Medio pan y un libro

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


La pregunta: ¿para qué sirve la literatura?, debiera ser una necedad indigna de ocupar el tiempo de los lectores y los espacios generosos que JdO recibe cada semana en tantos medios. A menos que… ¡No! ¡Alto! La literatura sí tiene una función. No sirve en el sentido utilitario de los productos que la publicidad nos propone a toda hora. Sirve en cuanto faro que nos señala un camino, nos permite conocernos, nos abre la puerta a mundos fantásticos y ahuyenta la sobrecogedora sensación de que sólo estamos en esta tierra para comer, crecer, reproducirnos y morir.

¿Romántica y absurda idea? En los correos de mis lectores hay quién dice que un libro lo obligó a mirarse a las entrañas; quién que una catarata de imágenes y recuerdos llevó lágrimas a sus ojos; quién que fue arrebatado por una sorpresa luminosa; quién que en el hilado de imágenes de una poesía encontró la respuesta a sentimientos que le laceraban el alma. Para todos ellos la literatura tuvo un sentido. Una utilidad.

En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa toma como pretexto el análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que todo escritor se hace alguna vez y que para todo autoritario, grande, pequeño, eficaz o fracasado, es una pesadilla: ¿es subversiva la literatura? Y aquí encuentro otra función de las letras (de la literatura y de los libros, contenido y continente): salvaguardar la esencia humana.

“¿Por qué destruyen libros los hombres?”, se pregunta con candor Fernando Báez en su ensayo. Y se responde: “Tal vez... los motivos profundos estén en una declaración de Fred Hoyle, astrónomo y novelista. En De hombres y galaxias, escribió que cinco líneas bastarían para arruinar todos los fundamentos de nuestra civilización. Esta posibilidad terrible, impertinente, codiciosa, nos aturde y no habría razones para no pensar que, tras la excusa autoritaria, se esconda la búsqueda obsesiva del libro que contenga esas cinco líneas.” (¿Recuerdan mis lectores la trama de El nombre de la rosa?)

La memoria colectiva decidió dejar rastro escrito por primera vez hace 5 mil 300 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, comenzó el hombre a destruir esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos, el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros son peligrosos porque sirven para hacernos libres. Como yo francamente no encuentro diferencia entre quienes enviaron a la hoguera los manuscritos inéditos de Bábel y los que pretendieron prohibir la circulación de Ulises o la de Cariátide, deduzco entonces que la literatura tiene una utilidad.

(Me es inevitable recordar al llorado Voltaire cuando al enterarse de que los ejemplares de Cartas filosóficas se estaban quemando en las plazas públicas de París, exclamó con aquella su tremenda ironía: “¡Vaya, cómo hemos progresado! Antes se incineraba a los escritores… ahora el fuego es sólo para los libros. ¡Eso es civilización!”)

A mí me parece pleonástico hablar de la relación que tenemos con los libros. Es como hablar de la relación que tenemos con lo humano. Hay escritores que fulguran desde la primera letra del primer párrafo de la primera página de sus textos. Vasconcelos sostenía que esos libros deben leerse de pie. Yo digo que no pueden ser abiertos impunemente... ¡como tampoco hacer el amor!  Un momento cualquiera vamos por la vida atendiendo nuestros propios asuntos y en el siguiente, ¡zas!, un tono de voz, un aroma, un roce de piel… o el primer párrafo de un libro, tienen en nosotros el efecto de un rayo y ya no volvemos a ser iguales.

La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y espléndidas disquisiciones. Tomemos por ejemplo a Henry Miller. De entre su obra, Los libros en mi vida me hipnotiza. Es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en este autor. El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las presenta. Es como una larga reseña de sus lecturas, a las que no califica sino explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué. Dice Miller que el libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Que los libros deben mantenerse en constante circulación, como el dinero. Que el libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. Que enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza.

Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir.

Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o a crearse por el hombre.

Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros. De mi querido amigo son estas palabras: Poder leer es ya no volver a estar solo. Desde temprana edad, los libros me han sido compañeros inseparables: en ellos contraje ese bello «vicio impune», el único que no suscita remordimientos: el de la lectura”.

Podría escribir un libro con citas así. Como de Samuel Johnson, quien, según sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas. O sobre la defensa de los tomos subrayados de Sáinz, para quien un texto se convierte en la lectura única e intransferible de un ser singular cuando éste le mete pluma y resaltador a las páginas. O quizá sobre el aspecto subversivo y liberador de la literatura, magistralmente abordado en La tentación de lo imposible de Vargas llosa.

Un mar de tinta y una montaña de papel no bastarían para consignar todo lo que puede escribirse acerca de lo que Robert Darnton llamó El coloquio de los lectores y yo, las afinidades secretas.

Pienso que esta relación de lo humano y lo escrito fue magistralmente expuesta por Federico García Lorca en septiembre de 1931 durante la inauguración de la biblioteca del pueblo Fuente Vaqueros, en Granada. Medio pan y un libro, tituló la alocución que con alegría comparto:

“Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. «Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre», piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

“Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.

“No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

“Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

“¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor, amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.

“Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: «Cultura».

 “Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz”.

Termino con otra cita, ésta de Xavier Villaurrutia, en la famosa carta que le dirigiera a un joven escritor allá por 1936:

“¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que apren­dí en André Gide acerca de la salvación de la vida? ‘Aquel que quiera salvarla, la perderá –dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva’. Releyendo una pági­na de Chesterton, encuentro algo que es, en esen­cia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: ‘En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido’. ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la du­da, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influen­cias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.”

Amén.

Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

25/4/11


Si desea recibir la columna en su correo, envíe un mensaje a: juegodeojos@gmail.com







 

 

Amo y esclavo de la palabra



Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Durante los últimos veinte años de su vida Winston Churchill fue aclamado como el más grande inglés de su tiempo y a su muerte, el 24 de enero de 1965 a los 91 años de edad, millones de seres humanos le guardaron luto en todos los rincones de la tierra. Con su nombre se han bautizado desde buques de guerra hasta cigarrillos; los libros sobre su vida y obra podrían llenar una biblioteca; la televisión y el cine lo estelarizaron; los cuadros que pintó se venden a precios exorbitantes en las galerías más afamadas y sus frases y dichos han sido inmortalizadas en letras de bronce en recintos cívicos en todas las latitudes.

Winston Churchill es sin duda una de las figuras más importantes del siglo XX. Su vida política se extendió de 1911 a 1955, cuarenta y cuatro agitados años durante los cuales el mundo se vio envuelto en dos guerras mundiales y las relaciones geopolíticas dieron un giro de 180 grados. Dos veces Ministro de la Marina (Primer Lord del Almirantazgo), Ministro para Pertrechos de Guerra, Ministro del Interior, Ministro de Hacienda, dos veces Primer Ministro y miembro de la Cámara de los Comunes tanto por el Partido Liberal como por el Conservador.

Fue también soldado y periodista. En marzo de 1916 en el frente occidental una granada alemana estuvo a punto de alcanzarlo. “Diez metros más a la izquierda –escribió a Clementine, su esposa- y hubiera sido el fin de una vida de altibajos, el obsequio final e inapreciado para un país malagradecido”.

Orador compulsivo y escritor enorme y prolífico, dejó, en la azorada reflexión de David Cannadine, “Una incomparable e intimidante montaña de palabras”. Según las cuentas de este editor, entre 1900 y 1955, Churchill pronunció en promedio un discurso a la semana: ocho volúmenes con más de cuatro millones de palabras.

