Los reporteros
III y concluye

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




El reportero tiene una exclusiva. Falta poco para el cierre… ¡y no hay cómo hacerla llegar a la redacción! No hay angustia mayor. La cosa se pone de muerte, como diría la eximia C. M.

Gracias a las telecomunicaciones de hoy esa situación es rara, aunque no imposible, pero en mis lejanos tiempos reporteriles recurríamos a mil y una argucias para garantizar que el trabajo del día llegase a la mesa de redacción o, en situaciones especiales, el escritorio del director. En urgencias no era inusual tocar la primera puerta al paso, exclamar: “¡Soy reportero!”, pedir prestado el teléfono y transmitir la nota ante la admiración de los inquilinos, quienes con frecuencia además producían agua, café o algún refrigerante más fuerte. ¡Helas, quien hiciera eso hoy se expondría a que le dieran con un bate en la cabeza! Pero aquellos eran tiempos heroicos de una feliz inocencia y nuestra profesión tenía un crédito y un respeto que hoy lamentablemente están bastante erosionados.

(Recuerdo una anécdota del sexenio de Echeverría. Siendo yo reportero de Notimex, en el hotel Camino Real el Presidente hizo un pronunciamiento de ocho columnas. Quienes trabajábamos en agencia salimos disparados a pasar el avance. Todos los teléfonos estaban descompuestos, salvo uno, que tuve la fortuna de acaparar. Estaba en espera de que el hueso pusiera papel en la máquina, prendiera su cigarrillo y sorbiera su café antes de molestarse en tomar mi nota, cuando un elegante caballero de gentiles maneras se aproximó. “Soy el secretario particular del señor Presidente”, me dijo. “Hay una emergencia y debo pedirle que me ceda el teléfono”. “¡Já!”, pensé para mis adentros. “Este güey es un corresponsal extranjero que me quiere chamaquear, pero se va a joder”. Expresé en voz alta algo más o menos en este tenor y seguí acaparando el aparato. “En verdad lo necesito”, insistió. “El licenciado Echeverría requiere hacer llegar un mensaje urgente”. “¡Síííí, cómo no!”, mascullé. Le di la espalda y procedí a pasar mi nota. De reojo pude ver cómo se retorcía nerviosamente las manos. Cuando terminé, debidamente alargada la conversación nomás pa’dejar en claro quién era el jefe, colgué y volví al acto mientras aquel sujeto, rojo y sudoroso, se precipitaba sobre el auricular. Espero que si Juan José Bremer lee esto, el recuerdo le sea simpático. Yo por mi parte desde entonces le agradezco que no me haya echado encima a los guaruras que atestiguaban incrédulos aquel acto de insolencia reporteril.)

En octubre de 1975, el Rey Hassan II de Marruecos organizó la hoy legendaria “marcha verde” para recuperar el Sahara español. Decenas de corresponsales de todo el mundo se dieron cita en las dunas norafricanas para cubrir el evento que amenazaba desembocar en una guerra. Pese a que los necesitaba para dar a conocer su causa al mundo, el gobierno marroquí ofreció raquíticas facilidades a los periodistas, con quienes tenía una relación de amor-odio: sí, le eran imprescindibles, pero los detestaba por latosos, metiches, irreverentes, provocadores, bebedores y lujuriosos.

El reportero de Excélsior Hugo L. del Río era uno de los enviados especiales, el único mexicano en aquellas tierras. Para transmitir las noticias de la marcha, los ingenieros militares colocaban en determinados trechos una estación de comunicaciones frente a la cual los reporteros debían formarse previo sorteo. Cada uno disponía de tres intentos para conectarse a su periódico o agencia. Si no tenían éxito debían volver a la cola. Quienes lograban un enlace disponían de cinco minutos de transmisión cronometrados por un malhumorado oficial con pistola al cinto.

Hugo, un alto y ancho hombrón que había perdido muchos kilos en el calor del desierto, por fin se encontró frente al aparato. Primer marcado: nada. Segundo marcado: nada. Tercer marcado... ¡aleluya! La comunicación por el cable submarino se da entre ruidos como los de un zoco en día de feria, pero se alcanza a escuchar la voz del hueso de la redacción de Excélsior en el D.F. El reportero grita: “¡Es Hugo del Río, desde Marruecos; tómame la nota!” La respuesta llega entre chisporroteos: “¿Hugo del Río? No está. Anda de enviado especial en Marruecos”. Y cuelga. Las leyes contra la obscenidad impiden que relate lo que sucedió a continuación y lo que Hugo hizo al hueso a su regreso a México.

Vuelvo a la reseña de Los reporteros, el nostálgico texto de Christian Brincourt y Michel Leblanch publicado a fines de los sesenta que recuperé gracias a mi colega Omar Raúl Martínez, director de la Revista Mexicana de Comunicación.

“Michel Leblanc llegó a Skopje hacia las siete del día siguiente de una catástrofe sísmica, después de ocho horas de carretera en un taxi que había alquilado en una calle de Belgrado.

“R.T.L. no tenía ninguna información procedente de la ciudad del siniestro. Después de dos o tres horas de deambular entre los escombros, recogió algunas entrevistas que le permitieron redactar unas primeras notas de ambiente.

“Para transmitir por radio Belgrado tenía que recorrer el camino en sentido inverso durante otras ocho horas.

