Lecciones de El Cuento

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Edmundo Valadés, genial creador de la revista El Cuento, sostuvo que en un cuento, la única posibilidad que el autor tiene de ser reconocido pasa necesariamente por el estilo.

“Es la marca de fábrica, la manera personal de contar la historia, de tender a su estructura, de perfilar personajes, de manejar el idioma. De tramar un cuento que resulte inolvidable, como también lo será él mismo”, expresó el autor de La muerte tiene permiso.

En la vida cotidiana el estilo es la personalidad. Es todo aquello que caracteriza a un ser humano determinado y que refleja en su entorno más inmediato. También en literatura el estilo es parte de la personalidad del escritor, aunque en el proceso creativo el estilo se refiere a la manera en que un autor se vale de ciertas leyes, normas y técnicas, para expresarse. El estilo es la manera de hacer las cosas y siempre está presente en la literatura. Puede ser bueno, malo, excelente o regular, pero cuando está ausente, cuando del texto se deduce el parentesco con el idioma sólo por la presencia de las palabras, puede haber escritura, mas no literatura.

Hay estilos que se ensanchan y se universalizan en ciertas épocas, convirtiéndose en el sello de una generación –independientemente de las particularidades de cada uno de los integrantes de esa generación. Por ejemplo, pocos lectores acuciosos dejarían de reconocer un estilo en la cuentística francesa del siglo XIX y otro en la cuentística norteamericana de principios del pasado.

Creo que es indudable que en los últimos años el género cuento ha repuntado en el interés de los lectores mexicanos. La cultura audiovisual en que vivimos, con su carga de mensajes digeridos, pudiera explicar cierta predilección por lo breve entre quienes siguen creyendo en los libros. Lauro Zavala cree advertir que esta “cultura del fragmento” ha llevado a los escritores más sensibles a utilizar no sólo la palabra cotidiana, sino “muy especialmente el tono periodístico y hasta testimonial propios de la crónica, de tal manera que en muchos casos es difícil distinguir entre periodismo y creación literaria, entre testimonio y ficción.”

Y respecto al creciente interés en el género, el mismo estudioso supone que una de las razones pudiera ser la explosión numérica de la universidad de masas, con el consiguiente aumento del número de lectores (y, por lo mismo, de autores y editores) de narrativa breve, acompañados por la multiplicación de los premios, becas, encuentros y talleres literarios en todo el país, y la relativamente reciente costumbre de organizar presentaciones de libros.

Sin embargo acota que nada de esto sería suficiente por sí de no existir otros elementos que tal vez se encuentren en la misma evolución de un sector creciente de la sociedad civil, que encuentra en la narrativa breve un medio de comunicación particularmente atractivo al ser accesible y relevante y que en muchas ocasiones rebasa su contexto original y merece una lectura más cuidadosa.

Me gustaría proponer que otro factor que está impulsando la lectura son los medios masivos, la radio y la televisión y en particular el internet. Es ésta una propuesta desde luego controversial, pues a los medios electrónicos se les ha señalado como responsables de los altos índices de no lectura. Sin embargo me parece que el asunto no ha sido bien estudiado y que podríamos encontrarnos ante un cliché o un mito.

En un encuentro convocado para definir políticas culturales, el sociólogo francés Alain Touraine dijo: “Quisiera no ser paradójico, pero francamente no veo de dónde viene este pesimismo que se escucha en el mundo entero: «Los libros nadie los lee».” Mucha gente lee libros, mucho más que antes. «Lo escrito desaparece frente a la imagen». Es exactamente lo contrario: el computer se abre a la palabra, antes de todo. En la misma televisión se observa que 20 años atrás, una frase de 3 palabras era lo máximo; ahora tal vez alcanza a 5, lo que es mucho, lo que es mucho. Y, finalmente, no hay que olvidarse de que tal vez las escuelas son pésimas, las Universidades son nulas, pero mucha gente va a estudiar y, mal que mal, estudia algo. Y entonces hay más conocimiento. El mundo actual tiene menos gente sin calificación y más gente altamente calificada, que las sociedades cien años atrás. ”

Definir lo que es un cuento puede resultar una tarea tan peligrosa como intentar una definición de “belleza” que satisfaga a todo el mundo. Sin embargo, hay puntos en los que están de acuerdo la mayoría de los autores contemporáneos: extensión inferior a la de la novela, tensión constante y desenlace inesperado.