En 1953 Churchill recibió el Premio Nóbel, mas no por su extraordinaria carrera como estadista, sino por su obra literaria (que por cierto hoy comienza a cuestionarse). He aquí a un hombre notable en todos los sentidos, incluyendo los excesos y las pasiones, cuya infancia y juventud, sin embargo, no fueron preludio de nada sobresaliente. Al contrario, fue un niño enfermizo y torpe, nada brillante y rechazado por sus compañeros de escuela. Era bajo de estatura, más bien jorobado, de andar torpe, piel delicada, mentón débil y cintura generosa. Y como si todo eso no fuera desgracia suficiente, tartamudo.

Winston Leonard Spencer Churchill nació en 1874 en el palacio Blenheim de Oxfordshire, al oeste de Londres, hijo del político conservador Lord Randolph Churchill y de la norteamericana Jennie Jerome. Fue descendiente directo de John Churchill, primer duque de Marlborough (1650-1722) y tuvo una infancia solitaria criado por su nana, la señora Everest. Recibió instrucción en la escuela Harrow, en donde fue una medianía. Lo admitieron en el colegio militar de Sandhurst después de presentar tres veces el examen de admisión y causó alta en el Cuarto Cuerpo de Húsares en 1895, el año en que su padre murió.

El lector recordará de anteriores entregas una frase que me gusta repetir a riesgo de caer en el odiado lugar común: una permanente autoconstrucción interna. Es decir, esa capacidad que todos llevamos pero que pocos ejercen, que impulsa sin cesar el crecimiento emocional e intelectual. Algo así como el aprendizaje y la educación permanentes. Creo que Winston Churchill es el ejemplo más acabado de ello. Para ser estadista tuvo que ser orador. Para ser orador no podía ser tartamudo... ergo, superó ese impedimento a pura fuerza de voluntad.

En la constelación de nombres y hazañas que pueblan la historia de la Pérfida Albión, Winston Churchill es sin duda uno de los que más evocan la imagen del sacrificio generoso, la valentía ante la adversidad y el amor férreo a la patria, virtudes acentuadas por una elocuencia magnífica fijada en una prosa dura y limpia como metal bruñido.

Por eso resulta un tanto asombroso e incómodo, al recordar las virtudes de este hombre, contrastarlas con el juicio que mereció de sus compatriotas durante una buena parte de su carrera: Inflado, huero, superficial, ofensivo, insensible, administrador mediocre, inestable... parece que los adjetivos críticos fueron tan abundantes en su vida como los elogiosos son hoy a su memoria.

David Cannadine juzga que “parte del problema fue que lo mismo exuberante de su retórica y la desconcertante facilidad con que la aplicaba a causas diversas e incluso contradictorias, sirvió para reforzar la sensación difundida desde muy temprano en su carrera y hasta bien entrada la década de los cuarenta, de que era un hombre de temperamento inestable y juicio deficiente, sin pizca del sentido de las proporciones [...] Además, la prosa bruñida de Churchill frecuentemente asestaba graves ofensas y reforzaba otra crítica extendida: que era por completo insensible a los sentimientos de los demás [...] Como una vez dijo Attlee, ‘el señor Churchill es un gran amo de las palabras, pero es algo terrible cuando el amo de las palabras se convierte en un esclavo de ellas, porque nada hay tras esas palabras, sólo son frases ofensivas’ [Su oratoria] con frecuencia sonaba falsa, vana, pomposa e inflada [...] Después de escucharlo, una mujer opinó que era ‘un ridículo hombrecillo, detestable cual actor cómico’, con sus brazos cruzados, ‘su mechón alborotado y su vocecilla de teatro popular’.

Conocí a mujeres y hombres que aún recordaban con emoción las arengas de Churchill transmitidas por la bbc, y su tono de voz más bien apagado que contrastaba con las ideas certeras y las metáforas deslumbrantes de sus discursos. ¿Cómo construir la capacidad de decir tantas cosas en tan pocas palabras? Sólo los verdaderos estadistas tienen ese don. El 18 de junio de 1940, en una de las horas negras de la nación, en vísperas de la “Batalla de Inglaterra”, con el sombrío sentimiento de que el pueblo inglés llevaba a sus espaldas todo el peso de la agresión nazi, Churchill se dirigió a la Cámara de los Comunes en una alocución memorable:

“Seamos fuertes en nuestro deber, y con tanta fortaleza, que si el Imperio Británico y el Commonwealth existieran dentro de mil años, la humanidad seguiría diciendo: Este fue su gran momento.”