“Quedaba una plaza en un pequeño avión de turismo, pero demasiados periodistas la codiciaban. La suerte designó a Jaques Ourevitch, reportero de Europa n.º 1, que tomó la cinta magnetofónica de Radio Luxemburgo y, muy deportivamente, la expidió por radio a París.

“Después de haber pasado una noche buscando un sistema de transmisión, al amanecer Leblanc descubrió a unos obreros encaramados a unos postes de teléfonos para tender dos hilos. Leblanc subió al poste siguiente; le pasaron los hilos, los colgó, los pasó al siguiente, bajó y se subió a otro poste.

“Al cabo de un rato llegaron ante la derruida central de teléfonos. Leblanc conectó allí los dos hilos. Los yugoslavos, creyendo que era un especialista llegado de Belgrado, le miraban con los ojos desmesuradamente abiertos.

“Acciono la manivela y oigo:
“-Aquí Belgrado.
“-Póngame con Balzac 74-00
“-Volveré a llamarle.
“Loco de alegría, me siento en la acera con mi grabadora unida al conmutador para poder transmitir por teléfono el reportaje registrado durante la noche. Espero una, dos, tres, cuatro horas.

“Me encuentro en un estado de nervios espantoso. De repente una clavija del conmutador se acciona. Yo había conectado mis audífonos y hablaba por el micro del magnetófono.

“-Le pongo con París –me anuncia la telefonista.
“-¿Luxemburgo?
“-Sí.
“-Buenos días, soy Leblanc; ponme con la redacción, en seguida…
“-Bueno…
“-¿Oiga?
“-Sí, buenos días, soy Michel Leblanc.
“-¿Cómo? Michel Leblanc no está. Está haciendo un reportaje.
“Y cuelgan.
“Nunca pude saber quién cometió semejante error. Pero sí recuerdo lo ridículo de estar sentado en la acera, llorando a lágrima viva, con los nervios destrozados.

Cualquier parecido con el caso de Hugo L. del Río es una feliz coincidencia. Cosas de reporteros. A Leblanc le fue mejor, sin embargo:

“Felizmente, unos minutos más tarde la misma clavija conecta y escuché por mis audífonos:

“-¿Ha terminado ya con París?
“-No, señorita, la comunicación se ha cortado. Póngame de nuevo con radio Luxemburgo.

“Entonces pude transmitir mi primera crónica desde la destruida Skopje.
“Los mismos servicios de socorro ignoraban que el teléfono había sido reparado. Al día siguiente, el ejército y unas jóvenes voluntarias se ocupaban del teléfono.

“En el curso de otra llamada di nuevamente con la misma telefonista, que me dijo desde su conmutador en París:

“-Señor Leblanc, hable más fuerte. Le oí ayer por la radio: no estaba mal. Pero hay que hablar más fuerte.

“Harold King, uno de los pilares de la agencia Reuter, vivió mucho tiempo en la Unión Soviética. Enviado a Moscú desde 1942, trabajaba en aquella capital durante la guerra.

“Cuando Churchill acudió a entrevistarse con Stalin, el secreto fue celosamente guardado. El embajador de Gran Bretaña tenía que convocar una conferencia de prensa cuando el Premier partiera de Moscú; pero las informaciones no debían salir de la capital soviética mientras Churchill se encontrara al alcance de la Luftwaffe.

“Esperando la luz verde, Harold King había tomado sus propias disposiciones:

“En la oficina de correos de Moscú sólo había dos taquillas. Coloqué a una secretaria delante de cada ventanilla. Las muchachas estaban provistas de gran cantidad de rublos y enviaban complicados telegramas a todas partes del mundo. Cuando veían a alguien de la competencia entrar, expedían otro y pagaban con un billete de mil rublos. Era necesario ir a buscar el cambio. De esta forma la información de Reuter pasó antes de que lo hiciera la de ninguna agencia americana. Me vi obligado a ocultarme y a comer en mi habitación para escapar a la indignación de mis colegas.

“Hay siempre por parte del periodista una cierta participación personal, física y moral. Para algunos, también un compromiso político.

“El flirt constante con la aventura, la continua necesidad de pegarse a la actualidad para palparla de cerca, obliga al reportero a ‘participar’.

“Escuchando los rumores de una revolución, oyendo las declaraciones de los políticos más importantes, siguiendo a los militares en los caminos minados por la guerra, no importa dónde ésta se produzca, en todas partes se produce un torbellino que puede arrastrar al reportero.

“Debe estar en todas partes y verlo todo. Por desgracia está constantemente vigilado y ha de pasar inadvertido.

“El periodista, camaleón del suceso, a fuerza de aproximarse a la actualidad acaba por encontrarse en el interior de ella. Traspasa la barrera y, de simple observador, se convierte en actor.

“Los grandes lugares de la vida y de la muerte tienen nombres: Vietnam, Laos, Biafra, Oriente Próximo, Chad, Praga… Y también imágenes: barro, campos de amapolas, hambre, bombas, odio, la primavera.

“El mundo descubre la realidad de esas guerras, de esas revoluciones o de esas revueltas ante los televisores, en la primera página de los diarios o escuchando los transistores. Y eso gracias a la labor de un puñado de periodistas: los enviados especiales.

“El nombre de Dien-Bien-Fu evoca el final de la Indochina francesa. En aquel infierno murieron demasiados hombres con las armas en la mano. Pocos regresaron.

