Navidad

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Diciembre y la Navidad me ponen melancólico. Extraño aquellas reuniones de noche buena con mis abuelos, la casa de mis padres en Culiacán y el alborozo de mis hermanos. Cada fin de año me llena de nostalgia el recuerdo de mis años juveniles, soñadores y despreocupados, cuando, como dice Vidal Elías, cualquier palo de escoba era caballito. Añoro la magia que no me dejaba dormir las noches del 24 de diciembre y del 5 de enero, cuando con hormigas en la panza aguardaba el arribo del Niño Dios, del gordo de rojo y de los tres magos cargados de regalos.


Cuando crecí no fue desmayo pero tampoco alegría saber que aquellos sueños eran realidad sólo en los jardines de mi imaginación. Supe, como José Emilio Pacheco, que salimos victoriosos de las batallas en nuestros desiertos sólo cuando las emprendemos desde la imaginación virgen. La magia decembrina tiene que ver con la inocencia. Los inocentes pueden mirar al futuro sin parpadear. Los mayores andamos por la vida con la conciencia de que somos finitos y de que el tiempo se nos escurre entre los dedos, además de una carga de culpas más larga que la cuaresma. Creo que por eso hacemos de la Navidad una temporada de compartir. Damos algo para que los demás nos recuerden.


¿Y qué puede ofrecer un escribidor a quienes le hacen el favor de leerlo, sino unas cuantas letras más? Así pues, les presento, envueltos en celofán rojo y adornados con una rama de fragante pino, dos textos. Se puede estar o no de acuerdo con ellos, pero tienen un mensaje y mueven a meditar. El primero es de Jim Bishop, un columnista norteamericano fallecido en 1987. El segundo, de autor desconocido. Felices Pascuas.


“Hubo un hombre nacido de padres judíos en una oscura aldea, que creció en otro pueblo igualmente desconocido, trabajó en una carpintería hasta los 30 y después durante tres años fue predicador ambulante. Nunca escribió un libro, nunca ocupó un cargo, nunca poseyó una casa. No tuvo familia, no fue a la universidad, no puso pie en ninguna gran metrópoli y no viajó más allá de 300 kilómetros de su lugar de nacimiento.


“Jamás llevó a cabo ninguna de las hazañas que supuestamente deben acompañar a la grandeza. Cuando aún era joven la opinión pública se volvió en su contra, sus seguidores lo abandonaron, fue entregado a sus enemigos y sometido a una farsa de juicio. Sus verdugos se rifaron su única propiedad, una manta. Al morir, su cuerpo fue colocado en una tumba prestada.


“Sin embargo, ni todos los ejércitos que han hollado la faz de la tierra, ni todas las armadas que han surcado los mares, ni todos los parlamentos que han sesionado, ni todos los soberanos que han reinado, juntos, han transformado la vida del hombre en la tierra como lo hizo ese único, y solitario, varón.”


* * *

Si usted tiene comida en el refrigerador, un techo, un lugar para dormir y ropa, es más rico que el 75% de la población del mundo.

Si tiene dinero en el banco y en el bolsillo y algo de morralla en algún lugar de la casa, es parte del 8% de los más ricos del planeta.

Si hoy amaneció en buen estado de salud, es más afortunado que el millón de seres humanos que no sobrevivirán a esta semana.

Si nunca ha vivido el peligro de una guerra, la soledad de una prisión, la agonía de la tortura o los dolores de la hambruna, su suerte es mejor que la de 500 millones de seres humanos en el mundo.

Si esta Nochebuena acude a una iglesia sin miedo a ser perseguido, agredido, arrestado, torturado o asesinado, sus bendiciones son mayores que las de tres mil millones de personas en el planeta.

Si puede leer estas líneas es más afortunado que más de dos mil millones de seres humanos que son analfabetas.


(Juego de ojos y su ocioso redactor tomarán un inmerecido descanso de fin de año, no sin antes desear a sus lectores amor, paz y felicidad. Estaré de regreso con ustedes en la semana del 11 de enero.)




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

23/12/09


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Para decir México

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



No quiero despedir el año sin recuperar una reflexión sobre el accidentado y doloroso 2009. Estas líneas las escribí hace algunos meses. Hoy me siguen pareciendo pertinentes.