Dos meses después, el 20 de agosto, ya con las bombas alemanas cayendo día y noche sobre el país, de nuevo subió a la tribuna para expresar magistralmente el sentimiento de la nación hacia el puñado de bizarros pilotos de combate que defendían los cielos de la Patria:

“Nunca antes en el campo del conflicto humano, tantos debieron tanto a tan pocos.”

El Diccionario Oxford de Citas Célebres consigna 54 referencias a Churchill, lo que lo coloca en el nivel de los clásicos de la antigüedad. Y la lectura así sea a vuelapluma de sus discursos es un viaje de asombros por su capacidad para construir imágenes siempre sugerentes, con frecuencia deslumbrantes y en ocasiones hilarantes. Algunas tomadas al azar: “Los imperios del futuro serán los imperios del espíritu” (6 de septiembre de 1943);  “Desde Stettin en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, una cortina de hierro ha descendido a lo largo del continente” (5 de marzo de 1942); “Si Hitler invadiera el infierno, hablaría a favor del diablo en la Cámara de los Comunes” (11 de noviembre de 1940).

Su sentido del humor también fue legendario. Según recordó su hijo en una entrevista con la bbc en 1992, durante una estancia como huésped en la Casa Blanca, salió de la regadera -se imaginará usted en qué atuendo- y se topó con Roosevelt. Sin inmutarse, Churchill expresó: ¡El Primer Ministro no tiene nada que esconder al Presidente de los Estados Unidos!”

Otra anécdota que se popularizó con otros personajes y otros ingredientes, se debe a la memoria de Consuelo Vanderbilt. En una reunión, Churchill se topó con Nancy Astor, con quien tenía un mutuo desagrado. Con fingida sonrisa y agudo sonsonete, la mujer le dijo: “Milord, si yo fuera su esposa… le pondría veneno en su café…” A lo que respondió el estadista: “Señora, si yo fuese su marido... ¡lo bebería!”

Nonagenario, enfermo y agotado el cuerpo, ya cerca de la muerte, Winston Churchill se presentó en la ceremonia de graduación de Sandhurst, su alma mater, para dirigirse a la nueva generación de cadetes. Durante la ceremonia estuvo dormitando. Cuando llegó el momento de su discurso, ese hombre que fuera “amo y esclavo de la palabra” y uno de los ingleses más conocidos de todos los tiempos, hubo de ser auxiliado hasta el podio desde donde, encorvado pero con el mismo fuego de siempre en la mirada, pronunció su último y, me parece, el más extraordinario de sus discursos.

“¡Jóvenes!”, dijo: “¡Nunca se rindan!”

“¡Nunca!”

“¡Nunca!”

“¡Nunca!”



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

18/5/11




































Dolor, acción y palabra

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


A Javier Sicilia, alegoría de la rabia y el dolor
de un pueblo decidido a no dejarse vencer por el silencio.


Por estos días recorre el mundo, y entre nosotros, la imagen de que México es un país en problemas. A la brutal desigualdad, a la criminal impunidad, al asfixiante centralismo, ahora se suma la violencia del crimen organizado en sus diversas facetas. ¿Treinta mil muertos? ¿Miles de secuestrados? Debía bastar uno solo para generar una gran alerta nacional.