“En Dien-Bien-Fu los periodistas eran escasos. Entre ellos se contaba Daniel Camus, con 22 años en 1954, voluntario en los paracaidistas y perteneciente al Servicio de Prensa Inter-Armas (S.P.I.). El general De Lattre de Tassigny había creado ese servicio en el seno del Ejército para informar a los periodistas franceses y extranjeros, bloqueados en las grandes ciudades como Hanoi o Saigón.

“Camus pertenecía, pues, a la sección de fotografía del S.P.I. Una mañana de abril de 1954, en Hanoi, se enteró de que tenía que lanzarse en paracaídas sobre Dien-Bien-Fu en compañía del cineasta Lebon y del fotógrafo Martinoff, ambos también del S.P.I.

“Aunque soldados rasos, los tres hombres eran considerados corresponsales de guerra. Iban equipados como los militares, con uniforme de jungla, equipo y casco; pero no pertenecían a ninguna arma y no les distinguía insignia alguna.

“En sus mochilas llevaban dos Leicas y dos Rolleiflex. Lebon saltaría con su cámara...”

Los reporteros cayeron en medio de una batalla. Martinoff perdió la vida casi al tocar tierra. Lebon fue herido en una pierna. Camus logró arrastrarlo a una trinchera en donde un médico militar le amputó la extremidad para salvarle la vida.

“Un periodista –decía Raymond Castans, el director de Paris-Match- es un hombre a quien todo debe interesarle. Ha de verlo todo, leerlo todo y tener la noción de lo que el público espera. O sea el sentido del ritmo, de la imagen, de la información. Yo no creo en absoluto en las Escuelas de Periodismo. La formación profesional de los periodistas no existe. Existe, sí, en la Sorbona, cursando estudios de Filosofía, de Derecho, de Ciencias Humanas… Lo demás se aprende con la práctica. Hay que ir a la escuela de la calle y de las redacciones.

“De hecho, el reportero vive como un millonario, pero nunca tiene un céntimo. Atraviesa todo el mundo con el dinero de los demás y se hospeda en los mejores hoteles para codearse con el mayor número de personas importantes.

“Sus obsesiones son la información, el reportaje, los medios de transmisión con su redacción y… el comprobante de gastos.”


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

29/7/10


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Los reporteros

II de III

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Una “Contracolumna” de Luis Gutiérrez en recuerdo de Pedro José Alisedo hace un par de años en Punto y aparte, me conmovió. El tono y el contenido del texto de Luis me recordaron que en nuestro oficio la palabra está por encima del dolor. Sin mitigar la tristeza por la muerte del amigo, el periodista consigna el hecho para evitar que el silencio ensombrezca aún más la pérdida. Es el canon de nuestra profesión.

Dijo Luis:

“Cuando pergeño estas líneas advierto que constituyen también un apretado recuerdo de quienes, maestros y amigos, enriquecieron con sus enseñanzas, su amistad generosa y su calidad humana, aquellos años de mi vida: don Martín, Gondi, Othón, Nacho Ramírez, Arias Barraza. Y ahora Pedro. Estas remembranzas me emocionan y me inquietan.” Luis traduce mi sentir cuando pienso en Oscar Hinojosa, en Luis Suárez o en Manuel Buendía.

Un oficio exige herramientas. La palabra es la única que tenemos los periodistas. La llevamos a flor de piel y echamos mano de ella para describir el mundo a nuestros semejantes. Un verdadero reportero es aquél que en el momento de su muerte lamenta que ya no podrá compartir algo nuevo que ha descubierto.

Por ello es bueno que de tarde en tarde seamos nosotros objeto de crónicas y reportajes. Hawkings dice que no hay mayor placer para un físico que aplicar la mecánica cuántica para desvelar los secretos del universo. Lo mismo en el oficio nuestro: bien empleada la palabra que revela lo que se oculta tras la nota de ocho, el reportaje de primera, la crónica premiada o el artículo seriado.

Mi primera lectura de Los reporteros de Christian Brincourt y Michel Leblanch allá por 1972 fue una influencia seminal que se tradujo unos años después en el nacimiento de la Revista Mexicana de Comunicación y libros como De reporteros, coeditado con Omar Raúl Martínez, a quien debo la recuperación de aquél texto espléndido.

Las hazañas que consignan Brincourt y Leblanch fueron apasionantes para mi generación por su contenido mismo y porque las pudimos contrastar con las de colegas nuestros de carne y hueso: Jorge Téllez, El Güero, disfrazado de enfermero para entrar al quirófano en donde agonizaba León Trotsky; Luis Spota en chaleco de camarero sobrescuchando la plática de políticos en el bar del hotel Regis; Natividad Rosales vestido de huichol; Ramírez de Aguilar preso en una cárcel de Chilpancingo para estar cerca de un militar perseguido.

El periodismo mexicano está lleno de hazañas dignas de contarse. Regino Hernández Llergo con Villa; su sobrino Pagés con Mussolini y Hitler; Jesús Blancornelas con Aburto; Raymundo Rivapalacio en Irak... historias que aguardan ser recogidas entre portadas. De reporteros fue, creo, un buen intento. Se necesitan más. Pero mientras aparecen esas reseñas, regresemos al testimonio de Brincourt y Leblanch:

“La exclusiva marca la consagración del reportaje. Tener una exclusiva significa poseer en privilegio una información, o sea haber llegado el primero a algún sitio.

“Todo periodista se fija una regla de oro: debe luchar sin tregua, contra todo el mundo, especialmente contra sus propios colegas, aunque sean amigos.

