El periodismo no es un oficio de cínicos
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Miguel Ángel Sánchez de Armas





Ni siquiera en el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: “Hoy he descubierto algo importante, pero ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo”!
Manuel Buendía

Cuentan que a Riszard Kapuscinsky sólo lo pudieron separar de su máquina de escribir cuando lo llevaron al quirófano, y que despertó de la anestesia para despedirse y morir. Tenía 74 años. Pienso que tal vez más que de enfermedad, murió de tristeza al saber que su carrera había llegado al final.


Hay hombres que forjan sus propias leyendas y Kapuscinsky fue uno de estos privilegiados. Estudió historia y abrazó el oficio de reportero en un pequeño diario de su natal Polonia. Por confesión propia llegó a los 25 años de edad sin haber leído una obra “verdaderamente importante”, pero no corrió la suerte de tantos y tantos periodistas que languidecen sin pena ni gloria en el oficio o que entran en un proceso de degeneración, sin ideales, sin fe, “pero eso sí –Manuel Buendía dixit-, con un gran apetito de rápidas ganancias”.


De esos modestos inicios se alzó para ser considerado el padre del “nuevo periodismo”, un reportero a quien García Márquez llamó maestro. “Tienen fuego en el vientre” dicen los anglosajones de esas personalidades indómitas que parecen no conocer fronteras. En el caso de Kapuscinsky, quizá sea el título del penúltimo de los quince libros que escribió el que mejor explique el camino que eligió: Los cínicos no sirven para este oficio.


No me equivoco, entonces, si propongo que a Kapuscinsky lo movió el amor. El amor y el respeto por sí mismo y por su profesión. El amor por la verdad. El amor por la palabra. El amor por la inteligencia y el conocimiento.


En Los cinco sentidos del periodista escribió: “¿Por qué algunos textos pueden vivir cien años y otros textos mueren al día siguiente de su publicación? Por una diferencia capital: los textos que viven cien años son aquellos en los que el autor mostró, a través de un pequeño detalle, la dimensión universal, cuya grandeza dura. Los textos que carecen de este vínculo desaparecen”.


Antoine de Saint Exupèry explicó este principio con otras palabras: “Si quieres construir un barco, no reclutes hombres para que recojan madera, ni dividas el trabajo, ni des órdenes. En vez eso, mejor enséñales a anhelar el inmenso e infinito mar”.


Este anhelo de lo inmenso e infinito, si lo pensamos bien, explica que la obra de Kapuscinsky sea de las que durarán cien años. El polaco subió al Panteón en donde habitan otros periodistas que trascendieron las limitaciones artificiales de nuestro oficio: John Reed, Louis Fischer, Arthur Koestler, George Orwell, George Polk, Manuel Buendía, José Alvarado, Edmundo Valadés, André Malraux, Walter Lippmann, Martín Luis Guzmán, por citar algunos nombres que me vienen a la mente.


Es claro que Kapuscinsky supo reconocer y fue heredero de una gran tradición periodística. Muy joven decidió salir de Polonia y durante años fue corresponsal en las más recónditas regiones del planeta. Algunas de sus hazañas me recuerdan la que consignan Christian Brincourt y Michel Leblanch en un tomo maravilloso titulado Los reporteros, publicado a principio de los setentas del siglo pasado:


“A comienzos de este siglo la simple palabra ‘reportaje’ era sinónimo de hazaña, y los que lo efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también, y quizás ante todo, aventureros. En aquella época no había jets y el teléfono no funcionaba en el ámbito internacional. El reportaje en el extranjero era una expedición.


“El 1 de enero de 1930, el diario Le Matin envió a Joseph Kessel, uno de sus grandes reporteros, a seguir las rutas de los mercaderes de esclavos en Abisinia. (...) Para trasladarse a la base de su reportaje, Kessel y sus amigos navegaron durante tres semanas.


“Formaban su equipo cuatro hombres: el teniente de navío La Blanche, un médico meharista que hablaba árabe, Emile Peyré, y Henry de Monfreid, indiscutiblemente el rey del tráfico en el Mar Rojo. Monfreid era el hombre clave del reportaje. Gracias a él Kessel pudo llegar hasta las rutas secretas de los mercaderes de esclavos. El conjunto de la operación, financiada por Le Matin, debía durar algunas semanas. En realidad, las semanas se convirtieron en seis meses y el reportaje tuvo por escenario Etiopía, el desierto de Somalia, el Mar Rojo y el Yemen.