Sustituir la cultura de la guerra por la cultura de la paz. Detengámonos unos instantes en este concepto. México, escuchamos a diario, está en una guerra contra el crimen organizado que se ha ramificado en toda la sociedad. Pero hay otra guerra en la que hemos fracasado: la guerra contra la pobreza que agobia a nuestro pueblo. “El mal que causa mayor sufrimiento –dice H. Cohen- es la pobreza. La pobreza es la figura histórica en la que se concreta el sufrimiento de la humanidad; pero la pobreza no es una fatalidad, un destino: es causada por el ser humano. Por ello es histórica y por ello es una injusticia. Si la desigualdad entre los seres humanos es resultado de la acción humana, ¿tiene sentido hablar de igualdad? No, si no asumimos la responsabilidad de la injusticia. El pobre no es pobre porque pague una culpa, sino porque vive en una situación de injusticia creada por los otros hombres… y por lo tanto, éstos tendrán que responder por ella”. Es ésta la verdadera guerra que debemos librar. El crimen organizado es sólo una consecuencia. La raíz profunda de nuestros males es la pobreza y la injusticia que no hemos sabido solucionar.

Al decir “México”, debiéramos abrir los ojos y el corazón al momento que vive la nación. Nos horrorizamos con las imágenes en el noticiario y las narraciones de los diarios, pero somos autistas para lo que no nos afecta directamente. No pensamos, como lo advirtiera Martin Niemöller, que la inacción frente al mal pavimenta su camino a nuestra puerta. Todos recordamos la última línea de aquél su doloroso verso: “Y entonces vinieron por mí… pero ya no había nadie que alzara la voz”.

Me parece que la reconstrucción –o construcción, como lo prefieran- de la idea de “México”, pasa por recuperar el sentido y el valor de la acción individual como lo está haciendo hoy Javier Sicilia, como en su momento lo hicieron Rosario Ibarra, Isabel Miranda, Nelson Vargas, Alejandro Martí y muchos otros que tuvieron el valor de no permitir que el silencio ahogara su dolor.

Los asesinatos en Juárez nos indignan, pero no nos mueven a la acción. Leemos las cifras de los muertos en el combate al narcotráfico como las de las bajas en Irak o las cifras del genocidio en Ruanda. La conducta indignante de gobernadores y altos funcionarios y la presunción de que han delinquido, apenas nos merece un alzamiento de hombros. Que doce millones de mexicanos sobrevivan con diez pesos al día ha dejado de ser noticia.


* * *

El dolor no tiene explicación. Lo sufrimos, pero si queremos entenderlo no ternemos palabras que lo descifren. Para nombrar algo que nos desgarra y quiebra contamos apenas con unos cuantos pobres y limitados vocablos. Si grito: “¡me duele!”, puede ser lo mismo un golpe que el vacío que deja la muerte, la tristeza por el sufrimiento ajeno, o la pérdida del amor.

El dolor es nuestro gran y perenne acompañante. Siempre con nosotros, nos descubre a la primera luz y cierra nuestros párpados en el instante en que nos disolvemos en la eternidad. Es el sudario del fugaz paso por este mundo que algunos llaman valle de lágrimas. Nada más humano que el dolor. El dolor es tan nuestro, que si le ponemos medida, resulta más largo que la vida y más intenso que el amor.

“Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!” Así se quejaba Job nada menos que de la violencia del Altísimo.

Pero tal vez esta murmuración sin esperanza encierre una posible solución al dilema del dolor. La palabra es la luz. El silencio las tinieblas. La palabra es el dolor pero también el silencio lo es. En las entrañas de esta paradoja busquemos la respuesta a la elusiva comprensión del dolor.

Porque hemos querido explicarlo en lugar de vivirlo, porque queremos describirlo en lugar de aceptarlo, nos aprisiona y nos conduce por el más lastimero de los senderos. Si hablo, no encuentro alivio a mi dolor. Si callo ahí permanece, quemándome las entrañas y triturándome los huesos.

¿Estamos entonces ante una más de las inapelables miserias de nuestra existencia? La palabra, lo más humano de lo humano, con lo que nombramos al mundo por el que transitamos, es a la vez descripción y causa eficiente del dolor. “Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!”

