La ética y la política

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Si bien pasó casi desapercibida –en parte por la corta memoria de los medios-, la muerte de Robert S. McNamara ha despertado un debate que no por soterrado deja de ser importante: ¿“ganar” una guerra, sea ésta de baja intensidad o no, justifica moral y éticamente al bando triunfador? Este no es un asunto menor y ha excitado a pensadores de todos los rumbos ideológicos.


Cuando el general Curtis Le May razonó que si perdía la guerra se le enjuiciaría criminalmente, sabía exactamente lo que estaba diciendo. Idénticas consideraciones estratégicas para arrasar Tokio con bombas incendiarias y utilizar la fuerza atómica contra un Japón ya derrotado utilizaron los nazis para invadir Europa y organizar el exterminio de los judíos. El lado de la sala que en Nuremberg ocuparon acusados y fiscales fue determinado por la mayor o menor pericia militar de unos cuantos generales.


El siglo pasado atestiguó la muerte de más de 160 millones de seres humanos en conflictos de los que nadie pareció aprender las lecciones pertinentes. En un artículo publicado el 21 de abril de 1999 en The New York Times a propósito de la carnicería en los Balcanes, McNamara expresó su desazón por la manera en que una y otra vez las naciones incurrían en los mismos errores y llegaban a las mismas situaciones. “En alguna ocasión se dijo que los Estados Unidos no tuvieron diez años de experiencia en Vietnam, sino un año de experiencia repetido diez veces”, escribió el antiguo Secretario de la Defensa en el último párrafo de su texto.


El gran problema es que la guerra se ha dejado en manos de los militares. Los militares están entrenados para vencer a un enemigo, no para negociar o para corregir sus fallas morales. Las derrotas se infligen con las armas y con la muerte. Por eso un principio de salvaguarda social es no utilizar al ejército en trabajos de policía. Quienes con toda razón se alarman de las reales o supuestas violaciones a los derechos humanos y quieren llamar a cuentas a los ejércitos parecen olvidar la parte de responsabilidad que corresponde al poder civil, que en las naciones democráticas regula a la planta militar. No importa que se trate de la expulsión de antiguos soldados que en 1933 se manifestaban en Washington, de la intervención en los motines pro derechos civiles en Mississippi en 1964, de las patrullas policiales en Irak, Irán y Afganistán o de la lucha contra el narcotráfico en México. No se puede enviar al ejército a una guerra y esperar de su parte una prudente aplicación de la fuerza. El ejército no opera así.


Al poder civil le corresponde ejercer el liderazgo y no ignorar el desarrollo de las crisis como en cámara lenta. Una regla de oro es que un gobierno jamás debe iniciar una acción que no pueda llevar a buen término, a menos que esté dispuesto a aceptar una derrota.


Otro escenario del debate al que se alude al inicio de la columna es el económico. Desde que la gran depresión fue aliviada con la entrada de Estados Unidos a la primera guerra mundial, Occidente entró en un círculo vicioso de economía de guerra que no parece tener solución. McNamara administró un presupuesto equivalente a 475 mil millones de dólares de hoy para el conflicto en Vietnam y según sus críticos convirtió al Pentágono en un remedo de corporación privada que tuvo para con los electores el mismo desprecio que las transnacionales aplican a los pequeños accionistas.


Vietnam potenció una planta industrial nutrida en dos guerras mundiales, una regional en Corea e incontables conflictos a lo largo y ancho del mapa. ¿Alguien cree que se puede aplicar un proceso de reingeniería a la industria militar para que produzca arados en vez de cañones? ¿Alguien cree que las intervenciones militares en Irán, Irak y Afganistán no tienen que ver con las necesidades de la planta fabril que mantiene el American way of life que se devora a sí mismo? ¿Tener empleo en casa justifica invadir a otros pueblos para asegurar el flujo abundante de combustible que a su vez generará mayor producción que a su vez incrementará las ganancias que a su vez ampliará la producción que a su vez necesitará una salida que a su vez…?


Estados Unidos mantiene 761 bases militares alrededor del mundo (los ingleses, en cuyo imperio no se ponía el sol, llegaron a tener 36). Además de su carácter militar, pensemos en el significado económico que tiene operarlas.
Estos son algunos puntos del debate que la muerte de McNamara suscitó.


Nota bene: Para un respiro de verano, JdO sale del aire y regresa el 5 de agosto. Saludos a lectores y editores.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

15/7/09


sanchezdearmas@gmail.com




Adiós, Robert, adiós

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



En ti se cumplió la profecía de Charles Harrison. Aunque no fuiste general sino apenas teniente coronel, moriste en cama, con los tuyos y quizá entre recuerdos de aquellos años cuando el arrogante apellido McNamara era sinónimo de campos arrasados con napalm, comarcas enteras ahogadas en el fuego vomitado por los Skyhawk, los B-52, los Thunderchief, los Aardvark, los Destroyer y los Phantom. También representó el sufrimiento de cientos de miles de jóvenes que se desangraron en los arrozales de Vietnam, unos sin saber por qué estaban ahí, otros en defensa de su patria.