I. Para decir México

Decir “México”, ¿será como el personaje de la novela de Luis Arturo Ramos quien, rumbo a la América y a la mitad de la mar océano, se pregunta en qué momento dejará de decir “Méjico”, con jota, para comenzar a decir “México”, con equis?

México, lo mexicano, son vocablos que salpican nuestra conversación pero a los que muy raramente damos más que una referencia geográfica: nacimos al sur del Bravo, crecimos en suelo azteca y esperamos que un día nos cubra “esta tierra que es tierra de hombres cabales”.

¿Cuántos de nosotros vamos por la vida con la conciencia de que estamos construyendo un país y que este país se llama México? Estudiamos para ser mejores, trabajamos para asegurar nuestro futuro. Votamos –cuando lo hacemos- por un nombre, por un rostro, por una idea, o quizá por inercia cívica. Formamos una familia para no estar solos y para trascender. Mas, ¿pensamos a México como parte de nuestra vida? ¿Es México sólo una abstracción, un trozo del planeta, el lugar en donde nos tocó vivir?

México, para decirlo en términos de un patriotismo hoy démodée, debiera ser un ideal que nos enlace y nos ponga en comunión con un sentido de la vida. Ser mexicano no es mejor que ser chino, indonesio, boliviano o ruandés; pero ser mexicano debiera ser reconocernos como una unidad.

El sentido profundo de lo mexicano debe trascender a la idea de que lo que ocurre en Chihuahua, en Sinaloa, en Michoacán o en Coahuila, no nos concierne; o que la solución a los problemas que agobian al país es responsabilidad única y exclusiva de la autoridad que cobra nuestros impuestos. Debiéramos convertir la palabra “México” en sinónimo de una comunidad en donde el sufrimiento de los doce millones de indígenas que viven en pobreza extrema nos duela tanto como la desgracia de un ser querido. Cada niño sin escuela, cada campesino sin tierra, cada obrero sin trabajo, cada mujer ultrajada, cada joven sin futuro, cada padre de familia sin esperanzas, están presentes cuando decimos “México”… lo mismo que cada logro, que cada triunfo, que cada paso que damos al futuro. Debemos superar la esquizofrenia de varios méxicos –con minúscula- que nos parcelan en estadios en donde unos tienen todo o más que todo, otros lo suficiente, y aquellos, la mayoría, desahogan sus vidas en la marginación y en la penuria.


Cuántas veces decimos “México” sin pensar, sin sentir; sin alegría o dolor. ¡Y somos tan jóvenes como mexicanos! Nuestra historia ha ido de la aflicción a la angustia por un camino lleno de espinas hacia un ideal de unidad. Nuestra historia hasta las primeras décadas del siglo XX, fue, sin duda, una de las más dramáticas de la historia universal. Hasta la Revolución de 1910, México era un país en busca de sí mismo. El México de hoy es el resultado de una evolución espiritual e ideológica, pero está muy lejos de ser una tierra prometida.


II. Activemos la tolerancia


Nos recuerda Gastón Melo que es más que un accidente etimológico el que las palabras “concordia”, “acuerdo”, y “cordial”, tengan una raíz común: el corazón. Y abunda: “Será sólo en concordia como logrará fraguarse una sociedad que permita el crecimiento en igualdad de oportunidades”. Bien.

A la idea de concordia yo enlazaría un concepto manido y poco reflexionado que es el de tolerancia. El término se usa mucho, especialmente en política, pero se queda en un nivel muy elemental, como en el de soportar al otro aunque tenga diferencias con mi punto de vista o mi visión del mundo.

La tolerancia es un concepto más complejo, que incluye un proceso de recomposición de mi propio punto de vista para colocar en un cierto lugar las diferencias que tengo con el otro. Por eso creo que nos hemos quedado en un nivel de debate muy elemental: “acepto -porque la ley así lo determina y no por otra cosa- que otro piense diferente; pero mi cosmovisión no lo admite y en el momento que sea oportuno intentaré arrebatarle esa opción de ser, de tener un lugar, para que sólo haya otros que comulguen conmigo”.