A partir de estos y otros puntos se ha intentado formular leyes, que como no atañen a fenómenos comprobables y medibles como la fuerza de gravedad o la curvatura de la luz en las proximidades de los astros, pueden dar a teóricos y críticos un placer semejante al que obtenían los padres de la Iglesia al discutir sobre el sexo de los ángeles, pero de poca utilidad al proceso creativo en sí.

William Faulkner dijo en alguna entrevista que si el escritor está interesado en la técnica, más le valdría dedicarse a la cirugía o a la colocación de ladrillos. Opinión extrema, sin duda, pero tiene lo suyo. Edmundo Valadés, en contra, fue capaz de revisar brillantemente todos los aspectos teóricos del cuento y concluir con una sencilla confesión: “... al término de especulaciones, el cuento tiene leyes secretas, misteriosas, y lo único que sé es que sólo el cuentista es quien puede intuirlas.”

Entre aquel tajante rechazo a la técnica, y este azoro frente a los misterios de la creación literaria hay, digamos, un canal de navegación por el que es posible transitar muy provechosamente.

¿Qué es, pues, “un cuento” en literatura? Julio Cortazar dice que el cuento “parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte cuartillas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha.”

Hay, por supuesto, muchas definiciones de cuento. O intentos de definición, entre ellos:

Ernesto Sábato: “El cuento tiene que dar en pocas palabras una idea toral y poética.”

Robert Stanton: “El autor de un cuento debe crear y poblar su mundo, y simultáneamente zambullirse en la acción.”

Mario A. Lancelotti: “El tour de force del cuentista consiste en convertir el acontecimiento en un lenguaje; el cuento no es una forma estática.”

Silvina Bullrich: “El cuento puede darse todos los lujos menos el de ser incompleto; el cuento es un hecho consumado, una íntima parcela de vida completa en medio de los años que abarcan el pasado de un hombre sobre la tierra.”

Alberto Moravia: “El cuento debe sujetar en su silla al lector.”

H. H. Murena: “El cuento es algo así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto en ella está el universo entero.”

Hay, por supuesto, muchas más definiciones que las citadas a manera de ejemplo; es más, quizá tantas como cuentistas. Una revisión cuidadosa de las recetas, leyes y técnicas que rigen o que deben regir al cuento, nos permitirá aislar de inmediato elementos comunes a principios generales de la técnica cuentística tal como se conoce hoy en día. Dejo fuera de estos principios el tema de la extensión, que puede ser interminable: un cuento es un cuento y como tal se le reconocerá independientemente del número de páginas en que esté contenido. Eso creo.

A mediados del siglo antepasado Edgar Allan Poe –sin duda punto de referencia para la cuentística contemporánea- publicó su famoso análisis sobre el cuento o historia corta:

“Un hábil artista literario ha construido una narración. Si prudente, no ha modelado sus ideas para conciliarlas con su trama; pero habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr, entonces pergeña tales incidentes, y combina tales hechos como mejor le sirvan para lograr ese efecto preconcebido. Si desde la misma primera línea no se tiende al logro de ese efecto, entonces habrá fracasado en el primer paso. A lo largo de toda la extensión de la obra no incluirá una sola palabra cuya tendencia, directa o indirecta, no sea hacia la consecución de ese diseño preestablecido.”

En 1925, otro par de la República de las Letras, el uruguayo Horacio Quiroga, publica su Manual del perfecto cuentista en cuyo punto V aconseja: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a dónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas.”

Cuarenta y cinco años después Cortázar diría: “Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas.”

Y nuestro compatriota Edmundo Valadés, 16 años más tarde, apuntó: “Un cuento debe estar conformado como un círculo trazado de principio a fin, sin que sea válido salirse de él. Hay que sujetarse a la redondez que exige, a la continuidad de la historia preestablecida, que debe desenvolverse sin rodeos o divagaciones innecesarias o excluyentes, hasta alcanzar el punto que la cierre.”

En estas reflexiones de los cuatro maestros citados podemos encontrar lo que parecieran ser los dos elementos básicos del cuento: la tensión, o el mantener sin concesiones cierta, digamos, presión vital que fluye del creador al lector, y un estilo que a la manera de una flecha en busca de su blanco, discurre sin desviaciones, sin rodeos innecesarios, desbrozada de todo exceso y de toda carga que pueda entorpecer su fin y estorbar la tensión.