La noticia de tu muerte, Robert, no ocupó grandes titulares sino modestos espacios. Muy pocos se enteraron. Los jóvenes no te recuerdan y quienes militaron en contra de tu guerra te creían muerto ya. Quizá se deba a que tenías 93 años y nadie reconocía en el solitario anciano en que te convertirse al acerado Secretario de la Defensa que gastó 457 mil millones de dólares en una guerra no declarada que no pudo democratizar al pueblo de Ho Chi Minh.


En tus últimos minutos, Robert, ¿recordaste lo que el general LeMay dijo después del bombardeo atómico que incineró a 900 mil japoneses?: “Si perdemos la guerra seremos juzgados como criminales”. ¿Ganar justifica moralmente y perder no? Al dejar tu puesto en 1968 ¿temiste ser enjuiciado por el conflicto que no ganaste pese a la colosal maquinaria bélica a tu disposición?

Fuiste el más poderoso secretario de la Defensa y primus inter pares entre “los mejores y más brillantes” de aquel Washington. Barbara Tuchman te representó como un profeta del antiguo testamento: puro, firme y obstinado; para Johnson semejabas “un martillo hidráulico” y Kennedy confesó que eras “el hombre más inteligente” que había conocido.


¿Qué sucedió? Tú mismo revelaste que en las pláticas de paz de París, cuando ya no eras Secretario, el Primer Ministro de Vietnam te dijo, sin rencor ni odio y mirándote a los ojos, que la guerra fue porque ni tú ni el Presidente habían leído nunca un libro de historia. ¡Brutal juicio, Robert! Ustedes encarnaron la sentencia de Tácito: “Hicieron un desierto y le llamaron paz”. Se consumían en su propia inteligencia, Robert, pero eran incapaces de ver más allá de un mapa militar y su discernimiento estaba embotado por la teoría del dominó. Se creyeron capaces de controlar a la sociedad: con un modelo macroeconómico regularían el crecimiento; la planeación tecnocrática les permitiría detonar el desarrollo del mundo postcolonial; con el desarrollo urbano aliviarían los cinturones de miseria; la lógica y la tecnología les darían el triunfo sobre la Unión Soviética... Pero las cosas no resultaron así.


Robert, en las páginas de Herodoto habrías sabido por qué hace dos mil 500 años todo el poder de Persia no pudo contra un puñado de griegos mal armados. Si hubieras leído tu propia historia tal vez, sólo tal vez, te habrías preguntado cómo fue que una mal organizada y peor pertrechada milicia colonial puso en fuga al mejor ejército del mundo en 1776. ¿Escuchaste la risa maliciosa de Santayana? En el lugar en que se encuentra, y que no sé si tú hoy compartes, el viejo filósofo debe meditar sobre por qué el hombre más inteligente de su generación tampoco aprendió del pasado.


Hoy sabemos, Robert, que ya desde aquel entonces tu alma y tu conciencia estaban en una ciénaga moral. En conferencias y frente a la cámara de Errol Morris reconociste que todo pudo haber sido diferente. Que se habían equivocado. Tu hijo, lleno de compasión, reveló que vivías atormentado por el recuerdo de la guerra. ¿Escuchabas el gemir de los muchachos heridos en los campos de Vietnam? Tus compatriotas dijeron que tu arrogancia te ganó la eterna condena moral de tu país. Y ya ves, Robert, tu muerte, a diferencia de la de Whitman, pasó desapercibida. Quizá en la soledad en que ahora habitas encuentres respuesta a tu pregunta eterna: ¿Qué pasó?



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

8/7/09

sanchezdearmas@gmail.com


Nuestro petróleo

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



El petróleo ha tenido importancia en México desde tiempos prehispánicos -los olmecas lo conocieron como chapopote- pero historia comercial arranca en 1863 con la “Mina de Petróleo de San Fernando”, cerca de Tepetitlán, Tabasco. En 1864 Maximiliano expidió concesiones en Tabasco, norte de Veracruz, sur de Tamaulipas, Estado de México, Istmo de Tehuantepec y Puebla. En 1868 la Compañía Explotadora de Petróleo del Golfo de México produjo destilados en pequeña escala El Cuguas, cerca de Papantla, Veracruz. Todas estas empresas fracasaron.