La tolerancia, nos dice el escritor israelita Amos Oz, implica también compromiso. Tolerancia no es hacer concesiones, pero tampoco es indiferencia. Para ser tolerante es necesario conocer al otro. Es el respeto mutuo mediante el entendimiento mutuo. El miedo y la ignorancia son los motores de la intolerancia.

La “Declaración de principios sobre la tolerancia” de la UNESCO, promulgada en 1995, dice: “La tolerancia consiste en el respeto, la aceptación y el aprecio de la rica diversidad de las culturas de nuestro mundo, de nuestras formas de expresión y medios de ser humanos. La fomentan el conocimiento, la actitud de apertura, la comunicación y la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. La tolerancia consiste en la armonía en la diferencia. No sólo es un deber moral, sino además una exigencia política y jurídica. La tolerancia, la virtud que hace posible la paz, contribuye a sustituir la cultura de guerra por la cultura de paz.

La tolerancia, dice Teresa de la Garza, “es la virtud indiscutible de la democracia, y la intolerancia conduce directamente al totalitarismo. Una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de las costumbres y formas de vida”.

De la pluma del escritor nigeriano Chinua Achebe, comparto con ustedes un hermoso ejemplo de tolerancia. Es una leyenda de los ibo - una de las naciones africanas aherrojadas por el colonialismo inglés- y tiene lugar en Ogidi, el pueblo natal de Achebe, en los primeros tiempos, poco después de que los dioses pusieran al hombre en la tierra:


En los inicios, una tribu llegó de otras tierras y sus integrantes pidieron permiso para establecerse ahí. En aquellos tiempos había espacio suficiente y los de Ogidi dieron la bienvenida a los recién llegados, quienes poco después presentaron una segunda y sorprendente solicitud: que les enseñaran a adorar a los dioses de Ogidi. ¿Qué había sucedido con sus propios dioses? Los de Ogidi al principio se asombraron, pero finalmente decidieron que alguien que solicita en préstamo un dios ajeno debe tener una historia terrible que es mejor no conocer. Así que presentaron a los recién llegados con dos de las deidades de Ogidi, Udo y Ogwugwu, con la condición de que los recién llegados no debían llamarlas así, sino Hijo de Udo, e Hija de Ogwugwu... para evitar confusiones.


III. El valor de la decisión personal


Por estos días recorre el mundo, y entre nosotros, la imagen de que México es un país en problemas. A la brutal desigualdad, a la criminal impunidad, al asfixiante centralismo, ahora se suma la violencia del crimen organizado en sus diversas facetas. ¿Quince mil muertos? ¿Miles de secuestrados? Debía bastar uno solo para generar una gran alerta nacional.

Sustituir la cultura de la guerra por la cultura de la paz. Detengámonos unos instantes en este concepto. México, escuchamos a diario, está en una guerra contra el crimen organizado que se ha ramificado en toda la sociedad. Pero hay otra guerra en la que hemos fracasado: la guerra contra la pobreza que agobia a nuestro pueblo. “El mal que causa mayor sufrimiento –dice H. Cohen- es la pobreza. La pobreza es la figura histórica en la que se concreta el sufrimiento de la humanidad; pero la pobreza no es una fatalidad, un destino: es causada por el ser humano. Por ello es histórica y por ello es una injusticia. Si la desigualdad entre los seres humanos es resultado de la acción humana, ¿tiene sentido hablar de igualdad? No, si no asumimos la responsabilidad de la injusticia. El pobre no es pobre porque pague una culpa, sino porque vive en una situación de injusticia creada por los otros hombres… y por lo tanto, éstos tendrán que responder por ella”. Aquí está la verdadera guerra que debemos librar. El crimen organizado es sólo una consecuencia. La raíz profunda de nuestros males es la pobreza y la injusticia que no hemos sabido solucionar.