“Lucien Bodard, gran reportero de France-Soir, engañó de la manera que sigue a Max Clos, gran reportero de Le Figaro que trabajaba entonces en el diario Le Monde.

“Después de la caída de Dien Bien Phu, el general Salan emprendió una gira de inspección por Indochina. Redactó un informe que se convertiría más tarde en el “caso de las filtraciones”, y convocó a dos periodistas, Bodard y Clos.

“En presencia de ellos, Salan hizo alusiones a ciertos pasajes del informe pero… ‘Naturalmente, esto no hay que repetirlo’.

“Después de haberse despedido de su interlocutor, Lucien Bodard empezó a dudar: el general Salan no era amigo de la cháchara. ‘Si ha convocado a los dos reporteros es porque desea oficialmente que este informe se conozca’, se dijo. Bodard se sienta delante de su máquina de escribir y comienza un artículo. En la habitación vecina, Max Clos oye el tecleo. Entreabre la puerta.

“-¿Qué haces?
“-Nada, una tontería…
“-¡No metas la pata, no te vayas de la lengua!
“-No te preocupes.
“Al día siguiente, aparecían ocho columnas en France-Soir y ninguna en Le Monde.”

Esta anécdota me recuerda lo que una vez me dijo Julio Scherer: “Nunca permita que le digan algo que no pueda publicar. El off the record no existe”. Conozco casos extremos: el reportero Miguel Ángel Velázquez, hoy viejo redactor de La Jornada, se enteró de una información importante por la indiscreción de un político. Cuando éste se percató de su metida de pata intentó manipular a Miguel Ángel: “Como caballero, usted no utilizará lo que le acabo de decir...” A lo que el reportero respondió: “¿Y quién le dijo que soy un caballero? ¡Yo soy un patán!” Al día siguiente firmaba las ocho columnas en su diario. Dejo al lector que adivine con qué sobrenombre se conoce a mi tocayo desde entonces.

De regreso a Brincourt y Leblanch:

“Para obtener una exclusiva hay un sólo secreto: encontrarse en el sitio preciso, en el momento oportuno. El lunes 26 de marzo de 1962, ocho días después del alto el fuego que siguió a los acuerdos de Evian, un grupo de periodistas se encontraba almorzando en el primer piso del Hotel Alberto I, en Argel. A lo largo de una semana habían asistido a todo el proceso que precede y acompaña a una descolonización. El poder establecido se va, mientras que el poder interino no acaba de ocupar todos los puestos. Sólo el ejército francés estaba en su puesto.

“Bad-el-Oued se había declarado ciudad insurrecta. El ejército la bloquea. Para romper este bloqueo, la O.A.S. organiza una manifestación pacífica con objeto de que los distritos residenciales converjan hacia Bab-el-Oued.
“A las 14:30 horas, los periodistas que almorzaban en el Alberto I escuchan los primeros ecos de la manifestación.

“Los manifestantes siguen la Rue d’Isly y pasan por delante de la oficina central de Correos. En todo Argel se habían alzado barreras de C.R.S., pero en la Rue d’Isly el dispositivo comprendía, además, unos pelotones de tiradores argelinos que volvían de las zonas de lucha y a los que se había comunicado la noticia de la independencia. Estaban al mando de un teniente kabila, que había recibido la orden de montar una barrera a las 15:30 horas.

“Los manifestantes, para engañar a la policía, llegaron con una hora de antelación, ondeando banderas tricolores.

“El grupo de antiguos combatientes, de mujeres y niños, se dirige al teniente:

“-Usted, como francés que es, debe dejarnos pasar.

“La barrera de caballos de Frisia debía cortar la Rue d’Isly, en la zona de la oficina central de correos; pero a las 14:30, la barrera aún estaba abierta.

“Un poco más lejos, en la esquina del Boulevard Pasteur, en el chaflán de la Rue de Chanzy, algunos hombres estaban apostados con un fusil ametrallador.

Los primeros manifestantes franquean la barrera y desembocan en la Rue d’Isly, en dirección a Bab-el-Oued.

“René Duval, periodista francés de nacionalidad belga, trabajaba entonces en Europa n.º 1 y para la Radio Televisión Belga.

“Duval había enviado a su camarógrafo en seguimiento de los primeros manifestantes, mientras que él en persona se acercaba al teniente kabila: ‘Me quedé allí porque en aquella serie de acontecimientos era necesario elegir. Pensé que era un buen lugar para un trabajo fotográfico’.

“A las quince horas, el teniente recibe órdenes por radio de cerrar el dispositivo. Ordena colocar los caballos de Frisia a través de la Rue d’Isly. La manifestación queda cortada en dos.

“El teniente se excita, farfulla unas palabras. En este clima de nerviosismo oigo dos disparos de revólver, en la misma Rue d’Isly, a mis espaldas.

“Como si se tratara de una señal, el tirador argelino apostado en la esquina del Boulevard Pasteur aprieta el gatillo del fusil ametralladora y dispara contra la multitud, hiriendo incluso a un soldado de su compañía.

“Nos lanzamos todos a tierra, nos pegamos al suelo. El teniente repliega a sus hombres en el portal de una farmacia.

“Sólo se me ocurre una cosa: correr en dirección a nuestra oficina, que está muy cerca, en el Boulevard Pasteur; pero un hombre me agarra y me tira al suelo. Me ha salvado la vida, porque una ráfaga nos pasa por encima, rasante.

