Guerra y seducción

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Los sacerdotes-mercadólogos de la política se aprestan a convencer a sus clientes de que cuentan con las mejores estrategias para ungirlos el próximo año, pero en lugar de óleo sagrado les prometen un cargo público. “Marketing político” llaman a sus servicios para que no parezca de mal gusto mercadear con el voto y hacer de la política un producto más que se compra o se vende al mejor postor.

La popularidad de esta nueva mercancía política se debe a que su éxito ha sido probado. No se ofrece la elaboración de un plan para atender los problemas más urgentes, que en la mayoría de las sociedades son casi siempre los mismos: empleo, salud, educación, seguridad, infraestructura y otros, sino del manejo pertinente y políticamente correcto de ciertos temas, presentados de una forma creativa para captar a la población a que va dirigida y conseguir así el sufragio.

Algunas de las nuevas teorías de la comunicación política con las se intenta garantizar el triunfo electoral tienen dos ejes de pensamiento que dictan las acciones. Uno es tomar las enseñanzas de la milicia para enfrentar una contienda política y otro es utilizar las mejores herramientas creativas de que se pueda echar mano para seducir a los votantes.

Es la razón por la que ciertos autores se han convertido en referencia obligada de los estudiosos de estas propuestas. Fue desenterrado de las bibliotecas y del ámbito castrense el general prusiano del siglo XIX, Carl Von Clausewitz, cuya obra De la guerra se ha tornado la nueva Biblia de los ideólogos del mercadeo político. Clausewitz formaba parte del ejército de su país cuando Francia invadió y aplastó a Prusia en 1806. Apresado y cautivo de los franceses durante dos años, parece que la derrota le ocasión un gran surménage debido a que el supuestamente invencible ejército prusiano había sido derrotado por tropas multinacionales cuyo mayor mérito era crecer al calor de los triunfos de Napoleón.

Esto llevo al gran general a sumirse en reflexiones acerca de la guerra, sus motivaciones y estrategias para eventualmente parir la singular obra De la guerra, en cuyo prefacio considera que lo escrito hasta ese momento no era una verdadera teoría de la guerra sino un “hatillo de trivialidades, lugares comunes y sandeces que pretendían ser coherentes y absolutas”.

Hoy, muchos de los conceptos vertidos por Clausewitz se aplican a la política, especialmente a las disputas electorales. Algunos de manera tosca, hasta rayar en el lugar común debido al manoseo simplista de ciertas afirmaciones del militar prusiano, como la muy conocida sentencia de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Clausewitz propuso que la guerra, en su esencia, es un duelo; y la guerra misma, por tanto, es un duelo a una escala más amplia que “constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”. El arte de la guerra, según este autor, tiene tres objetivos: conquistar y destruir el poder armado del enemigo, tomar posesión de sus materiales o de las fuentes de fortaleza y ganarse a la opinión pública, principios que se adaptan a las contiendas políticas donde la meta es hacerse del poder o conservarlo.

Por la llegada de los conceptos castrenses a los temas político-electorales, las antiguas casas de campaña devinieron en war rooms. Como hongos después de la lluvia aparecieron en el léxico político términos como táctica, estrategia, ofensiva, maniobras, análisis del terreno, identificación de puntos fuertes y débiles, etc. Pero no sólo Clausewitz es hoy una protodivinidad en el altar de la manipulación de los ciudadanos (si los narcos tienen a Jesús Malverde en sus capillas, ¿por qué los consultores no tendrían al Grana General en las suyas?). También Sun Tzu, el guerrero japonés que supuestamente redactó El arte de la guerra 500 años antes de nuestra era, fue catapultado al dudoso rango de consejero áulico electoral.

En el entrenamiento actual para la comunicación política El arte de la guerra es un texto infaltable. Uno de los mantras de Sun Tzu que animan esta nueva aplicación de sus tesis es que “los expertos en el arte de la guerra someten al enemigo sin combate” como un principio fundamental de la estrategia ofensiva, además de que “en el arte de la guerra no existen reglas fijas: las reglas se establecen de acuerdo con las circunstancias”.