Al decir “México”, debiéramos abrir los ojos y el corazón al momento que vive la nación. Nos horrorizamos con las imágenes en el noticiario y las narraciones de los diarios, pero somos autistas para lo que no nos afecta directamente. No pensamos, como lo advirtiera Martin Niemöller, que la inacción frente al mal pavimenta su camino a nuestra puerta. Todos recordamos la última línea de aquel su doloroso verso:


“Y entonces vinieron por mi… pero ya no había nadie que alzara la voz”.
Me parece que la reconstrucción –o construcción, como lo prefieran- de la idea de “México”, pasa por recuperar el sentido y el valor de la acción individual. Los asesinatos en Juárez nos indignan, pero no nos mueven a la acción. Leemos las cifras de los muertos en el combate al narcotráfico como las de las bajas en Irak o las cifras del genocidio en Ruanda. La conducta indignante de gobernadores y altos funcionarios de la Federación y la presunción de que han delinquido, apenas nos merece un alzamiento de hombros. Que doce millones de mexicanos sobrevivan con diez pesos al día ha dejado de ser noticia.


“¿Qué puedo yo hacer?”, se preguntan el hombre en su trabajo, los jóvenes en las escuelas, las madres en sus hogares. La respuesta es casi siempre: “¡Nada!” Mas si pensáramos a México como un cuerpo, como una totalidad, como una idea superior, llegaríamos a la certeza de que, al ser parte de un todo, nuestra acción individual adquiere sentido, fuerza, peso específico.

Se me agolpan los ejemplos de acciones individuales que han cambiado al mundo. Mencionaré algunos:

Indignado por un gobierno que mantenía la esclavitud y libraba una guerra injusta contra México, Henry David Thoreau se negó a pagar impuestos y fue a la cárcel. En 1849 publicó “Sobre el deber de la desobediencia civil”, en donde dice: “Hay miles cuya opinión es contraria a la esclavitud y a la guerra con México, pero nada hacen para poner fin a estos males… y esperan que otros pongan remedio para así tranquilizar sus conciencias”. En 1906, inspirado en gran medida por Thoreau, Gandhi inició la lucha no violenta llamada satyagraha, que ya sabemos a dónde condujo. Siguiendo el ejemplo de Gandhi, en los sesenta Martin Luther King encabezó el movimiento por los derechos civiles de los descendientes de los esclavos del siglo XIX. Véase cómo una acción individual sí puede tener consecuencias que muevan a la sociedad y cambien al mundo.


El 1 de diciembre de 1955 en Montgomery, una costurera negra de 42 años, Rosa Parks, decidió no ceder su asiento en el autobús a un patán blanco como ordenaba la ley de segregación. Presto llegaron los gendarmes y echaron a un calabozo a la peligrosa mujer. Acto seguido fue enjuiciada por “desobediencia civil”. Esta sencilla determinación, esta decisión de gritar “¡ya basta!”, y actuar en consecuencia, detonó uno de los más grandes movimientos pro derechos civiles del siglo y convirtió a la costurera en un icono mundial.


En México tenemos bizarros ejemplos de conductas personales que hicieron una diferencia. Dos o tres, entresacados de nuestra historia:
Cuando en 1812 en el sitio de Cuautla el general Almonte rompió una barricada y avanzaba para tomar la plaza, un niño de 12 años, Narciso Mendoza, desafió a las balas y logró disparar un cañón que frenó el avance realista y puso a Morelos a salvo. En septiembre de 1810, Juan José de los Reyes Martínez, a quien llamaban “El Pípila”, se arrastró a la Alhóndiga de Granaditas con una losa en la espalda y prendió fuego al portón, abriendo así el paso al ejército de Miguel Hidalgo. Bien recordamos las hazañas de los cadetes de la Escuela Naval de Veracruz y del Colegio Militar que se negaron a dejar la plaza y perdieron la vida luchando contra el invasor norteamericano en 1857 y en 1914.

¡Tenemos tantos ejemplos!

Gaby Brimmer pasó la vida en una silla de ruedas afectada de parálisis cerebral. Sólo podía mover el pie izquierdo. Y con esta gran capacidad, que todos los demás tenían por limitación, estudio literatura y se hizo poeta. Escribía señalando las letras en una tabla con el dedo del pie. Gaviota –como le decían- promovió la causa de las personas con parálisis cerebral. Su vida fue llevada a la pantalla. Se creó un premio nacional de rehabilitación con su nombre y su ejemplo fue el motor para atender a muchos seres humanos antes condenados a vegetar en espera de la muerte.