“Alguien me tira de las piernas para meterme en un portal. Mi máquina y mi magnetófono quedan en la acera. Arrastrándome, recupero la cámara; pero un soldado tira de mi magnetófono por la correa. Comienzo a grabar. Es un reflejo.

“La descarga de fusilería dura apenas seis minutos. Para mí, un siglo.

“Entre aquel alboroto, nadie oye al teniente gritar dos o tres veces: ‘Alto el fuego’. Pero el magnetófono lo registra.

“Hay 57 muertos y 150 heridos.

“Más tarde, mucho más tarde, escuchando la cinta magnetofónica con Julien Besançon y otros periodistas, me di cuenta de que poseía el gran documento de la jornada: ése ‘Alto el fuego’ que nadie oyó y que hubiera debido evitar la matanza”.

Compare el lector este hecho con los sucesos de poco más de seis años después, el 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas en México. ¿Suena conocido?

¡Estar en el lugar preciso en el momento oportuno! A veces sucede incluso a pesar del periodista. Recuerdo el caso de un redactor de guardia en Excelsior allá por el 74 o el 75. De madrugada, a punto de cerrar la edición y anticipando botanas y tragos en “La Mundial”, le avisan que en la recepción unos campesinos quieren ser escuchados. ¡Unos campesinos! El joven finge demencia y sólo la instrucción del secretario de redacción logra levantarlo de su escritorio. Vuelve unos minutos después y vive la experiencia, reservada a unos cuantos privilegiados, de gritar: “¡Paren las prensas!”. En su libreta lleva la exclusiva del asesinato de Lucio Cabañas.

En otra oportunidad, también por aquellos años, los reporteros Miguel Ángel Rivera y Roberto Vizcaíno, entonces irredentos calaveras, acudieron sin chistar, pero bajo protesta, a cubrir una sosa conferencia agronómica por órdenes del feroz jefe de información que los tenía en la mira. Se aparece el Secretario de Agricultura y Ganadería del echeverriato. A los reporteros lo único que se les ocurre preguntar es: “¿Para qué está organizado el ejido, señor Secretario?”

Al día siguiente las ocho columnas del diario de la vida nacional leían: “El ejido, organizado para votar, no para producir”. Y ardió Troya.

Aquel secretario vive hoy en Tlapacoyan, un pueblo seductor de Veracruz. En una comida a orillas del río hace unos meses le recordé la anécdota, que yo mismo presencié como jefe de prensa de aquel evento. Estalló en carcajadas. Desde Nigeria, en donde andaba de gira, el Presidente Echeverría se comunicó por teléfono con su secretario. Y lo que dijo… bueno, de eso no estoy autorizado para hablar. (Continuará).



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

21/7/10


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Los reporteros
(I de III)

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Para los jóvenes reporteros que en los setenta soñábamos con las ocho columnas en El Día o en Excélsior, que desconocíamos las grabadoras y aprendíamos taquigrafía para que ningún detalle se nos escapase a la hora de entrevistar o recoleccionar datos; que devorábamos las crónicas de Scherer, las columnas de Buendía, los artículos de Alvarado y los reportajes de Spota, la aparición de un libro extraordinario, Los reporteros, de Christian Brincourt y Michel Leblanch, fue como una pequeña biblia cuyo canon alimentaba nuestras fantasías en largas noches de bohemia.

Al menos en mi reducido círculo de amigos -cuyos sobrevivientes seguimos todos en los medios-, las hazañas periodísticas recogidas por Brincourt y Leblanch fueron, después de los textos de Capote, nuestra mayor influencia profesional. Poco importaba que aquellos héroes fueran europeos bien pagados al servicio de rotativos del primer mundo como Le Monde o France Soir... nosotros igualaríamos o superaríamos sus hazañas. ¡Y venturosamente algunos lo lograron!

Así es que con la alegría de haber recuperado un pedacito de mi pasado comparto con los lectores, en ésta y las dos siguientes entregas de JdO algunas estampas de Los reporteros. En negritas cursivas doy pie al extracto del capítulo e intercalo mis propios comentarios a lo largo del texto. Vale.

“A comienzos de este siglo la simple palabra ‘reportaje’ era sinónimo de hazaña, y los que lo efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también, y quizás ante todo, aventureros. En aquella época no había jets y el teléfono no funcionaba en el ámbito internacional. El reportaje en el extranjero era una expedición.

“El 1 de enero de 1930, el diario Le Matin envió a Joseph Kessel, uno de sus grandes reporteros, a seguir las rutas de los mercaderes de esclavos en Abisinia. Hoy, ‘Jef’ se dirigiría al aeropuerto de Orly, compraría un boleto para Addis Abeba y, mientras le servían un vodka, contemplaría el discurrir de las costas de África bajo las alas de su Boeing. En 1930 sólo cabía recurrir al barco. Para trasladarse a la base de su reportaje, Kessel y sus amigos navegaron durante tres semanas.

“Formaban su equipo cuatro hombres: el teniente de navío La Blanche, un médico meharista que hablaba árabe, Emile Peyré, y Henry de Monfreid, indiscutiblemente el rey del tráfico en el Mar Rojo. Monfreid era el hombre clave del reportaje. Gracias a él Kessel pudo llegar hasta las rutas secretas de los mercaderes de esclavos.

“El conjunto de la operación, financiada por Le Matin, debía durar algunas semanas. En realidad, las semanas se convirtieron en seis meses y el reportaje tuvo por escenario Etiopía, el desierto de Somalia, el Mar Rojo y el Yemen.