También un cuento debe dejarnos la sensación de que los hechos descritos –trátese de situaciones extraordinarias en que se involucran seres ordinarios o de seres extraordinarios atrapados por asuntos ordinarios- no sólo son posibles sino que incluso nos pudieron haber pasado a nosotros mismos.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

26/5/10


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Recuperar el pasado II

Miguel Ángel Sánchez de Armas





Vidal Elías es un veracruzano que se zambulló en su niñez en Xalapa, en Banderilla y en otros rincones jarochos y, como Carlitos en Las batallas en el desierto, recuperó una memoria infantil. Pero si Carlos-adulto lleva al lector al rincón opresivo de una cantina, Vidal lo convida a un soleado jardín en donde la pobreza y el azoro de verse tan frágil y pequeño ante la vida no son miedos sino pedacitos de la íntima alegría de saberse, hoy, hijo logrado de aquel tiempo.


En aquellos años, dice Vidal, cualquier palo de escoba era caballito. Y –digo yo- cualquiera de nosotros héroe, hombre alado, capitán de corsarios, jefe de pandilla y, por la noche, niño acurrucado entre brazos amorosos que eran como el fin del mundo, cuando nuestras madres y abuelas nos dejaban en la cama después de la merienda. Con este libro Vidal Elías se revela como un cuidadoso artesano que mezcla recuerdos, sueños y fantasías y con ellos reinventa el jardín de su niñez, “Cuando cualquier palo de escoba era caballito”.


Una sentencia irlandesa dice que las tres más breves huellas son las de un pájaro sobre una rama, la de un pez en un estanque y la de un hombre en el alma de una mujer. Añado una cuarta: la de la niñez en la vida del adulto.

¿Qué pasa con la literatura testimonial, con las cuartillas del recuerdo? Casi todos tenemos algo que decir de nuestro pasado… aunque algunos pobres apenas si se dan cuenta de que viven en el presente. No tengo idea si este género sea ralo o abundante. Mi percepción es que son muy pocos quienes tienen la fortaleza para compartir recuerdos infantiles porque a la mayoría nos da pena y nos agobia exhibirnos al mundo. Puede ser insoportable que los otros se enteren de que dormíamos con un osito de peluche, porque de ahí a deducir que mojábamos la cama hay apenas un paso.

Pero quiénes sí se atreven, cual es el caso de Vidal, nada más y nada menos que iluminan nuestras vidas. Todos recordamos páginas autobiográficas de los muy famosos. Pero yo me pregunto, ¿valen más, desde el punto de vista emocional, los recuerdos del Nobel sudafricano Coetzee que la deliciosa narración de la tamaulipeca Rosa de Castaño en su Rancho estradeño? ¿Es más importante la Historia de una granja africana de Olivia Schreiner que la memoria que Rosa King nos legó en Tempestad sobre México? Es más: ¿quién ha leído esos libros? Yo me quedo con el recuerdo de Vidal.

Es de ociosos eso de la crítica, y lo traigo a colación únicamente para ejemplarizar mi argumento. Visitar un libro de memorias es como abrir, sin haber tocado, la puerta de una casa que sólo conocemos por fuera: al entrar y conocer el interior, algunos sentirán que la sangre les sube al rostro, otros se regodearán con el morbo, a unos les dolerá el estómago y los más sentirán que el corazón se les acelera al reconocerse en los personajes que pueblan un jardín amorosamente construido, como el de Vidal... pero nadie, téngase por cierto, la habrá abierto en vano.

Vaya que se requieren agallas para exponerse así. “Aquí mis entrañas; ¡venid, cuervos!” Pero no sólo de agallas se nutre la literatura, como sabe cualquier estudiante de letras. ¿Cualquier estudiante de letras? ¡Cualquier lector! La literatura se hace, con perdón de don Perogrullo, con pasión, con amor, con coraje, con obsesiones, con ritmo, con eufonía, con imágenes, con el diestro manejo del lenguaje en que tuvimos la gracia de crecer… y con trabajo, ¡con mucho trabajo!