El 18 de marzo de 1938, el general Lázaro Cárdenas expropió las empresas petroleras extranjeras que desde fines del siglo XIX sangraban al país. México pasaba por uno de los momentos más difíciles de su historia. Se puede decir que la nación se jugaba el futuro. Un gobernante menos decidido, con menor enjundia y patriotismo, o sencillamente ayuno de compromiso, hubiese reculado ante las empresas y la amenaza de una invasión norteamericana. Cárdenas, y su amigo y mentor Francisco J. Múgica, decidieron correr el riesgo en contra de la opinión generalizada del momento, por la sencilla y profunda convicción de que ése, y no otro, era su deber.


IV. La Orden de la Cucharita


Pregunté a mis alumnos en qué piensan cuando dicen “México” y les pedí que describieran en breve su país. Algunas respuestas fueron:

“Un país que olvida lo que tiene que recordar…”
“Un país del ‘ya merito’, del ‘mañana’…”
“Uno de los países más ricos… en donde la pobreza es cada vez mayor.
“Falta de identidad, sin motivos de progreso para las mayorías y con una minoría teniendo cada día más poder…”

“Mi país es fuente de trabajo, mi país es riqueza natural, pero mi país también es corrupción, flojera y dejar todo para mañana.”

Los jóvenes tienen el diagnóstico correcto. Son ellos quienes habrán de cambiar el estado de cosas. ¿Pero cómo?, se preguntarán. Con un compromiso personal e intransferible, con la convicción de que en sus manos está el comienzo de la solución. ¿Suena utópico? Espero que no.

Termino con otra cita. Amos Oz, el escritor israelí a quien mencioné hace unos momentos, ha luchado desde 1977 por un acuerdo que permita a judíos y palestinos vivir en paz en ese pequeño territorio que llamamos Israel. Oz ha tenido el valor de asumir un compromiso para enfrentar al fanatismo, tanto el de los palestinos, como el de sus propios compatriotas. Quien esté al tanto de la situación en aquella parte del mundo estará de acuerdo en que esa no es una posición fácil. En su libro Cómo curar a un fanático nos dice:

“Creo que si una persona atestigua una gran tragedia –digamos que un incendio- siempre tiene tres opciones. La primera: echar a correr lo más rápido posible, alejarse y dejar que ardan los más lentos, los débiles y los inútiles. La segunda: escribir una colérica carta al editor de su diario preferido y exigir la destitución de todos los responsables de la tragedia; o en su defecto, convocar a una manifestación. La tercera: conseguir una cubeta de agua y arrojarla al fuego; en caso de que no se tenga una cubeta, buscar un vaso; en ausencia de éste, utilizar una cucharita –todo mundo tiene una cucharita.


“Sí –dice Amos Oz-, cierto que una cucharita es pequeña y que el incendio es enorme… pero somos millones, y todos tenemos una cucharita. Quisiera fundar la Orden de la Cucharita. Quisiera que aquellos que comparten mi visión –no la de echarse a correr, o escribir cartas, sino la de utilizar una cucharita- salieran a la calle con el distintivo de una cucharita en la solapa, para que nos reconozcamos quienes estamos en el mismo movimiento, en la misma fraternidad, en la misma orden, la Orden de la Cucharita.”


Es decir, la suma de las aparentemente pequeñas voluntades y acciones es lo único capaz de poner remedio a los más grandes males. En el caso de México, esos males se llaman pobreza, desigualdad, injusticia e impunidad. Terminemos con ellos y habremos resuelto el azote de la inseguridad.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

16/12/09


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Bonita Wa Wa Calachaw

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




En la Navidad de 1888 en un pueblecillo de la alta California, nació Bonita Wa Wa Calachaw en el seno de la tribu de los indios luiseño. Aún bebé, fue adoptada por una acaudalada neoyorquina y creció en Manhattan, lejos de sus raíces, dividida su identidad entre el mundo sajón y el de los pueblos nativos de América del norte.


Bonita llevó una vida extraordinaria que hoy, 121 años después, puede ser ejemplo para quienes han sido espiritual y emocionalmente desgarrados por la crisis de identidad del desplazamiento. Cuando la raíz se desentierra y la planta es arrojada a otro clima y a otro suelo, puede ajarse, perder la lozanía y caer en un estado apergaminado y vegetativo. ¿No es esto lo que sucede a millones de compatriotas nuestros que debieron abandonar el suelo que no pudo darles una vida digna?