Esa pregunta tiene un timbre banal y necio y sin embargo debemos formulárnosla. El dolor no puede ser pasajero. El dolor es una condición tan humana como respirar.

El dolor nos duele de muchas formas. Todas inefables aunque pretendamos lo contrario. Entre las más profundas está aquella que acompaña a la muerte de un ser querido porque anticipa nuestra propia finitud y hace real lo que antes sólo fue la sospecha de que el tiempo no es nuestro, nos fue prestado y se nos escurre entre los dedos.

Por eso es que nada podemos decir a quien sabe que nunca más en esta vida escuchará aquel timbre de voz ni sentirá el calor de esa mano sobre la suya. Nada, realmente. Sólo podemos ofrecer compasión. Sólo nos es permitido desear que el sufrimiento se temple en la certeza de que con la muerte lo único que acontece es que alguien ha dejado de estar aquí... mientras los demás aguardamos nuestro propio ocaso.

El dolor por lo inconcluso es quizá más intenso porque es a la vez padre e hijo de la desesperanza. Es la palabra no dicha, la confesión reprimida, el perdón negado. Dice un verso de Cernuda que el amor es lo eterno y no lo amado. Entonces el dolor no nombrado es eterno.

Hay heridas que uno arrastra consigo hasta la muerte, y sólo cabe ocultarlas ante los demás. Quizá algunas heridas nos acompañen al más allá. Pienso en las últimas palabras de Isaac Bábel frente a los negros ojillos del pelotón de fusilamiento: “¡Permítaseme terminar mi trabajo!” No pedía clemencia. No rogaba por su vida o por su pequeña hija. Era un grito de dolor por aquello que dejaba pendiente en el amargo camino de la vida.


* * *

El escritor judío Amos Oz ha luchado desde 1977 por un acuerdo que permita a judíos y palestinos vivir en paz en ese pequeño territorio que llamamos Israel. Oz ha tenido el valor de asumir un compromiso para enfrentar al fanatismo, tanto el de los palestinos como el de sus propios compatriotas. Quien esté al tanto de la situación en aquella parte del mundo estará de acuerdo en que esa no es una posición fácil. En su libro Cómo curar a un fanático nos dice:

“Creo que si una persona atestigua una gran tragedia –digamos que un incendio- siempre tiene tres opciones. La primera: alejarse lo más rápido posible y dejar que ardan los lentos, los débiles y los inútiles. La segunda: escribir una colérica carta al editor de su diario preferido y exigir la destitución de todos los responsables de la tragedia; o en su defecto, convocar a una manifestación. La tercera: conseguir una cubeta de agua y arrojarla al fuego; en caso de que no se tenga una cubeta, buscar un vaso; en ausencia de éste, utilizar una cucharita –todo mundo tiene una cucharita.

“Sí –dice Amos Oz-, cierto que una cucharita es pequeña y que el incendio es enorme… pero somos millones, y todos tenemos una cucharita. Quisiera fundar la Orden de la Cucharita. Quisiera que aquellos que comparten mi visión –no la de echarse a correr o escribir cartas, sino la de utilizar una cucharita- salieran a la calle con el distintivo de una cucharita en la solapa, para que nos reconozcamos quienes estamos en el mismo movimiento, en la misma fraternidad, en la misma orden, la Orden de la Cucharita.”

Es decir, la suma de las aparentemente pequeñas voluntades y acciones es lo único capaz de poner remedio a los más grandes males. En el caso de México, esos males se llaman pobreza, desigualdad, injusticia e impunidad. Terminemos con ellos y habremos resuelto el azote de la inseguridad. Sumémonos a los Sicilia, a las Ibarra y Miranda, a los Vargas y Martí… No permitamos que el silencio nos ahogue en sangre.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

3/4/11


Si desea recibir la columna en su correo, envíe un mensaje a: juegodeojos@gmail.com