“La mañana en que conocí el mar, lo habían traicionado las gaviotas y no tenía a una Alfonsina ni naufragios que me reconfortaran”, dice Vidal de su primera excursión al lugar en donde termina la tierra, a donde llegó enfundado en una cotorina multicolor y protegido por su inseparable Osín. Y no tiene que decir más para que el lector se sienta transportado a la pedregosa playa azotada por los fríos y arenosos vientos cruzados del norte.

Hay en estas páginas una memoria, sí, pero también el anuncio de una obra literaria. Porque en literatura ni todos los palos son caballitos ni todas las azoteas bases lunares. La literatura es la posibilidad de no perder la memoria. Es recuperar, sin esquizofrenias, una parte de la vida que llevamos dentro y entregarla a otros que llamamos lectores.

Es antigua y casi lugar común la sentencia de que un libro no tiene dos lecturas iguales. Ya otros darán su propio testimonio, pero a mí el de Vidal me hizo recordar que Javier Ruiz y yo tendríamos seis años cuando convertimos la azotea de nuestra casona en el centro de transmisiones ultrasónicas desde donde lanzábamos apremiantes mensajes a la flotilla espacial que debía rescatarnos de las huestes de Ming, emperador de Mongo, al que invariablemente vencíamos cinco minutos antes de salir destapados a la panadería para atrapar la mejor ganancia, la rosca o la concha con la que el gachupín de “La Paloma” compraba la lealtad de los chamacos y de las muchachas que todas las tardes salían por el pan.

¡Llamando a la base de la luna...! ¡Llamando a la base de la luna...! Ese susurro precipitado y urgente lanzado desde una caja de cartón olorosa a fab es la mágica conjura que abre el portón a los recuerdos de una infancia que, como a Vidal, se me escurrió sin remedio entre los dedos. “Qué horrible destino para un muchacho tan bello”, exclamó el viejo poeta inglés al encontrarse con su retrato infantil.

¿Los libros que recuperan una memoria son el equivalente a un diario? ¿Es esta remembranza del tiempo pasado la transcripción de las notas cotidianas que muchos llevamos como registro de vida, o se trata de un género literario? Si acepto lo segundo debo suponer que los autores son los “hábiles artistas” de que hablaba Poe, que “habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr”, se permiten pergeñar incidentes y combinar hechos como mejor sirvan para lograr su efecto preconcebido. Si lo primero, entonces tengo derecho a concluir que estoy ante una relatoría de hechos verdaderos hábilmente confeccionada. José Emilio Pacheco se apresura a salvar esta duda y de principio nos informa que su libro es la “crónica falsa de la verdadera destrucción de la colonia Roma antes del terremoto”. Vidal no hace tal cosa. Deja que sea su yo-niño el narrador sin mediaciones, al grado que uno supondría que el autor adulto cerró los ojos, pensó en su niñez y ejercitó la escritura automática.

Dije antes que considero a la crítica literaria una ociosidad, pues a fin de cuentas el lector tiene ante sí lo que el escritor plasmó, ni más ni menos. Y hay que disfrutarlo y no apelar al sicoanálisis literario para encontrar sus “verdaderos” significados. Pero siempre es bueno recurrir a los más sabios. Así que para despejar mi pregunta sobre el género, que no el contenido, recurrí a Elías Canetti y a su reflexión sobre los diarios publicado en La conciencia de las palabras:

“En general, los diarios ajenos significan mucho para quien los lee. ¿Qué escritor no ha leído diarios que nunca más lo han abandonado? [...] Podemos comenzar con los que uno lee de niño: los diarios de los grandes viajeros y descubridores. Al comienzo, la aventura nos seduce en cuanto tal [...] Para un niño lo más inquietante es el vacío, que no conoce porque nunca lo dejan totalmente solo y siempre está rodeado de gente [...] Lo emocionante es el vacío que lo circunda, peligroso sobre todo de noche, que el niño mismo teme. Y ahí, en medio de aquella lejanía y de aquel vacío, se va imprimiendo indeleblemente en su memoria la sucesión del día y de la noche; pues el viaje, que siempre continúa, tiene una meta antes de la cual [...] no se interrumpe nunca. De este modo, creo, el niño vive con terror del calendario.”

Habrá que preguntarle a Vidal si él vivió “con terror del calendario”. Mi propio sentir es que somos los adultos quienes tenemos esa fobia. Pero salvada la disquisición técnica, que introduje sólo para satisfacer mis propias ignorancias, queda la deliciosa posibilidad de recuperar aquel tiempo Cuando cualquier palo de escoba era caballito.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

Sociales de la UPAEP Puebla.