Desde muy joven Bonita reveló un talento artístico que llamó la atención en el círculo social de su madre adoptiva, Mary Duggan. Pero no dejaba de ser una curiosidad la niña prietita (o “piel roja”, para aquellos burgueses neoyorquinos) de profundos ojos negros y pelo azabache, inteligente y vivaracha, cuya visión peculiar del mundo se traducía en pinturas de tonalidades endrinas. Recibió una buena educación con tutores en casa, quizá para no ser expuesta a la curiosidad o rechazo de los alumnos y maestros de las escuelas locales (era el comienzo del siglo veinte y reinaba la política de exterminio de las naciones indias para saciar la codicia agraria de los blancos). Pero en aquel mundo de su madre adoptiva abrevó y se nutrió de un ambiente literario, científico, político y artístico.

Las consecuencias de este encuentro son fáciles de imaginar. Bonita, convertida en india urbana, pronto tomó conciencia de la herencia de la que había sido privada. Se hizo una activista de los derechos de los pueblos indios y trabajó por la restitución y defensa de su cultura usurpada en el vendaval del destino manifiesto y la polvareda levantada por los jinetes de Jim Crow. Al inicio de la primera guerra fue una de las voces que se alzaron para denunciar la inmoralidad de un gobierno que exigía a los apaches, a los calusa, a los chippewa, a los pie negro, a los cherokees, a los navajos, a los mikosuki, a los luiseño y a otra centena de naciones indias, tomar las armas en defensa de la patria y perder la vida en las trincheras europeas, pero les negaba el derecho a la ciudadanía.


Por aquellos años combinó el activismo social con la pintura y en obras de gran dimensión plasmó la discriminación de las tribus norteamericanas. Durante varias temporadas el Museo Philbrook de Tulsa incluyó creaciones suyas en exhibiciones anuales de arte indígena, pero después de 1950 las rechazó sistemáticamente porque no eran “planas y bidimensionales”.


Un divorcio y la muerte de su madre adoptiva llevaron a Bonita a la pobreza. Durante algún tiempo vivió de vender obra en los jardines de Greenwich Village, el barrio bohemio neoyorquino, pero su arte era visto como algo deforme. “Un día” –dice en su memoria- “ofrecía mis pinturas en la plaza Washington cuando pasaron dos niñas con su madre. Las chicas querían ver los cuadros, pero su madre se las llevó a rastras mientras les decía: ‘¿Para qué quieren ver basura? ¿No se dan cuenta de que es una india salvaje? Vengan, las voy a llevar a que vean cuadros verdaderos’.”


Bonita Wa Wa Calachaw murió en 1972 en el Harlem Español, donde algunas ayudas de la caridad pública le permitieron apenas sobrevivir a la miseria. Poco antes de partir a reunirse con sus antepasados, escribió: “Mi experiencia de vida y visión personal han estado bajo juicio durante los últimos 60 años, no porque yo haya sido culpable de algún crimen, sino por haber nacido. No saber por qué razón nací y fui bautizada Wa Wa Calachaw –nombre que mi madre adoptiva no cambió- no es culpa mía. Estoy manchada como si fuese un leopardo”.


Treinta y siete años después, su obra ha sido reunida en parte y se exhibe en el Museo del Vaquero de Oklahoma City. Para un mexicano como yo, que nada sabía de ella pero que está familiarizado con la obra de pintores y grabadores de nuestro país, los cuadros de Bonita Wa Wa Calachaw tienen un inquietante mensaje oculto, una familiaridad íntima que cosquillea alrededor del corazón. Hay en los tonos oscuros y en los rasgos de los personajes un déjà vu sorprendente. El uso de grecas y la distorsión de las dimensiones corporales evoca visiones de un Rivera o un Beltrán. ¿Será que llevamos una herencia genética que nos viene por partida doble de las tribus nómadas de las planicies norteñas y de la compleja cosmogonía del altiplano? No lo sé. Bonita me hizo pensar que tal vez Ometecuhlti en su noveno cielo y el Gran Espíritu de las Felices Praderas de Caza son uno y el mismo.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

9/12/09

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Recuerdo de Edmundo

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




¿Habrá un mexicano egresado de preparatoria después de 1970 que no haya tenido entre las manos alguna vez un ejemplar de La muerte tiene permiso?
Nótese que mi pregunta no es si ese compatriota leyó el delicioso tomo editado por el Fondo de Cultura Económica. Apuntada la salvedad, creo que no es arriesgado proponer que en la cultura popular, la obra de Edmundo Valadés Mendoza tiene un nicho propio.