“Los reporteros llevaban un equipo adecuado a la expedición: víveres, cajas de monedas de plata, licencia de armas autorizando el uso de winchesters y de colts, cajas de municiones, farmacia y material fotográfico.

“Durante seis meses de reportaje, Kessel y su equipo vivieron mil aventuras en mil escenarios distintos. El Rey de Reyes les condecoró; se vieron mezclados en la terrible guerra tribal de los dankalis y los issas; estrellaron un avión en los altiplanos de Abisinia, compraron mulas y camellos para atravesar durante quince días un desierto abrasador, viviendo únicamente de dátiles y de arroz, y descubrieron finalmente las caravanas de esclavos. Asistieron al rapto de pastores que eran vendidos en el mercado de esclavos, cambiaron bloques de sal por monedas de oro; se enfrentaron con un motín de sus camelleros; buscaron refugio en los fortines somalíes; cruzaron el Mar Rojo en una barca de pesca durante una terrible tempestad y esperaron un mes en el Yemen la autorización del Imán que les permitiera visitar Sanaa, la capital de la esclavitud. Descubrieron al último gran señor turco, Ramhib Bajá. Asistieron a la revuelta yemenita y presenciaron cómo eran decapitados los prisioneros.

“Al regreso, el reportaje de Kessel fue anunciado con carteles por las calles de París. Le Matin tiró 120,000 ejemplares adicionales. El reportaje había costado en aquella época un millón de francos, es decir, dos mil millones de francos nuevos.

“Todos los medios son buenos para llevar a cabo un buen reportaje, incluida la paciencia:

“La imagen típica del reportero es la de un hombre sudoroso, sin aliento, con la tarjeta de prensa metida en la cinta de su sombrero, pateando con el pie derecho la tibia de un colega mientras, con el izquierdo, impide que le cierren una puerta ante sus narices. Como es natural, viste un chaleco y va cargado de magnetófonos y máquinas fotográficas.

“Buenos escondrijos y paciencia son cosas que forman parte de sus métodos de trabajo: como dicen los del oficio, ‘rinden’.

“A veces es posible escribir un excelente reportaje con muy poca información. Se habla mucho de suerte, y la suerte existe; pero sólo la que uno busca, la que uno provoca y llama hasta que se digna responder. Y entonces hay que saber explotarla.

“En julio de 1960, Yves Courrière estaba en el Congo. Hoy es un escritor que, sentado en su mesa de trabajo, pone en solfa todo lo que aprendió y descubrió en Argelia cuando era reportero de R.T.L. Recuerda que, en 1966, le fue otorgado el premio Albert Londres de periodismo y que en 1960 estaba en Léopoldville.

“Salida de Orly a medianoche. Sólo iban dos pasajeros en el avión: Courrière y Philip Letellier. ‘Están ustedes solos –les dijo la azafata-, nadie quiere ir a aquel país’.

“Bajo sus asientos, en el compartimiento de carga y en los asientos desocupados se amontonan las cajas de botes de leche condensada y mantas para los refugiados. Courrière sonríe: en Francia siempre que de refugiados se trata se hacen donaciones de mantas. ¡Aunque como ocurre en el Congo, el termómetro marque 50 grados!

“Ambos pasajeros descienden del avión en Brazzaville.

“Primera operación: cruzar el río Congo, que tiene allí dos kilómetros de anchura. Las fronteras están cerradas; el ferry boat no funciona. Primera dificultad del reportaje: encontrar una embarcación al precio que sea...”

Courrière y Letellier lograron su objetivo, no sin antes ver morir a un colega, atestiguar la masacre de media tribu, pagar cantidades millonarias por transporte, tomar “prestados” autos en las calles de las ciudades abandonadas y mil peripecias más, entre ellas las dificultades para hacer llegar sus reportajes a París. Pero a fin de cuentas demostraron que eran reporteros de cepa.

“Hay que cuidar los detalles más insignificantes para dar a un reportaje una base firme. Gracias a este método, Yves Courrière logró otro gran éxito en Bombay, en ocasión del viaje de Paulo VI durante el Congreso Eucarístico. Una vez más, lo importante era conseguir en exclusiva unas palabras del papa. Courrière seguía trabajando para R.T.L., es decir, que trabajaba con un micrófono en la mano.

“Dejó Paris varios días antes del viaje organizado por el Vaticano para estudiar el itinerario del papa en la capital del Maharashtra. En el curso del trayecto había una pequeña exposición, poco interesante, en un local muy pequeño. El día de la llegada del papa a Bombay, Courrière abandona el cortejo oficial y se oculta en este local. El papa entra, seguido de cinco o seis personas de su séquito: no cabía nadie más en la minúscula sala...”

El reportero se aparece, micrófono en mano y desde luego un guardia de seguridad se le echa encima. Courrière logra zafarse del gorilón y ante la sorpresa de los presentes, el Papa accede a decir unas palabras al tenaz periodista, quien así se alza con una exclusiva mundial.

“Hay que desconfiar de los guardaespaldas, de los policías y de cualquier otro intermediario entre el reportero y el personaje:

“Los periodistas trabajan de acuerdo, a veces, con investigadores o con funcionarios de la Justicia, pero raramente con los responsables del servicio de orden. Para el hombre encargado del orden el periodista representa precisamente el desorden. Por lo tanto hay que jugar al escondite con él, buscar cómplices o hacerse respetar. Gérald Géry descubrió un sistema infalible para domesticar a los gendarmes de Colombey-les-Deux-Églises...”