Explica Sun Tzu que “toda estrategia va dirigida, en primer lugar, contra los planes del enemigo y, más concretamente, contra el espíritu de su comandante en jefe”, es decir, inducir el ánimo de derrota en el enemigo incluso antes de comenzar la batalla, para lo cual indica que hay una cualidad absolutamente necesaria en los generales: la lucidez.

(A propósito, recuerdo aquella escena de Trece días, la espléndida película que recrea la crisis de los misiles atómicos en Cuba en los sesenta, cuando el presidente Kennedy lee la sentencia del japonés de que “las guerras se ganan primero en los templos” y movido por tan prodigiosa iluminación, manda a su embajador en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a romperle la crisma al representante soviético Anatoly Dobrynin, je, je.)

Si se revisan los textos señalados, realmente hay una enorme riqueza de pensamiento que puede ser aprovechada, no sólo para la guerra sino para la política. Las batallas electorales se han complementado con grandes inversiones publicitarias. Así, las elecciones se han convertido en procesos donde lo que importa es quién tiene a los mejores asesores para colocar en el ánimo de los votantes al candidato y las propuestas de gobierno pasan a último término cuando no son sólo un pretexto para el contenido de los anuncios.

Los recursos publicitarios utilizados en la política son, a fin de cuentas, una manera irreal de presentar a los candidatos. Los spots tienen la intención de seducir al votante, no de hacerlo reflexionar. Pues como bien afirma Jean Baudrillard en su libro De la seducción, ésta “nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio, nunca del orden de la energía, sino del signo y de ritual”. La intención de la mercadotecnia electoral no pretende que el electorado piense que a un candidato le asiste la razón en sus posturas sobre los diversos problemas que aquejan a una sociedad, sino convertirlo en su seguidor por razones irracionales.

Baudrillard de nuevo: “la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real. La soberanía de la seducción no tiene medida común con la detentación del poder político o sexual (porque) la seducción es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que atribuimos el máximo precio”. Antes que Baudrillard, ya Arthur Koestler había intuido magistralmente que en política, como en lo sexual, hay una libido que puede ser estudiada científicamente.

Toda la presentación mediática de los candidatos es eso, una seducción, se-ducere que es desviar de su vía, llevar aparte. Por eso en las campañas no se discuten los problemas sino los temas de campaña para posicionar, para convencer a los indecisos. Según la apariencia del candidato se decide si conviene o no hacer anuncios con formato “talking head” es decir con el aspirante a cuadros. Se diseñan productos publicitarios por segmentos: para mujeres, para ancianos, para jóvenes o trabajadores, según lo que marque la estadística.

Algunas veces ―si resulta conveniente― se utiliza un símbolo para identificar al partido o al candidato: se analiza el terreno electoral para evitar la saturación y con base en ello se determina la duración de los spots, lo que representa un gran reto para los equipos creativos. Los candidatos se asocian con valores que la ciudadanía aprecia y nunca faltan los anuncios emotivos para garantizar la persuasión.


Equiparada la lucha política a la guerra y el trabajo publicitario cada vez más complejo, no sólo explica algunas de las acciones que vemos durante los procesos electorales, sino que nos obligan a preguntarnos quién es realmente el enemigo al que se pretende doblegar, si el contrincante partidista o el electorado.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

23/3/11


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Censura

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo...” dice el comienzo del famoso y provocador poema Aullido de Allen Ginsberg, producto de la creación experimental con drogas que proponía la generación beat a la que pertenecía el poeta.

El libro de Ginsberg apareció en 1956 y poco después fue prohibido. La cancelación de esta censura debió pasar por un proceso legal en el que fue invocada la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que protege las libertades de culto, de expresión, de prensa, de reunión y de petición. Cierto que para la época resultaba desafiante la propuesta estética de los escritores beat que pregonaban el rechazo a los valores estadounidenses, la libertad sexual y el uso de las drogas como vehículo creativo.

