Los paradigmas

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Paradigma. Esta es una de esas palabrejas que se pueden dejar caer con cierta impunidad. Quiere decir, para la conversación diaria, ejemplo, modelo. Y para la conferencia o el discurso apantallador, conjunto de formas que constituyen una conjugación o una declinación.


Es un interesante aderezo para las charlas de café: “Fulano de tal es el paradigma de la política”; o para sobresaltar al mundo con nuestra sapiencia literaria: “Este libro es el paradigma de la literatura” –dicho esto mientras se deja caer descuidadamente sobre la mesa el ejemplar conmemorativo de los 400 años del Quijote, ahora en oferta de 99 pesos.


Otra acepción de paradigma es “la forma en que hacemos las cosas” o, en definición de mi Pequeño diccionario ilustrado de política improbable, “¡Si así lo hizo mi abuelo así lo haré yo y todos los que me sigan, llueve, truene o relampaguee!”


Es un paradigma llevar flores a nuestra madrecita el diez de mayo... aunque nos olvidemos visitarla durante seis meses; es un paradigma gritarle al adolescente que reprobó matemáticas... aunque hayamos dejado nuestra propia carrera inclusa; es un paradigma azotar al niño que tomó un chocolate sin permiso... aunque estemos secretamente ordeñando las cuentas del patrón.


El paradigma es también una cómoda e irracional protección contra lo desconocido. ¿Para qué cambiar, por que arriesgarnos a tener éxito, si así estamos tan bien? Taiwán tiene la mitad del territorio de Veracruz y menos del 1% de nuestros recursos y tres veces más población y un puerto diez veces más grande y el edificio más alto del mundo y aeropuertos internacionales y 15 veces más ingreso per cápita y... “Sí, pero son chinos”, diría el de al lado, mientras cierra la oficialía de partes para irse a comer.
El paradigma puede ser un sarcófago. “No voy a prepararme, ni voy a leer, ni voy a hacer nada que no esté claramente en mi contrato porque desde que me dieron la base mi único objetivo es la jubilación. Así ha sido siempre y punto.”
Y a todo esto, ¿cómo nacen los paradigmas? Un experto en conducta quiso averiguarlo y llevó a cabo el siguiente experimento:
En una jaula colocó a cinco monos, de esos peludos, grandotes y de mala catadura. Al centro se puso una escalera y, sobre ella, una plataforma con los más apetitosos manjares para el paladar simiesco.


Cuando el primer chango trepó alegremente para festinarse con las delicias, un chorro de agua helada fue lanzado sobre los que permanecían en el suelo.


Después de algún tiempo, cuando un mono iba a subir la escalera, losotros le daban de palos.


Pronto ninguno subía la escalera, a pesar de la tentación de las frutas. Entonces se sustituyó a uno de los monos.


Lo primero que hizo el nuevo inquilino fue subir la escalera, pero rápidamente los otros lo bajaron y lo azotaron. Al cabo de algunas palizas, el nuevo integrante del grupo entendió y ya no subió más la escalera.


Un segundo mono fue reemplazado y ocurrió lo mismo. El primer sustitutoparticipó con entusiasmo en la paliza al novato. Un tercero fue cambiado, y así hasta que el último de los veteranos se fue.


En la jaula quedaron entonces cinco monos que, aún cuando nunca recibieron un baño de agua fría, continuaban golpeando a aquel que intentaba alcanzar las frutas.
Si los monos hablaran y se les preguntara el porqué de las palizas al que intentaba subir la escalera, sin duda la respuesta hubiera sido:


"No sé. Las cosas siempre se han hecho así aquí..."¿Suena conocido?



El dolor

Miguel Ángel Sánchez de Armas



El dolor no tiene explicación. Lo sufrimos, pero si queremos entenderlo carecemos de palabras que lo describan. Para nombrar algo que nos desgarra y quiebra apenas tenemos unos cuantos pobres y limitados vocablos. Si grito “¡me duele!” puede ser lo mismo un golpe que el vacío que deja la muerte, la tristeza por el sufrimiento ajeno, o la pérdida del amor.
El dolor es el gran acompañante de la humanidad. Siempre entre nosotros, nos abre los ojos a la primera luz y los cierra en el instante en que nos disolvemos en la eternidad. Es el sudario del fugaz paso por este mundo que algunos llaman valle de lágrimas. Nada más humano que el dolor. El dolor es tan nuestro, que si le pusiéramos medida, resultaría más largo que el amor y más intenso que la vida.
“Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!” Así se quejaba Job nada menos que de la violencia del Altísimo.
Pero tal vez esta murmuración sin esperanza encierre una posible solución al dilema del dolor. La palabra es la luz. El silencio las tinieblas. La palabra es el dolor pero también el silencio lo es. En las entrañas de esta paradoja busquemos la respuesta a la elusiva comprensión del dolor.
Porque hemos querido explicarlo en lugar de vivirlo, porque queremos describirlo en lugar de aceptarlo, nos aprisiona y nos conduce por el más lastimero de los senderos. Si hablo, no encuentro alivio a mi dolor. Si callo ahí permanece, quemándome las entrañas y triturándome los huesos.
¿Estamos entonces ante una más de las inapelables miserias de nuestra existencia? La palabra, lo más humano de lo humano, con lo que nombramos al mundo por el que transitamos, es a la vez descripción y causa eficiente del dolor. “Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!”
Esta pregunta tiene un timbre banal y necio y sin embargo debemos formulárnosla. El dolor no puede ser pasajero. El dolor es una condición tan humana como respirar.
El dolor nos duele de muchas formas. Todas son inefables aunque pretendamos lo contrario. Entre las más profundas está aquella que acompaña a la muerte de un ser querido porque anticipa nuestra propia finitud y hace real lo que antes sólo fue la sospecha de que el tiempo no es nuestro, nos fue prestado y se nos escurre entre los dedos.
Por eso es que nada podemos decir a quien sabe que nunca más en esta vida escuchará aquel timbre de voz ni sentirá el calor de esa mano sobre la suya. Nada, realmente. Sólo podemos ofrecer compasión. Sólo nos es permitido desear que el sufrimiento se temple en la certeza de que con la muerte lo único que acontece es que alguien ha dejado de estar aquí... mientras los demás aguardamos nuestro propio ocaso.
El dolor por lo inconcluso es quizá más intenso porque es a la vez padre e hijo de la desesperanza. Es la palabra no dicha, la confesión reprimida, el perdón negado. Dice un verso de Cernuda que el amor es lo eterno y no lo amado. Entonces el dolor no nombrado es eterno.
Hay heridas que uno arrastra consigo hasta la muerte, y sólo cabe ocultarlas ante los demás. Quizá algunas heridas nos acompañen al más allá. Pienso en las últimas palabras de Isaac Bábel frente a los negros ojillos del pelotón de fusilamiento: “¡Permítaseme terminar mi trabajo!” No pedía clemencia. No rogaba por su vida o por su pequeña hija. Era un grito de dolor por el trabajo inconcluso.


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