“Durante seis meses de reportaje, Kessel y su equipo vivieron mil aventuras en mil escenarios distintos. El Rey de Reyes les condecoró; se vieron mezclados en la terrible guerra tribal de los dankalis y los issas; estrellaron un avión en los altiplanos de Abisinia, compraron mulas y camellos para atravesar durante quince días un desierto abrasador, viviendo únicamente de dátiles y de arroz, y descubrieron finalmente las caravanas de esclavos. Asistieron al rapto de pastores que eran vendidos en el mercado de esclavos, cambiaron bloques de sal por monedas de oro; se enfrentaron con un motín de sus camelleros; buscaron refugio en los fortines somalíes; cruzaron el Mar Rojo en una barca de pesca durante una terrible tempestad y esperaron un mes en el Yemen la autorización del Imán que les permitiera visitar Sanaa, la capital de la esclavitud. Y descubrieron al último gran señor turco, Ramhib Bajá, asistieron a la revuelta yemenita y presenciaron cómo eran decapitados los prisioneros. Al regreso, el reportaje de Kessel fue anunciado con carteles por las calles de París. Le Matin tiró 120 mil ejemplares adicionales. El reportaje había costado en aquella época un millón de francos.”





sanchezdearmas@gmail.com





Rarezas de la historia


Miguel Ángel Sánchez de Armas




Una de mis citas favoritas es del filósofo norteamericano de origen español George Santayana: “Quien no conoce la historia está condenado a repetir sus errores”. Alguna vez al hablar de cierta condición patológica de la clase política lo parafraseé así: “Quien conoce la historia seguramente va a repetir sus errores”.


Don George nació en Madrid el 16 de diciembre de 1863 y fue bautizado como Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana. Pasó la infancia en Ávila y muy joven sus padres lo llevaron a Boston. Estudio en Harvard y se doctoró en Cambridge. Fue un afamado maestro entre cuyos discípulos estuvieron T. S. Elliot, Gertrude Stein, Wallace Stevens, Walter Lippmann y H. A. Wolfson. Escribió su gran obra filosófica y su única novela en inglés. Y aunque se cambió el nombre, nunca renunció a la ciudadanía española. Murió el 26 de septiembre de 1952 en Roma.


El pensamiento de Santayana siempre me acompaña. Fue un día luminoso aquél en que descubrí La vida de la razón. Las reflexiones más profundas, las que más nos mueven y transforman nuestras vidas, suelen ser de una apabullante sencillez, verdades por sí evidentes: “Quien no conoce la historia está condenado a repetir sus errores”. Si aplicamos esto tanto a nuestra vida personal como al mundo que nos rodea, el caos aparente comienza a ordenarse.


Es fascinante el sentido histórico, entre otras razones porque de vez en vez nos revela escalofriantes coincidencias que no parecen tener explicación razonable, salvo quizá que obedecen a lo voluble y torcido de la condición humana. Por ejemplo, los paralelismos macabros en las muertes violentas de personajes públicos. Entre muchos casos, citaré dos, Polk – Buendía y Lincoln – Kennedy (éste compartido por Cristóbal Montaño).


George Polk y Manuel Buendía fueron periodistas incómodos. El primero fue asesinado a tiros el domingo 16 de mayo de 1948 y el segundo el miércoles 30 de mayo de 1984. Atención al mes y año. A Polk lo echaron a la bahía de Salónica. A Buendía lo dejaron sobre la acera de una gran avenida.


Ambos fueron eliminados por las mismas razones: el periodismo de Polk le colocó en la mira de todos los bandos en una guerra fría; el periodismo de Buendía le colocó en la mira de todos los bandos en otra guerra fría. Los colegas de Polk pusieron el grito en el cielo, organizaron una comisión ad hoc y fundaron un premio con su nombre. Los colegas de Buendía pusieron el grito en el cielo, organizaron una comisión ad hoc y fundaron un premio con su nombre. Al día de hoy los asesinatos permanecen sin aclarar, aunque en ambos casos algunos presuntos responsables fueron encarcelados.


Las vidas de Abraham Lincoln y de John F. Kennedy tienen un asombroso paralelismo. Lincoln fue elegido al congreso en 1846 y Kennedy en 1946. Lincoln fue elegido Presidente en 1860 y Kennedy en 1960. Ambos fueron promotores de los derechos civiles. Las esposas de ambos perdieron hijos cuando todavía estaban en la Casa Blanca. La secretaria de Lincoln se apellidaba Kennedy y la secretaria de Kennedy, Lincoln.


Ambos fueron asesinados en viernes de tiros a la cabeza, Lincoln en un teatro llamado Ford y Kennedy en un auto Lincoln fabricado por la Ford. Sus sucesores fueron sureños con el mismo apellido: Andrew Johnson, que reemplazó a Lincoln, nació en 1808. Lyndon Johnson, que reemplazó a Kennedy, nació en 1908.
Los dos criminales eran sureños. John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, nació en 1839. Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, nació en 1939. Ambos eran conocidos por sus tres nombres, algo no muy común en la cultura norteamericana. La suma de las letras de ambos nombres da el mismo número: 15. Ambos fueron a su vez asesinados antes de ir a juicio.