Cuando allá por 1740 don François Marie Arouet -mejor conocido por su nom de guerre: “Voltaire”-, tuvo noticias de que el gobierno de Francia había mandado incinerar en la plaza pública cuanto ejemplar de sus Cartas inglesas fue posible confiscar, exclamó maravillado: “Hombre, cómo hemos progresado: antes se quemaba a los escritores… hoy únicamente a sus libros. ¡Esto es civilización!”

Doscientos años después, James Joyce se quejaba en carta a su editor norteamericano: “No menos de veintidós editores leyeron el manuscrito de Dubliners, y cuando, por último, fue impreso, una persona muy amable compró toda la edición y la hizo quemar en Dublín —un nuevo y privado auto de fe.”

En el arte, de manera más nítida que en la construcción de las ciencias sociales, se observan los procesos de totalización, destotalización y retotalización de los que hablaba Nietzsche. Es decir, la construcción de una propuesta o cuerpo conceptual e ideológico que es negado por otro que llega a desplazarlo. La búsqueda de nuevas formas de expresión artística es un fenómeno que aparece una y otra vez en la línea del tiempo y en las que se conjugan una serie de circunstancias que permite a unas iniciativas volverse de tal modo relevantes que marcan hitos en la historia y otras, en cambio, se convierten sólo en manifestaciones efímeras o estrictamente individuales con escasa repercusión social.

Los artistas son quienes muestran el mayor gusto e inclinación por exceder los límites del comportamiento socialmente aceptado, incluso más que la disidencia política, que suele aparecer como respuesta a determinadas decisiones del poder. En esta transgresión que parece inherente al arte radica quizá la razón de la censura que una y otra vez regresa en un intento por tener, parafraseando a Antonio Gramsci, artistas orgánicos, artistas complacientes con el ejercicio del poder y cuya producción contribuya a la permanencia de aquél, lo cual, cuando sucede, condena casi siempre al artista a pasar inadvertido.

Un caso curioso y contrario de algún modo a mi afirmación anterior fue la película La batalla de Argel, producción italo-argelina del director Gillo Pontecorvo sobre el movimiento de independencia de Argelia. Este filme, auspiciado por el gobierno de Ahmed Ben Bella, primer presidente de la Argelia independiente y realizado en 1965, muestra la lucha del pueblo argelino contra el colonialismo francés. La batalla de Argel se exhibió en la ciudad de México en la década de los setenta, en el cine Diana, ubicado en la avenida Paseo de la Reforma. Las escenas tuvieron un impacto inmediato: inflamaron la conciencia antiimperialista del respetable y al terminar la función fue improvisado un mitin que terminó apedreando el edificio de la Embajada de Estados Unidos a unos metros de distancia sobre el Paseo de la Reforma. Of course, el filme fue retirado del cine Diana.

(Como dato de mi archivo personal, en 1998 localicé y entrevisté a Ahmed Ben Bella en su refugio en Suiza. El presidente, como le llaman sus allegados, tenía 82 años y una mente poderosa. Me dijo, en aquella primera conversación con un periodista mexicano desde que en 1958 Luis Suárez lo entrevistara para la revista Siempre!, que la lucha del pueblo argelino se había inspirado en el movimiento zapatista y que él, Ben Bella, había moldeado su estrategia militar en la del Caudillo del Sur. Ésa fue quizá la mejor de mis entrevistas. Naturalmente no recibí el premio nacional de periodismo, pero la dirección del grupo radiofónico dueño del noticiario matutino Enfoque de la ciudad de México, que yo conducía, quiso pagar de mi salario el importe de las llamadas de larga distancia que hice para localizar al presidente. Así que presenté mi renuncia para ir a un lugar mejor. Como bien dice mi querida amiga CM, no es bueno trabajar para alguien que ni entiende, ni aprecia ni le importa tu trabajo.)