En 1876, un capitán naval de Boston perforó en Cerro Viejo y obtuvo pequeñas cantidades de aceite, pero fracasó y se suicidó. En 1884 Cecil Rhodes, el plutócrata inglés-sudafricano, formó la Mexican Oil Coporation. Tampoco tuvo éxito y volvió al negocio de sacar diamantes con mano de obra esclava y fundar países espurios (Rhodesia).


Con Díaz en 1884 se dio el primer paso para impulsar la producción local de petróleo y carbón con una nueva ley minera que revocó el derecho exclusivo de la nación sobre los recursos del subsuelo y lo traspasó a los dueños de la superficie. En 1901 se decretó la primera ley petrolera que autorizaba al ejecutivo a otorgar directamente concesiones de explotación a particulares en terrenos de propiedad federal. La Waters-Pierce Oil Company, subsidiaria de la Standard Oil, fue la primera exitosa. Tuvo refinerías en la ciudades de México, Tampico, Veracruz y Monterrey.


La etapa de la producción petrolera a gran escala se inició en México a principios de 1901, cuando la Mexican Petroleum comenzó sus operaciones en El Ébano, San Luis Potosí. Los primeros pozos arrojaron una producción escasa, con grandes proporciones de asfalto y, por lo tanto, difícil de refinar. En 1910 la Huasteca Petroleum Company perforó el pozo Casiano número 7, que brotó con una fuerza impresionante de 60 mil barriles diarios. Inmediatamente la Mexican Petroleum se preparó para la producción a gran escala expandiendo sus capacidades de almacenamiento y transporte. Sus principales clientes en México eran su compañía de asfaltado, los Ferrocarriles Nacionales y la Waters-Pierce.

En el mercado norteamericano tuvo contratos de venta con la Standard Oil de Nueva Jersey (6 mil barriles diarios), la Gulf Oil Company (2 mil barriles diarios) y el Santa Fe Railroad (2 mil 500 barriles diarios). En mayo de 1908, el pozo de Dos Bocas, en San Diego de la Mar, brotó con una fuerza sin precedente de 100 mil barriles diarios. Aunque un incendio acabó con toda su producción y lo dejó completamente seco, el pozo de Dos Bocas fue la evidencia determinante de la riqueza oculta en el subsuelo mexicano y motivo nuevas inversiones para ampliar las instalaciones de la petrolera.


En 1913 las compañías inglesas, holandesas y norteamericanas instaladas en la Faja de Oro de Tamaulipas vivían en el mejor de los mundos posibles. El Código de Minería de 1884 había dado la puntilla a la legislación española que reconocía el derecho del Estado sobre los minerales del subsuelo, y la Ley Petrolera de 1901 daba a los propietarios tanto la posesión de la tierra como de sus productos, “desde el cielo hasta el infierno” según frase memorable del doctor José María Luis Mora. Al respecto dice Lorenzo Meyer: “Para el arranque del siglo XX, la importancia económica del petróleo ya era obvia […]. Fue en esas circunstancias que el poder político decidió inclinar la balanza legal a favor del capital y en contra de la propiedad de la nación y reconoció claramente el derecho del superficiario a explotar el petróleo en sus terrenos. Por si lo anterior no fuera suficiente, en 1909, cuando ya era evidente que la actividad petrolera prometía ser una actividad en ascenso, apareció una legislación que acabó con toda ambigüedad al especificar que los “criaderos o depósitos de combustibles minerales” eran “propiedad exclusiva” del superficiario.


Algunas cifras para ilustrar las dimensiones de la riqueza petrolera mexicana: En 1911 se produjeron 12’000,000 barriles; en 1916, 40’000,000 y en 1921, 193’000,000, con lo que México se colocó como el segundo productor mundial. A cambio de tal riqueza, las empresas pagaron regalías cuyo monto, dijo don Jesús Silva Herzog, ofende al adjetivo “simbólicas”. No fue menester averiguar el precio del barril, ni calcular el poder adquisitivo del peso en la época, ni consultar las tablas de conversión a dólares, ni llevar a cabo un comparativo del costo de la vida o de las condiciones de los obreros en Estados Unidos y México, para llegar a la única conclusión posible: el país eran rehén de unos bandoleros de cuello blanco: El propietario del terreno en donde brotó el “Cerro Azul”, que produjo 89 millones de barriles, recibió $200,000 pesos; el dueño del terreno en donde brotó el “Juan Casiano”, que produjo 75 millones de barriles, cobró $1,000 pesos anuales; el propietario de un lote del “Chinampa”, del que se extrajeron 70 millones de barriles, cobró $150 pesos anuales.