19/5/10


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Recuperar el pasado I

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




¿Qué tanto podemos recuperar del pasado? ¿Es el pasado –el personal o el colectivo- un país extranjero donde todo tiene un aire diferente? Puede ser o no. Lo indudable es que para algunos siempre tendrá un atractivo múltiple: de la ensoñación al horror, del olvido imposible a la recuperación posible.

Alguien podría decir que no es éste el caso del historiador. Pero, ¿qué tanto recupera el pasado un historiador? Gore Vidal habla del pasado como “una comarca inverosímil”, mientras que Bárbara Tuchman nos sugiere ubicarnos en el contexto preciso del tiempo ido y Marc Bloch lo define como la “ciencia de los hombres en el tiempo”. Parece más factible que una obsesión por recuperar los años lejanos –con su carga de hechos y personajes- se cumpla, ángel o demonio, en el creador literario.

José Emilio Pacheco no ha sido ajeno a esta tentación. Hombre que se ha rehusado a los ejes viales, a las nomenclaturas planas, al olvido de lo que fue y nutrió generaciones, logra en Las batallas en el desierto aprehender una época y llevarla hasta generaciones posteriores no como un empolvado objeto de museo ni como daguerrotipo de nostalgias, sino con toda la fuerza de algo vivo, cercano, actual, doloroso.

Las batallas en el desierto. Quizá poco o nada le diga este nombre a un adolescente de “El Sesteo de las Aves” –aquel paraje insólito a medio camino entre Monterrey y Saltillo- pero a quien pertenezca a una generación urbana intermedia entre la-vida-del-barrio en la capital y la actual asfixia geográfica y social, puede transportarlo verdaderamente al pasado, a ese país extranjero cuyos habitantes se nos parecen tanto y son a la vez borrosas e irreconocibles formas.

Pero el escritor no es historiador sino algo más: quizá, como quería un lector de Tolkien, un colonizador de los sueños. Pacheco dice de su libro que es la “crónica falsa de la verdadera destrucción de la colonia Roma antes del terremoto”. Dividido en 12 breves capítulos, este cuento -¿novela corta, nouvelle?- es la narración en primera persona de un hombre que ve a distancia su niñez en aquella colonia del DeFe con una mezcla de nostalgia, angustia, indignación y desesperanza, en un tono que reconocerán quienes hayan vivido los prejuicios, las hipocresías, las fantasías, la perversión educativa, la ignorancia profunda sobre el hombre, los mitos y la resignación de las clases sociales “en ascenso”.

El narrador aparece e inicia su plática con el lector como si ambos estuvieran en el rincón de una de las últimas cantinas de la Roma intentando esa recuperación del pasado: “Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?” Y entra de inmediato en una descripción de cosas, hechos, objetos, costumbres, ideas, que sin necesidad de precisiones históricas o sociológicas meten al lector al remolino de la época:

“Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en lagunas, la gente iba por las calles en lanchas...”, no obstante lo cual “México tiene forma de cornucopia o cuerno de la abundancia” y había en marcha un proceso de modernización social que incorporaba al lenguaje nuevos términos: “tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry…” y transformaba las costumbres hasta que “únicamente los pobres seguían tomando tepache y nuestros padres se habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina”.

En este México de la posguerra, de las clases medias con pretensiones avecindadas en la capital, Pacheco construye a su personaje, Carlitos, a través de los recuerdos de Carlos-adulto y recupera la sicología de una época, de una clase, de un ambiente:

“Había tenido varios amigos pero ninguno le cayó bien a mis padres: Jorge por ser hijo de un general que combatió a los cristeros; Arturo por venir de una pareja divorciada […] Alberto porque su madre viuda trabajaba en una agencia de viajes, y una mujer decente no debía salir de su casa”.

Después de este párrafo no hay necesidad de que Carlos-adulto entre en detalles sobre los prejuicios familiares que explican la satanización a su primer amor infantil: “Todos somos hipócritas, no podemos vernos ni juzgarnos como vemos y juzgamos a los demás. Hasta yo que no me daba cuenta de nada sabía que mi padre llevaba años manteniendo la casa chica de una señora, su ex secretaria, con la que tuvo dos niñas”.