La potencialidad disidente del arte, no obstante, siempre se ha sobredimensionado; la magnitud de los manotazos que se le asestan no tiene correspondencia con el nivel de peligrosidad de los productos artísticos sino con el nivel de autoritarismo con que se ejerce un gobierno y que corre a la par de la ausencia de mecanismos ciudadanos para contrarrestarlo. A medida que la sociedad gana instrumentos para ejercer sus derechos, la censura tosca e irracional pierde terreno. Hoy, no podemos imaginar una censura como la que sufrió la cinta La sombra del caudillo, basada en la novela del mismo nombre de Martín Luis Guzmán y realizada en 1960, pero que se pudo exhibir comercialmente hasta 1990 durante el gobierno de Carlos Salinas. Treinta años de censura que llevaron a su director, Julio Bracho, a morir sin ver exhibido el filme.

Las obras de contenido explícitamente político son blanco fácil de la censura, como sucedió con La batalla de Argel que estuvo vetada en Francia durante varios años, las mexicanas Rojo amanecer sobre la matanza en la Plaza de Tlatelolco del dos de octubre de 1968 y La ley de Herodes de Luis Estrada que caricaturiza la forma en que se ejerce el poder el México. Los resultados de la censura han sido casi siempre contrarios a los fines que llevan a impedir que una obra sea vista, por lo cual resultó incomprensible la pretensión de retirar de las salas de cine el documental Presunto culpable. El momento y la sociedad actual ya no resisten estos actos de autoritarismo y opacidad, pero como decía Nietzsche, “Hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas”. El fango que se agregó a la protección de un supuesto derecho a la privacidad, sin embargo, no fue suficiente para cubrir la intención de censurar.

El arte trasciende a las mordazas de la política. Claro que en un primer momento el puño del censor cae con estrépito sobre el escritorio y en ese mismo instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón; La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán; Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa; Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales; No me voy a casar es echada del escenario a punta de pistola y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el apando de la cárcel más cercana… y un largo etcétera para el que no tengo espacio. Mas al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que los nombres de sus verdugos, si alguien los recuerda, es con oprobio.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

16/2/11


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Asaltar la literatura a puñetazos


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




El 27 de febrero se cumplieron 99 años del nacimiento de Lawrence George Durrell, el escritor británico cuya famosa obra, el Cuarteto de Alejandría, le ganó un lugar privilegiado en la literatura universal. Cuando se habla de Durrell se piensa en un hijo de la pérfida Albión, pero en realidad fue un pálido paisano de Gandhi, nacido en la India de padre ingles y madre irlandesa, lo que lo coloca en un mismo costal demográfico -además de literario- con Eric Arthur Blair... mejor conocido como George Owell. Pero sólo recientemente supe que Durrell nunca tuvo la ciudadanía británica y, un dato no confirmado, que siempre se resistió a ser considerado inglés.

La tetralogía de Durrell -Justine (1957), Balthazar (1958), Mountolive (1958) y Clea (1960)- es una fiesta de fuegos artificiales en cuanto a recursos lingüísticos, el manejo de los personajes y las atmósferas; y al mismo tiempo una obra de excelente y propositiva factura formal. “Como la literatura no nos ofrece Unidades, me he vuelto hacia la ciencia, para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad”, escribió crípticamente Durrell acerca de su aspiración de representar el espacio-tiempo en esta obra. Confieso que después de leer en dos ocasiones el Cuarteto nada se agregó a mi conocimiento de la teoría de la relatividad -que es muy escaso, por no decir nulo- pero en cambio mi entusiasmo por la literatura de Durrell creció exponencialmente.

Las cuatro novelas narran, desde la perspectiva de otros tantos personajes, prácticamente el mismo periodo y los mismos acontecimientos. Sólo en Clea hay un desarrollo de la trama que abarca un periodo más largo que las otras novelas. La pluma creativa de Durrell hace, sin embargo, que cada novela resulte diferente, como si fuese una historia distinta la que se cuenta. La voz narrativa de los personajes, cargada de una espectacular riqueza interior, se funde imperceptiblemente con los recursos literarios formales y da al lector la impresión de acercarse, en cada volumen, a una historia nueva con los mismos actores.