Durante el movimiento revolucionario las empresas buscaron la protección de sus gobiernos y organizaron grupos armados que vigilaban las instalaciones y mantenían el control territorial de la zona, como si se tratase del ejército de un Estado soberano. Dan La Botz escribe que la Huasteca Petroleum tuvo una “participación directa” en la insurgencia contra el gobierno mexicano. También participó activamente en la organización de un desembarco militar en Tampico -que finalmente no tuvo lugar- y “le facilitó al almirante Mayo el yate de la empresa, el Wakiva, como cuartel general para coordinar las acciones de las naves más pequeñas dentro del puerto con los acorazados anclados fuera de la dársena.


Y si bien las empresas, en particular la Standard Oil, refutaron entonces y después haber financiado alzamientos armados en contra del gobierno de México, el desfile de testigos en contra desmiente ese alegato. Por ejemplo, en un libro poco conocido, el soldado norteamericano más condecorado de todos los tiempos, general brigadier de la infantería de marina Smedley D. Butler, quien participó en el desembarcó en Veracruz en 1914, dice: “Pasé 33 años y cuatro meses en servicio militar activo y durante ese periodo la mayor parte del tiempo fui un golpeador de lujo al servicio de los Grandes Negocios, de Wall Street y de los banqueros. Para expresarlo brevemente, fui un mafioso, un gángster del capitalismo. Ayudé a que México, y en especial Tampico, fuera un lugar seguro para los intereses petroleros norteamericanos en 1914”. Está también el recuerdo del embajador de Estados Unidos, Josephus Daniels: “[Durante la Primera Guerra Mundial] B.M. Baruch, jefe de la Comisión de la Industria Militar, me dijo que cuando algunos petroleros intentaron convencer a nuestro gobierno de que era necesario ocupar la parte de México en donde estaban localizados los grandes pozos petroleros, Wilson preguntó: ¿Quieren decir que a menos que vayamos a México y tomemos por la fuerza los campos petroleros localizados en su territorio no podremos librar la guerra? Alguien respondió: Así es.”

Este estado de cosas permaneció hasta finales de los veinte, cuando Lázaro Cárdenas, nombrado jefe de operaciones militares en Las Huastecas, desarmó a las guardias blancas de las empresas, que se sentían en tierras de conquista y defraudaban al fisco haciendo uso de instalaciones subterráneas conectadas al puerto. Nada bueno habían dejado en los lugares de explotación: ni una escuela, ni un teatro, ni un hospital. Sólo yermos. A los pocos días de la llegada de Cárdenas a la zona habían tratado inútilmente de sobornarlo con 50,000 dólares y un lujoso Packard a la puerta.


Molcajeteando…

Del cajón de los recuerdos y para control de usted, la carta a Ricardo Salinas Pliego, concesionario de TV Azteca, que el 26 de abril pasado, siendo abogado litigante, el actual secretario de Gobernación mandó publicar en un diario:

“El día de ayer fui advertido a través de su representante, el señor Joaquín Arrangoiz, que sería vilipendiado en las pantallas de TV Azteca si mi despacho aceptaba el patrocinio profesional de un determinado asunto en contra de dicha televisora. En la noche se cumplió tan valiente oferta. Esta circunstancia me obliga a hacerle las siguientes precisiones:


“1. El abuso de poder que significa utilizar las pantallas de dicha televisora para servir a sus intereses muy particulares no es nuevo y cada vez resulta más patético. El carácter social del medio de comunicación que usted controla cotidianamente se ve traicionado por tan arbitrario proceder. Frente a su arrogancia le respondo con el desprecio, frente a la pobreza de sus recursos le ofrezco sinceramente mi compasión.


“2. Mientras usted, señor Salinas, está dispuesto a hacer cualquier cosa para proteger lo que usted estima como su dinero, yo estoy dispuesto a asumir cualquier costo por defender mi honor.


“3. Mientras que usted sólo busca capitalizar en su provecho a sus relaciones personales, yo estoy hecho a honrar las mías. Eso lo saben de sobra mis amigos y nuestros clientes. Le aclaro que no desempeño cargo ni comisión alguna en el gobierno federal y que la independencia que caracteriza el ejercicio de la firma a la que pertenezco, no está supeditada ni potenciada por relación alguna con el poder.


“4. Como bien recuerda, fue usted quien, amparado en su relación equívoca con la pareja presidencial, en el año 2003 ordenó impunemente la agresión a las instalaciones y al personal del Canal 40 en el Cerro del Chiquihuite. Nosotros, bajo el amparo de la ley y la justicia de nuestra causa, resistimos exitosamente una más de sus arbitrariedades. Hoy, como entonces, nuestra competencia profesional se construye sobre tales fundamentos.


“Pero no tema, señor Salinas, a esta fecha no se nos ha solicitado el patrocinio del asunto que tanto le afecta. Le deseo suerte a quien lo acepte. Seguramente tendrá la razón”.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

1/7/09


sanchezdearmas@gmail.com