socialista” o del “realismo de derechas” y apenas podemos contener la risa al abrir el volumen de un autor al servicio del amado líder Kim Il-Sung o cuando escuchamos en versos musicalizados las hazañas de un político contemporáneo. Pero si el creador es fiel a sí mismo y a su oficio, su obra puede tener consecuencias en el mundo de la política.


La creación artística sobrevive a la política. En lo inmediato, el puño del funcionario cae con estrépito sobre el escritorio y en ese instante mismo Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón, La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán, Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa, Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales, No me voy a casar es clausurada a punta de fusil y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en la cárcel: un largo etcétera para el que no tendría espacio. Pero al paso del tiempo Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que el nombre de sus verdugos corre el peor de los destinos, el del desprecio y el olvido.


Sucede también que un escritor incómodo gana reconocimiento internacional y entonces los burócratas de su país despiertan, lo reclaman como ejemplo para el mundo y como autor favorito del líder. Una muestra la tuvimos cuando Orhan Pamuk recibió el Premio Nobel de literatura 2006. En Estambul, poco después de conocida la noticia, los trajes ceremoniales fueron cepillados, los bigotillos recortados y las botas lustradas para dar la mejor imagen a la prensa internacional (la nacional andaba de juerga con la leal oposición). Pamuk fue elevado a epítome de la grandeza, valores y fuerza espiritual anticipados por Kemal Ataturk. En el olvido quedaron el denuesto, el acoso, la agresión contra el escritor que poco antes había sido llevado a los tribunales acusado de “insultos a la turquedad” (sic) por juzgar que el país debía enfrentarse a su historia y aceptar su responsabilidad en la masacre de un millón de armenios y treinta mil kurdos durante la primera guerra.


He aquí pues un resultado práctico de la literatura: exponer ante la opinión pública mundial a un gobierno represor en cuyo código penal no sólo hay artículos que evocan al mexicanísimo delito de “disolución social” -que hoy algunos nostálgicos quisieran revivir- sino que castiga crímenes como éste: “pensamientos no consistentes con los valores históricos turcos”.


Como Turquía se había postulado para ingresar a la Unión Europea y el voto correspondiente estaba sobre la mesa en Bruselas, el Nobel a uno de sus ciudadanos provocó que desde el Presidente y el Primer Ministro para abajo anduvieran nerviosos y prestos a garantizar que el régimen en realidad tenía una absoluta identificación con los valores de la libertad de pensamiento y expresión, lo que quizá divirtió a Pamuk, quien en 1998 declinó el capelo de “Artista de Estado” que las autoridades de su país quisieron endilgarle.


Pamuk escribe doce horas diarias siete días a la semana y el poco tiempo libre que le queda lo dedica a la defensa de los derechos humanos de sus compatriotas. En mayo de 1997 dijo a una entrevistadora, después de razonar que involucrarse en la brutal política cotidiana mata lentamente el espíritu creador: “Turquía es una nación salvaje. No hay lugar para otras comunidades religiosas, étnicas o lingüísticas. Si Jesucristo fuese un policía turco sería sobornado en diez meses. A diario se dan a conocer escándalos vergonzosos, pero nada cambia. Quiero vivir en una sociedad en donde a las personas no se les arreste por sus pensamientos”. ¿No tiene esto un dejo de déjà vu?


¿Quiere esto decir que los escritores que salen en defensa de los derechos humanos, los que se manifiestan en contra de las dictaduras y el despotismo, contra la corrupción, los que defienden las causas sociales son buenos escritores y que a contrapelo, los escritores de Estado, los intelectuales orgánicos -como diría el llorado Gramsci- son unos palurdos que no hacen literatura, sino libelos? De ninguna manera. Mi querida amiga, la Hija de María Morales, me recuerda que Sartre decía que el marxismo nos enseña por qué Paul Valéry es un escritor pequeñoburgués pero no nos enseña por qué no todos los pequeñoburgueses son Valéry. Que resulten poco respetables o poco dignos los escritores que se ponen al servicio de un régimen no les resta necesariamente valor literario.