En diversos análisis de esta cuarteta de novelas se ha señalado la viveza que logra Durrell en la descripción de la ciudad de Alejandría –lugar donde se desarrolla la trama- hasta convertirla en una protagonista más de la obra: un sitio escurridizo y misterioso que no se deja atrapar. La relación entre el narrador-escritor de la primera novela, Darley, con Justine, la protagonista, parece ser una analogía de la mirada occidental de aquél frente a los enigmas de la cultura árabe: “Lo que me hechizaba era la ilusión de que tal vez podría llegar a saber cómo era de verdad”, dice el narrador de su amante. Y al igual que Justine, parece que la ciudad se resiste a ser descifrada por los ojos extranjeros de Darley, visto que muchas de sus percepciones quedan exhibidas como simples, incompletas o ajenas si se confrontan con la capacidad natural de Clea o Balthazar para escudriñar su esencia misteriosa. Esta naturaleza huidiza proviene en parte de su complejidad, semejante a la de Justine, descrita por Darley como “una hija auténtica de Alejandría, es decir, ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura”.

Las relecturas de este libro maravilloso son siempre aleccionadoras y sorprendentes. Cuánta razón asiste a los críticos cuando aseguran que Durrell ofreció a sus lectores cinco libros: cada una de las novelas, que pueden no depender una de otra, y las cuatro que, en conjunto, son una obra aparte. La primera lectura me impactó con el trabajo formal del género, la meticulosidad con que se desarrollan las cuatro historias y los abundantes recursos que puso de manifiesto Durrell para hacer cuatro libros diferentes a partir del mismo argumento. En la novela autobiográfica El libro negro, publicada en 1938, el escritor describe nítidamente el secreto de su oficio: “Un ataque, con los puños desnudos, a la literatura”.

En una segunda lectura, después de haber dejado reposar los libros unos diez años, mi interés se centró en los personajes y cómo en cada libro se agregan pinceladas que no modifican el retrato original sino sólo lo hacen más complejo. Personajes como Melissa, la prostituta griega enamorada de Darley y quien mejor describe la relación amorosa del escritor con Justine. Clea, enigmática y sabia. Balthazar, más enterado que un narrador omnipresente. Nessim, poderoso y débil al mismo tiempo. Incluso personajes secundarios como el barbero Mnemjian, el sirviente Hamid, Pombal, Leila, Scobie, Naruz y Capodistria tienen un encanto irresistible.

Balthazar es mi novela preferida de las cuatro, por la enorme riqueza del lenguaje con que Durrel dotó a su personaje. Ésta es quizá una afirmación osada, pero siempre me pareció que Balthazar, el personaje que da nombre a la segunda novela, más que médico -tal es su oficio en la historia- se asemeja a los druidas galos, poseedor de una sabiduría casi mágica que le permite ser condescendiente con los actos más siniestros o más sublimes de los humanos y dueño también de una serenidad que trasciende las emociones que insuflan vida a los personajes con los que convive y que forman parte irremplazable de su propia vida.

Emociones que él explica puntualmente: “La etiología del amor y la locura son idénticas, sólo es cuestión de grado”. A fin de cuentas parece flotar siempre sobre los personajes la ambición febril por explicar intelectual o emotivamente el amor.

Espero poder robarle tiempo al tiempo para concluir una pausada tercera lectura del Cuarteto, en tributo humilde al ya cercano centenario del nacimiento de este excepcional escritor. En esto de las relecturas soy epígono de Henry Miller, contemporáneo y amigo de Durrell, quien predicaba a los cuatro vientos que cada lectura es historia del lector y no del escritor, quien ya hizo su parte y no espera ser juzgado. Miller lo dice así: “Es tu historia, querido lector (...) y si careces del sentido necesario para percibirla, tanto peor para ti. Pues todos nosotros hemos nacido de la misma madre, hemos bebido la misma leche áspera, y hemos de volver al mismo seno celestial, más prudentes quizá pero no más tristes, y ciertamente, no peores por la experiencia. Cualquier pasaporte que hayamos utilizado aquí abajo será sin la menor duda marcado con la palabra inválido”.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

2/3/11


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