El cuento que se desarrolla en San Antonio de las Manzanas es uno de los iconos literarios mexicanos contemporáneos. De esos a los que todos podemos hacer referencia impunemente; es decir, sin necesariamente haberlos leído.

Noviembre fue un buen mes para que se fuera Edmundo Valadés, hace ya quince años, en 1994. El otoño era su temporada. Todas sus grandes aventuras, aquellas que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la más grande aventura, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le dijimos hasta luego... hasta que nuestro propio otoño nos alcance.

Pero no escribo para llorar a Edmundo ni para cubrir su nombre con un manto de nostalgia. Me interesa compartir con el lector algunas imágenes, quizá instantáneas rápidas o gruesos brochazos, del Edmundo Valadés periodista, reportero arquetípico, de esos que el cine mexicano de los cuarenta pudo haber tomado como modelo para una cinta de los chicos de la prensa.

Es difícil hoy saber cuál de las dos vocaciones de Edmundo –literatura y periodismo- fue primera. El mismo no lo tenía claro. A los doce años escribía cuentos, proyectos de novela y pequeñas obras de teatro. Ya mayor, sus sueños de ser reportero fueron arrullados por el run-run hipnótico de las rotativas.

La tentación del periodismo le venía de familia; la literatura era un dolor sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C. Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández Llergo y Edmundo entró a las redacciones sin echar una mirada atrás, apenas un adolescente. La literatura, en cambio, no se le reveló como una certeza sino hasta los 40 años, cuando tuvo entre sus manos la primera edición de La muerte tiene permiso.

“Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras Conversaciones hace muchos años.

Regino Hernández Llergo, esa leyenda del periodismo mexicano a quien deberíamos conocer mejor, fue su maestro, casi su padre. En Hoy, al lado del tabasqueño, Valadés se hizo periodista y al mismo tiempo estuvo a punto de dejar de ser escritor. Esta paradoja la explicaría yo, pero parece más apropiado que sea el propio Edmundo quien lo haga:

“Me metí al periodismo y dejé de escribir literatura. En Hoy hice una entrevista con el sabio botánico Isaac Ochoterena. La entregué y don Regino me dijo: ‘Esto es antiperiodístico’. Entonces me vino un complejo y ya no me atreví a escribir. Empecé mi carrera como formador, secretario de redacción y jefe de redacción. Luego me aventé. Empecé a escribir, incluso sin firmar: hice crítica taurina, hice crítica de cine, cosas de esas, pero no periodismo, hasta que escribí la serie del ‘Cuatro Vientos’, que tuvo gran éxito.”

Era la gran inseguridad de Edmundo, remontada a duras penas. Sólo quien estuvo cerca de él puede entender lo que le costaba superar esa timidez, ese sentirse “un ser así pequeño, minúsculo”.

Los reportajes en Hoy sobre el “Cuatro Vientos”, un aeroplano español perdido en la sierra alta de Puebla a principios de los treinta, fueron la sensación de la temporada. Cuando Edmundo se presentaba en el Café la Habana o en el Kiko’s, la clientela murmuraba con admiración: “¡Ése es el del ‘Cuatro Vientos’!” Valadés había demostrado al mundo y a sí mismo su fuerza como periodista. El propio don Regino exclamó al ver las galeras del reportaje: “¡Caray, qué revelación, no sabíamos que teníamos aquí a un gran reportero!”

Y entonces sucedieron dos cosas que fueron clave para entender esta doble faceta, literaria y periodística de Edmundo. Primero, no siguió siendo reportero. Segundo, allá en la sierra, en la selva, en la choza de una familia mazahua que le dio hospitalidad, se hizo proustiano.