A Borges lo señalaron en innumerables ocasiones por avalar al régimen. Querían que fuera un revolucionario pasados los 80 años. ¿Eso le restó valor o calidad a su producción? ¿Le quitó su sitio en la literatura no sólo latinoamericana sino universal? No creo. Guillermo Cabrera Infante declaró en muchos tonos su desacuerdo con Castro cuando los marxistas apostaban por la probidad y el liderazgo histórico del Comandante, lo cual no mermó un céntimo la creatividad del autor de Tres tristes tigres.


Están también Ernesto Cardenal y Nicolás Guillén, quienes encajarían en la categoría de escritores de estado. Recordemos el poema de Guillén que haciendo loa del naciente régimen castrista decía: Cuando me veo y toco / yo, Juan sin Nada nomás ayer / y hoy Juan con Todo / y hoy con todo / vuelvo los ojos, miro / me veo y toco / y me pregunto cómo ha podido ser (....) Tengo, vamos a ver / tengo lo que tenía que tener’. El poema completo es una belleza. Guillén primero era poeta y luego publicista de Fidel Castro, y no luego, sino quizá por último.


En fin, cuando un escritor se pone al servicio de “causas políticas” o decide convertirse en un “luchador social”, sigue escribiendo, pero sus libros sólo serán literatura si no pierde la calidad de buen escritor. Ayudará más o menos a su causa si escribe bien o mal. Mi conclusión es que la enseñanza del marxismo de que no existe neutralidad es vigente. Todos adoptan una posición política, pero eso no los define como escritores. Simplemente hay buenos y malos escritores, cuya elección política toma rumbos inciertos.


Recuerdo ahora la reflexión de mi amigo, el irlandés perdido en las nieves suizas: dijo Archibald MacLeish que para los poetas, “American as well as English... the time is near”. Pero unas cuantas decenas de poetas dieron la vida en América Latina por causas políticas; y ni hablar de las centenas de políticos que en algún momento de su vida incursionaron por la poesía. Pareciera que en nuestra América no hay políticos por un lado y poetas por otro. Es una ensalada maravillosa de luces y sombras que presentan un poeta más humano que el purista de academia o biblioteca. Lo que para MacLeish fue una posibilidad de generaciones futuras, para gente como César Vallejo fue un rito de pasaje tan natural como hacer el amor en un cementerio. La mezcla de periodistas, poetas y políticos todavía aterra y fascina en algunos antros académicos euro-yankis.


En 1939 en The Atlantic Monthly, Archibald MacLeish publicó Poetry and the Public World en donde habla de cómo la poesía y la revolución política encuentran terreno común en un mundo cambiante. La primera lectura es una colisión con el MacLeish de Ars Poetica de 1929 en donde le da a la poesía un lugar muy lejos de todo lo que no es (y la política está lejos del ser): “Un poema no debiera significar / Sino ser”. ¿Sería que en 1939 con una gran depresión, un “New Deal” y una segunda guerra de por medio, el poeta cambió y quizá trastocó su relación con el mundo?


Dice MacLeish: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad con la cual el espíritu único debe, pero no debe, hacer su paz. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”


Quizá la literatura anglo y europea considera que quien escribe sólo debe hacer eso, escribir. Nada de periodismo, política o activismo. MacLeish deja bien claro desde qué perspectiva escribe. Acá los escritores, allá el resto del mundo. En América Latina la literatura es ancilar a la cotidianeidad de nuestras vidas. No se concibe el escritor puro, a la Borges. Pero hay otra clave, que es la diferencia fundamental entre la poesía (y la literatura) del mundo anglo-euro con la del mundo latinoamericano.


De regreso al ensayo de MacLeish, desde su perspectiva el meollo del asunto no es si la poesía “debiera” tener que ver o no con la revolución política. “El asunto de fondo es si la poesía es de tal naturaleza, y la revolución política es de tal naturaleza, que la poesía pueda tener que ver con la revolución política, ya que se puede proponer que la poesía debiera hacer tal cosa o no debiera hacer aquella […]: la poesía no tiene más leyes que las leyes de su propia naturaleza”.


“La verdadera maravilla no es aquella que los diletantes literarios dicen sentir: la de que la poesía deba ocuparse tanto de un mundo público que tan poco le concierne. La verdadera maravilla es que la poesía se ocupe tan poco de un mundo público que le concierne tanto”.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

3/02/10


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