Es la suya una familia de segunda generación después de la revolución, profundamente enemiga de la clase gobernante, de los “pelados” que se alzaron con el poder y luego no vacilaron en atacar a la Santa Madre Iglesia, pero al mismo tiempo corroída por la envidia hacia ellos. En el mundo de esas familias todo es ordenado, todo tiene una jerarquía diseñada en una instancia superior, que si bien ha sido violentada momentáneamente -la venida a menos de las familias “decentes”- no ha perdido la esperanza de recuperarse cuando los ladrones en el poder fueran puestos en su lugar. Y aun amenazada por desviaciones de otra naturaleza, como la “casa chica” del padre o la lujuria del hermano mayor, perdurará siempre y cuando las cosas no se vean y de ellas no se hable, cuando se decida que “lo malo” no es tal.

Así, las sirvientas a las que el hijo mayor acosa son despedidas por “provocar al joven”, y las infidelidades del padre reciben vagas alusiones de la “verdadera señora” sólo cuando la situación económica se ve resentida por “ese otro” gasto. En cuanto el padre prospera nadie vuelve a mencionar la existencia de la “casa chica”.

En este ambiente, pues, un enamoramiento infantil de Carlitos cae como una bomba. Es algo que no se puede ignorar como a la “casa chica” del padre, o la calentura del hermano, o los fraudes fiscales en el negocio familiar. Es amor, y el amor aquí es un gran desconocido, es un germen de peligro, es subversión. Es explosivo, es corrosivo, va en contra de las leyes de la Naturaleza y de Dios... es algo que los niños no pueden sentir. Carlitos le declara ese amor a Mariana, la madre de Jim, su mejor amigo, y le hace prometer que no revelará el secreto.

Aquélla se muestra comprensiva. Ella es de otro mundo. Pero todo se sabe y la madre de Carlitos enfrenta a su hijo, pues fue una “mujer pública, una ramera, la madre de un bastardo”, la que le arrancó la inocencia: “Nunca pensé que fueras un monstruo. ¿Cuándo has visto aquí malos ejemplos?” Y decide tomar medidas de fondo: “En cuanto se te baje la fiebre vas a confesarte y a comulgar para que Dios Nuestro Señor perdone tu pecado”. El padre, más moderno, enfrascado en el aprendizaje del inglés y la lectura de textos de teoría empresarial, propone una solución científica para corregir las desviaciones de Carlitos y lo lleva a un consultorio psiquiátrico, aunque se pregunta si no estará sufriendo las consecuencias de un golpe en la cabeza cuando bebé o si su conducta será producto “de la inmoralidad que se respira en este país bajo el más corrupto de los regímenes”.

La madre atribuye la tragedia a otras causas. “Tenía que suceder: por la avaricia de tu papá, que no tiene dinero para sus hijos aunque le sobre para derrocharlo en otros gastos, fuiste a caer, pobre niño, en una escuela de pelados. Imagínate: admite al hijo de una cualquiera. Hay que inscribirte en un lugar donde sólo haya gente de nuestra clase... pues en su familia nunca un escándalo [...] Hombres honrados y trabajadores. Mujeres devotas, esposas abnegadas, madres ejemplares. Hijos obedientes y respetuosos. Pero vino la venganza de la indiada y el peladaje contra la decencia y la buena cuna”.

Así pues, Carlitos es separado de ese medio bajuno, alejado de su amor, sometido, y su pecado echado al clóset familiar donde, Dios mediante, poco a poco sería cubierto por el polvo del olvido. Sin embargo se entera de que la madre de su amigo –Mariana- se ha suicidado, y que su amigo –Jim- terminó odiándolo.

Al negarse a perder el objeto y el recuerdo de ese primer amor suyo, corre al edificio de departamentos donde conoció a Mariana y ahí se enfrenta a la otra siniestra mitad de esta sociedad que cierra los ojos ante lo feo y ante el pecado, que también es capaz de borrar físicamente aquello que prefiere no haber vivido: nadie habla de Mariana, todos niegan su existencia. El poder del amante, quien supuestamente la llevó al suicidio, se ha encargado de obliterar su memoria. Carlitos sólo puede refugiarse en el llanto. Luego viaja al extranjero a estudiar, y a fin de cuentas el recuerdo se le diluye hasta que únicamente puede recuperar “sólo estas ráfagas, estos destellos que vuelven con todo y las palabras exactas aunque sabe que ….existió Mariana, existió Jim, existió cuanto me he repetido después de tanto tiempo de rehusarme a enfrentarlo. Nunca sabré si el suicidio fue cierto […] Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron mi casa, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos de la sinfonola. Nunca sabré sin aún vive Mariana. Si viviera tendría sesenta años”.