Mercaderes de la muerte


Miguel Ángel Sánchez de Armas




Los más letales instrumentos de exterminio no están en los arsenales nucleares de las grandes potencias sino en las calles de las ciudades, en las zonas de conflicto de “baja intensidad” y en los feudos de los señores de la guerra: 550 millones de armas “ligeras”, una por cada 12 habitantes del planeta.
Medio millón de seres humanos muere cada año víctima de balas de calibre que va de pequeño a moderado. La inmensa mayoría de estas víctimas son civiles. En algunas regiones del mundo quienes disparan esos proyectiles son niños de entre diez y 15 años.


El tráfico de armas es una industria que rivaliza con el comercio internacional de drogas. Así como los cárteles no escatiman energía e imaginación para ampliar su base de consumidores, los proveedores de armamentos tienen como meta pertrechar a tantos seres humanos como sea posible.
El movimiento de los arsenales es muy complejo. Comienza bajo la forma de exportaciones legales en los países productores (Estados Unidos, China, Israel, Rusia y otras naciones del ex bloque soviético y casi todos los estados europeos) y se inserta en una red cuasi legal de comercio que desemboca en los mercados “legales” y “negros” del planeta. El mecanismo que abastece a los talibanes en Asia, a los tutsis y hutus en África y a los cárteles en México, Centro y Sudamérica, es el mismo que facilita un AK47 “cuerno de chivo” en Tepito a quien pueda entregar mil 500 dólares en efectivo.


El mercado de armas representa ingresos de cientos de millones de dólares para los fabricantes y de miles de millones para los traficantes. ¿Cómo creer los encendidos discursos de los representantes del primer mundo a favor de los derechos humanos en los foros internacionales cuando son los países que representan los principales fabricantes de pistolas, ametralladoras, rifles, escopetas y otros instrumentos de muerte? Hay estados que con una mano entregan ayuda a la Cruz Roja Internacional y al Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, y con la otra tecnología y licencias de fabricación de armas a pujantes industrias del tercer mundo. “Mientras escribo, seres humanos altamente civilizados vuelan sobre mi con la intención de matarme”, apuntó George Orwell en El león y el unicornio.


En el mercado doméstico de Estados Unidos casi cualquier persona puede adquirir un arma en tiendas o por Internet. Y hasta hace poco las balas se vendían en los supermercados a poca distancia de las jaleas, la leche y las verduras. Los sicópatas que masacran a compradores en centros comerciales, a comensales en locales de venta de hamburguesas, a estudiantes en escuelas o a creyentes de sectas religiosas, compraron “legalmente” las armas y las municiones. Algunos las adquirieron a crédito y no las terminaron de pagar. Y mientras la sociedad norteamericana llora a sus muertos, los asesinos son defendidos por otros sicópatas agrupados en una llamada “sociedad nacional del rifle” muy temida en Washington por su capacidad de cabildeo y cortejada por una pléyade de políticos crónicamente necesitados de fondos electorales.


El mercado de las armas obedece a las mismas leyes económicas que, digamos, el mercado internacional de chatarra. Los fabricantes venden su mercancía a exportadores “legales” (me resisto a utilizar el término “legítimos”). Estos los entregan a la red de mayoristas, medio mayoristas y minoristas que surte tanto a los clientes “naturales” a quienes se expedirá factura (ejércitos, corporaciones de seguridad pública) como a los “pardos” que recibirán los cargamentos con guías de aduana falsificadas en recónditos puertos. Pero llega un momento en que los clientes “naturales” se encuentran con un exceso de mercancía en las manos, como sucedió después de la guerra en los Balcanes, o a la caída de la cortina de hierro, y entonces esa mercancía reingresa al circuito económico de la misma manera que los autos robados y presiona los precios a la baja. Eso explica que en África oriental los ejércitos de niños estén dotados con rifles de asalto Kalashnikov nuevecitos. Y también explica el surgimiento de una red de comercio especializada en abastecer a las pandillas criminales en todo el mundo. Entiéndase, no a terroristas o a traficantes de droga o a movimientos de liberación, que tienen sus propios marchantes, sino a los asaltabancos, a los secuestradores y a los piratas.


Y si a usted le parece que esto es diabólico, permítame decirle que hay otras ramificaciones de este comercio execrable: la producción y distribución del “gran” armamento: aviones, barcos, submarinos, cañones y misiles, y la fabricación de las “minas antipersonal” que han desfigurado a cientos de miles de seres humanos, principalmente niños y niñas, en muchas partes del mundo. Pero de eso le platicaré en las siguientes entregas.