La sola mención del episodio se antoja un pasaje del realismo mágico, y Edmundo parece confirmarlo en su propia narración:

“Me comisionan para hacer el reportaje y compro en una librería, para leer en el camino, Por el camino de Swann. En ese tiempo yo no sabía quién era Proust. Allá en la sierra lo leí, cuando acampábamos en unos cafetales. Nos alojaron en un cuarto lleno de carabinas, machetes y pistolas y en la noche lo empecé a leer: me fascinó desde el principio. Entré a Proust de manera muy fácil, siendo tan difícil. Fue una cosa natural, inmediata. Me atrapó desde el principio y seguí...”

Después su, digamos, no-conversión al periodismo:

“Otro de mis grandes errores fue que en lugar de seguir siendo reportero, volví a las cosas internas de Hoy. Fue mi gran momento, ¡carajo!, y debí haberle pedido a don Regino seguir como reportero. Pero no sé, tenía yo falta de fe, de confianza en mí mismo. ¡Había yo dudado tanto! ¡Tenía dudas de que pudiera, de que supiera escribir.”

A la distancia, los beneficiarios de la obra de Valdés tenemos que agradecer esos conflictos que lo agobiaron. De aquel viaje -y de situaciones parecidas que vivió en los años siguientes- tenemos una pieza periodística que hoy sólo conocemos de oídas, pero a cambio nos quedan dos cuentos que seguimos disfrutando: Las raíces irritadas y Al jalar el gatillo.

Un día tuve una larga conversación con Edmundo sobre periodismo y literatura, tema recurrente y difícil que agobia, asalta, angustia, a quienes tenemos un pie en cada terreno. “No”, dijo tajante, casi violento. “El periodismo no aporta nada a la literatura”. Pero muy avanzada la charla, muy acalorada la reflexión, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir:

“Fíjate que por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la obra literaria”.

Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la anécdota verídica que -como el orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal teje una cadena de frágiles y delicados eslabones-, habría de ser la semilla del más conocido de sus cuentos: La muerte tiene permiso.

Nada más. Nada menos.

Como apreciará el lector, hablar de periodismo y literatura -y del caso particular, personalísimo, de Edmundo Valadés-, es como arribar a un enorme campo de tierra fértil pero sin frutos, armados con sólo un azadón y la idea de hacerlo producir. Sí se puede, claro, pero no en un día. En esta pequeña exploración, sin embargo, podemos señalar la existencia de uno de los frutos del Valadés escritor-periodista, no el único, sí el más conocido: la revista El Cuento, lamentablemente hoy desaparecida.

Tengo la certeza absoluta de que El Cuento es hija de esa mezcla, de ese choque de mundos, de esa dualidad que desgarró a Edmundo durante toda su vida. A fin de cuentas fue un producto periodístico que abrevó en la literatura. Pero de El Cuento, la revista que a lo largo y ancho de América divulgó el género y atizó vocaciones, hablaré en otra oportunidad.

Termino estos recuerdos con un hecho verídico que el lector queda en libertad de atribuir a mi fantasía. Edmundo estaba de vuelta en la casa que Elena Poniatowska describiera como “hecha de menta y caramelo” después de su penúltima hospitalización. Por esas fechas yo era un alto funcionario y debía llevar una representación oficial a cierto evento aburrido y soso. Con mi chofer recorrí el Periférico varias veces sin dar con el salón en donde tendría lugar el banquete. Agotado y molesto al cabo de muchas vueltas, y ya pasada la hora de la cita, descubrí que estábamos cerca del domicilio de Valadés. Fui y pasamos la tarde en un recuerdo de nuestra amistad. Al día siguiente regresó al hospital a morir.

Dos semanas después otro asunto me llevó por el mismo rumbo. En un lugar sobre la lateral del periférico, a poca distancia de la casa “de menta y caramelo”, el chofer detuvo abruptamente el auto. Ahí frente a nosotros, bajo un enorme, iluminado, vistoso anuncio, ¡estaba el salón que pocos días antes no habíamos encontrado!

“Edmundo te estaba llamando”, me dijo una amiga.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

2/12/09


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