En busca de unas fotos de De Gaulle en su bien resguardada casa, Géry se puso a cazar al jefe de seguridad hasta que lo pilló orinando en un muro. Tomó una serie fotográfica, reveló sus placas y se presentó en la puerta principal. Cuando el genízaro intentó bloquearle el paso, Géry le mostró las fotografías...

“Existe un principio periodístico que puede formularse así: ‘Para comprender los misterios de ciertos oficios, el reportero ha de ensuciarse las manos con aquellos que lo practican’:

“Philippe Bouvard, periodista del Fígaro, conductor de ‘Non Stop’, la emisión de R.T.L., ha sido cartero (durante una huelga de los empleados de correos, telégrafos y teléfonos) y mozo en una pensión familiar de Trebeurden, en 1953. La limpieza, el servicio a la mesa y la vajilla no tienen secretos para él. El personal del hotel estaba integrado por un futuro médico, un futuro dentista y dos estudiantes de letras. Era durante las vacaciones.

“Más tarde fue oficial panadero. Pero esta vez era una treta. Durante una conferencia en Ginebra los periodistas querían entrar en la residencia de Kruschev, una villa tan cuidadosamente guardada como Fort Knox.

“Bouvard observó que la delegación soviética recibía cada mañana una gran bandeja de ‘croissants’. Inmediatamente sobornó al panadero, se disfrazó de pastelero y se metió en la villa con su bandeja. Al día siguiente aparecía en el Fígaro un artículo titulado ‘Una hora en la villa de Kruschev’.

En este lado del mundo, no sé si el legendario “Güero” Téllez o el no menos memorable Luis Spota leyeron a Brincourt y Leblanch. No importa. Ambos fueron en su momento actores de hazañas periodísticas ejemplares que algún día conocerán las nuevas generaciones. Téllez, disfrazado de enfermero, asistió a los últimos momentos de León Trotsky en el quirófano; Spota fatigó las rutas de indocumentados en la frontera norte para narrar el calvario de quienes son expulsados de su país. Historias que son tarea pendiente. ¿Escuchas, Rafa?
(Continuará)



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

14/7/10


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“Los periodistas no somos vanidosos…

...pero nos gusta escribir acerca del oficio”.

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Bizarra expresión, sin duda, aunque algunos la juzgarán pretenciosa y aderezada con el toque jactancioso de los viejos reporteros.

La escuché por primera vez hace ya muchos años, en aquel recinto sagrado, “El Nivel”, en donde mi maestro Pancho Liguori administraba los destinos de “los nivelungos”. Yo me llegaba al lugar cada vez que podía –o sea casi a diario- porque entre los ocres olores apenas contenidos por capas de suave aserrín y el bullicio de quince mesas y una barra se recibía mejor cátedra que durante la clase de literatura hispanoamericana que el epigramista impartía en un desangelado salón del tercer piso de la prepa dos en Licenciado Verdad y Guatemala.

“El Nivel”, lo habrán adivinado, fue una cantina del centro histórico defeño. Estuvo en la Calle de la Moneda y ostentaba, cual orgulloso blasón, la licencia número uno de la ciudad. Era lugar favorecido por los bachilleres del barrio universitario inficionados por el virus de la literatura y la poesía. Ahí cazábamos a los grandes escritores que escapaban de las redacciones para deprecar en los oficios de los nivelungos que presidía mi profe. Lamentablemente El Nivel fue cerrado por autoridades culturales de las que creen que esos recintos son pecaminosos e impropios para la juventud. La conducta de tales autoridades fue denunciada por el llorado autor de “Por mi madre, bohemios”. Justicia poética, si bien fútil.

Aquella tarde cuando me iluminó la frase con que inicio este JdO, encontré a mi maestro en el rincón de la barra departiendo con un hombrón de espeso bigote y acento norteño. Como Liguori, vestía traje y corbata. Como Liguori a esas horas, tenía facha de cama destendida. Era José Alvarado. Puso entre mis manos una Victoria cuando el profe me presentó como uno de sus buenos alumnos. Fue una velada inolvidable que se prolongó hasta que volví a pie a la casa de huéspedes de La Ribera de San Cosme en la madrugada, mareado y sin un céntimo, pero con el corazón cerca de las estrellas.

Si cierro los ojos puedo revivir el cuadro: Pepe Alvarado, con un fajo de cuartillas agitadas en la mano derecha, como si quisiera enviarlas volando a la revista Siempre! –en donde sin duda las esperaban desde horas antes-, rugiendo: “¡Muchachito...! Los periodistas no somos vanidosos... ¡Debemos ser eficaces!” Eso fue en 1967, y Pepe seguiría iluminando a los lectores hasta su muerte en 1974. Manuel Buendía, Paco Martínez de la Vega y José Emilio Pacheco presentaron los textos de Alvarado como ejemplos del estilo al que debemos aspirar todos los reporteros.