Año nuevo

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Es fascinante la capacidad que tenemos para el optimismo. No importa que la vida nos haya triturado a punto de pinole, el primero de enero amanecemos con la convicción de que el Año Nuevo será mejor, un borrón y cuenta nueva que en ocasiones dura hasta el siguiente diciembre pero otras veces no sobrevive al Día de Reyes. Es la condición humana y bendito que así sea. Cuando la esperanza se termina se lleva consigo a la vida. Nada como una luz al fondo del túnel...

Y como yo soy también un débil mortal, ofrezco a mis lectores, como cada nuevo año, el texto que redacté hace ya bastante tiempo. Un abrazo y mis mejores deseos.



“Intrigante, esto de las costumbres. Por ejemplo, ¿alguien me podría decir por qué apenas comienza y ya estamos contando los días para el final del año? En el momento en que escribo, según mis cálculos, faltan 357 días, u 8 mil 547 horas, o 514 mil 498 minutos, o 30 millones 869 mil 884 segundos para que doblen las campanas por el 2007 y entonemos las fanfarrias por el 2008. ¿A quién diablos le importa eso? ¡Pues hay libros y cientos de páginas electrónicas dedicadas a tal cálculo!


“La celebración del Año Nuevo no es occidental y tampoco ha sido siempre el primer minuto del primero de enero. Fueron los antiguos babilonios los que iniciaron el rito hace unos cuatro mil años para conmemorar el nacimiento de la vida con la primera luna nueva del Equinoccio Vernal (también conocido como Equinoccio de Aries o, para los más conservadores, Equinoccio de Primavera). Esta tradición fue heredada por los romanos, pero los emperadores le metían mano al almanaque con tanta frecuencia que pronto se desfasó del paso del sol. Julio César, en el 46 a.C., publicó su Calendario Juliano y la volvió al primero de enero -aunque para compensar los caprichos de sus antecesores tuvo que dejar al año anterior durar 445 días.



“Durante los primeros siglos de nuestra era la Iglesia declaró la fiesta como rito pagano y la prohibió hasta entrada la Edad Media, cuando la costumbre (¡otra vez!) se impuso. Algunas denominaciones conmemoran el primero de enero la Circuncisión de Cristo.


“Cuando Hernán Cortés llegó a México, el calendario azteca acababa de ser reformado para ser de 365 días e intercalar un año bisiesto. El año empezaba el día 1 de Atlacalmaco, que coincidía con nuestro 1 de marzo.


“El Año Nuevo Lunar es la más importante festividad para los chinos. La tradición dice que durante el último día del año, Nian, una feroz bestia, desciende a la tierra a devorar a los hombres. Sólo la alejan el color rojo y el ruido de cohetes y los fuegos artificiales. Así que en las ciudades chinas esa noche todo mundo pega adornos rojos en las puertas, prende antorchas y echa palomas y buscapiés. A la mañana siguiente la gente se saluda con un “gong si” que en chino quiere decir “¡felicidades!”, por haber mantenido a raya a Nian un año más. Además dan a cada año el nombre de un animal. 2006 es el Año del perro.


“En el Japón el shogatsu es la celebración más importante del año y dura del 1 al 3 de enero. Los hijos del Sol Naciente creen que cada año es un nuevo comienzo, así que se apuran a cumplir con todos los deberes antes de que termine (igualito que el “mañana” y el “ahí se va” nuestro) y celebran el bonekai o “fiesta del olvido”, para despedir a los problemas y preocupaciones del año anterior. Esa noche hay la tradición de echar a volar las campanas de los santuarios. Quizá algunos lectores recuerden el párrafo iniciar de Lo bello y lo triste de Yasunary Kawabata: “Viajé a la ciudad de ... porque tenía nostalgia de escuchar las campanas del templo...”


“Los pueblos tienen diversas celebraciones para recibir el nuevo ciclo. Algo generalizado es la costumbre de dar regalos, vestir ropa especial, adornar las casas, celebrar fiestas y ofrecer propósitos. Entre nosotros no falta quien prometa dejar de fumar, bajar de peso, leer un libro, hacer ejercicio o ejercer al límite de lo posible la fidelidad. Los babilonios tenían como propósito favorito el regresar aperos de labranza prestados.”


¿Para qué sirve la literatura? VI. Conocí a Paco Morosini y lo entrevisté en mi programa “Al cuarto para las doce”. No fuimos amigos y entiendo que no era yo santo de su devoción, pero lo recuerdo con afecto y me dolió su prematura partida. Morosini fue el único veracruzano que sabía de la existencia de Angangueo, la legendaria metrópoli en donde se fundó el Ateneo homónimo, y ante las cámaras dio fe de que aquel lugar no era un invento mío. Francisco deja muchos amigos y alumnos. Y ahora que el gobierno del estado anuncia un homenaje a su memoria, me permito sugerir que la edición de su obra sería el mejor tributo de sus paisanos. Descanse en paz.