Conmemoramos, pues, treinta y seis años de ausencia del Coloso de Lampazos. La Universidad Autónoma de Nuevo León, de la que fue rector en un periodo aciago que por respeto a su memoria no quiero hoy recordar, editó la recopilación Imagen de reportero. Me llenó de alegría encontrar aquel apotegma reproducido en las memorias del evento, y confirmar lo que alguna vez me dijo Edmundo Valadés de Pepe Alvarado: “Su estilo –es decir, su personalidad- es de los que trascenderán.” De su pluma es la siguiente confesión:

“Alguna vez, si la vida me deja, escribiré algunas cuartillas para narrar mis recuerdos de periodista. Debo a este oficio momentos de suprema belleza y gracias a la profesión, escogida desde mi adolescencia y todavía con los libros bajo el brazo, he podido recorrer la mitad del mundo y tener entre mis amigos a hombres de todas las razas y de un gran número de lenguas. Ser periodista me ha permitido realizar algunos de los mejores sueños de mi juventud y conocer a varios de los seres superiores de mi tiempo; jamás, por otra parte, ha sido la amargura huésped dilatado en mi alma.”

La investigadora Anna Pi i Murugó reseñó el aspecto literario de Pepe a partir del contenido de Tiempo guardado. Cuentos y novelas cortas:

“En la obra de José Alvarado destacan tres géneros: los textos y artículos periodísticos, los ensayos y la prosa, principalmente los cuentos que conforman este volumen.

“Si en los dos primeros apartados podemos rastrear la situación política y social de la época, que de manera satírica y cáustica nos presenta el autor, en los cuentos y novelas cortas se ofrece una visión amarga de la vida y desfilan personajes solitarios, fracasados, abandonados, situados mayoritariamente en un ambiente urbano y hostil.

“A través de El retrato de Lupe, Plácido sin reloj, El retrato inútil, El retrato muerto, Memorias de un espejo y El personaje, descubrimos a un escritor que, si bien fue muy reconocido por sus reportes periodísticos, no se le premió en vida la gran calidad que también ofrecen sus textos de mayor creatividad personal.

“Aunque José Alvarado fue contemporáneo y amigo de escritores tan conocidos como Octavio Paz, Carlos Fuentes, Alí Chumacero, Carlos Pellicer y Abel Quezada, entre otros, nunca buscó la edición de sus obras o la competencia estilística con ellos [...]”

José Alvarado estuvo ligado al periodismo desde su etapa juvenil y estudiantil. En Mis cuarenta años en el periodismo cuenta que publicó su primer escrito en un periódico en octubre de 1926. Se trataba de una revista estudiantil -Rumbo- con un tiraje de trescientos ejemplares, editada en Monterrey por un grupo de alumnos del Colegio Civil. En la ciudad de México fortaleció la vocación. Editó la legendaria Barandal al lado de Octavio Paz y se forjó una trayectoria como reportero, editorialista, columnista y cronista en diversas publicaciones, particularmente arraigado en Excélsior y Siempre! Fue corresponsal de guerra en el Medio Oriente y enviado especial a Europa y América del Sur. De sus viajes por África, China y la URSS dejó testimonios entrañables que, al recordarlos cuatro décadas después, pintaba con nostalgia:

“Vale la pena haber visto el mundo con ojos de periodista durante estos cuarenta años. La más fascinante, dramática y febril historia se ha desarrollado sobre el planeta, sacudiendo almas colosales y llevando a cumbres imponderables a gigantes y a pigmeos. La llama de la libertad ha fundido muchas cadenas y el vasto movimiento humano sobre el globo ha superado el de todos los mares. Muchas ilusiones precarias fueron dispersas por el viento, muchas esperanzas de cíclope fueron realizadas y los grandes sueños, fulgurantes, siguen ardiendo. El hombre enamora a las estrellas con mayor eficacia y arrebata sus misterios a los electrones. La mujer es más bella y el niño nace con mayor número de posibilidades.”

José Alvarado se definió a sí mismo, para formular el sentido y la condición del oficio, a través de una yuxtaposición de afirmaciones y oposiciones. Él mismo es referencia por el bagaje acumulado:

“Los periodistas, según nos place creer, no son migaja de soberbia, estamos curados de vanidad literaria o política; el trabajo nos inmuniza contra la solemnidad o almidón académico. No se conoce el origen, o tal vez resulte ilusorio, pero es uno de los gremios en cuyo seno dura más la juventud, quizá por la necesidad de ver al mundo y la vida todos los días y encontrarlos, pese a todo, como objetos recién hechos o regalos con la envoltura acabada de romper. Hay, claro está, el accidente: desfile de miserias humanas y feria de títeres vestidos, según el caso, de Robespierre con traje adquirido en Laredo, Texas; Casanova de chaqueta prestada; Talleyrand de Pungarabato o Fouché de Cieneguilla; bueno, hasta de Kissinger de Santa María la Redonda. Pero todo enseña y tiene algún grano de sal.”

De igual modo ocurre en el artículo “Imagen del reportero”:

“Ardua, pero bella, fascinante, la tarea del reportero. Quien lo ha sido una vez, no dejará de serlo nunca. Se trabaja, a veces, al filo de la madrugada, en los rincones más sombríos de la noche, en medio de la luz de mediodía o en la hora violácea del crepúsculo. El mundo ofrece así todos sus aspectos, el hombre todos los escondrijos del alma. El reportero transforma en tinta todos los jugos de la vida, da aliento a los números e infunde espíritu a las palabras.”

José Alvarado nos recuerda que la vida es la materia de periodismo y que hay que servirse de la realidad para convertir en escritura todo lo que ocurre, en una labor fundamentada en honestidad, voluntad para una preparación constante y sensibilidad.

Para fortuna de nosotros, su obra no es de las que descansan en paz.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

7/07/10


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