Veo fotografías de José Emilio en la recepción del Cervantes. Usa bastón. Me pregunto si en su pasado vive la memoria de aquellas mañanas de domingo en que él y Carlos Mosiváis fatigaban a Edmundo Valadés con la lectura de sus primeras letras, y pienso que tal vez en un rincón de su memoria recuerde a otro muchacho, mi homónimo en la vida real, que se abría paso entre las montañas de libros de su casa al costado de la Hacienda de La Hormiga para sentarse frente a él y escuchar embelesado sus historias hora tras hora. (Continúa).




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

12/5/10


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La muerte del Viejo

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Hace 49 años, el 3 de julio de 1961, el gran “Papa” Hemingway se quitó la vida en la tarde. En una habitación de su casa solariega en Ketchum, estado de Idaho, colocó el cañón de su escopeta en el paladar y jaló el gatillo. Así dijo adiós a las armas y a su generación perdida y se internó en el mar de la eternidad, rumbo a las verdes colinas en donde las campanas siempre doblan a vida y no hay más quinta columna que la de los hombres que han encontrado la luz. Estaba a punto de cumplir 62 años.

Al día siguiente, el Oakland Tribune escribió: “la muerte siguió la vida de Ernest Hemingway como una sombra obsesiva. El tema de la muerte fue su sello distintivo alrededor del cual construyó sus novelas y cuentos. Alguna vez dijo que sólo había un tema para un escritor: la muerte y su evasión temporal, la vida”.

En 1953 recibió el premio Pulitzer y en 1954 el Nóbel, pero esto sólo lo recuerdo como anécdota, porque el legado de Ernest es la inmortalidad de su literatura. El morbo de quienes le recuerdan sólo por una vida desordenada y caótica no hace mella en su arte. Después de la muerte, dos profesores dijeron que durante los siete meses anteriores al suicidio Hemingway había sido un fantasma de sí mismo. ¿Y? Quien haya visitado Finca Vigía en las afueras de La Habana no me dejará mentir: esos artistas pueden abandonar la carne, pero su energía queda ahí.

Como regalo primaveral a los lectores de JdO, algunos fragmentos hemingwayianos:

De “Los asesinos”, de Hombres sin mujeres:

“Recordaba perfectamente la época de su plenitud, apenas hacia tres años. Recordaba el peso de la chaqueta de torero espolinada de oro sobre sus hombros, en aquella cálida tarde de mayo, cuando su voz todavía era la misma tanto en la arena como en el café. Recordaba cómo suspiró junto a la afilada hoja que pensaba clavar en la parte superior de las paletas, en la empolvada protuberancia de músculos, encima de los anchos cuernos de puntas astilladas, duros como la madera, y que estaban más bajos durante su mortal embestida. Recordaba el hundir de la espada, como si se hubiese tratado de un enorme pan de manteca; mientras la palma de la mano empujaba el pomo del arma, su brazo izquierdo se cruzaba hacia abajo, el hom­bro izquierdo se inclinaba hacia adelante, y el peso del cuerpo quedaba sobre la pierna izquierda... pero, en seguida, el peso de su cuerpo no descansó sobre la pierna izquierda, sino sobre el bajo vientre, y mientras el toro levantaba la cabeza él per­dió de vista los cuernos y dio dos vueltas encima de ellos an­tes de poder desprenderse. Por eso ahora, cuando entraba a matar, lo cual ocurría muy rara vez, no podía mirar los cuer­nos sin perder la serenidad.”

De “Los jóvenes que despiertan al amanecer”, de Androgyne mon amour:

“Los jóvenes que despiertan al amanecer pueden asustarse de ser expulsados con demasiada rapidez de sus protectores sueños de una madre, no recordados. Repentinamente, entonces, pueden sentir la verdadera enormidad de la exposición a la casualidad. La mañana que recién comienza, está colmada de demandas susurradas que ellos sospechan no poder satisfacer. ¿Y en quién pueden confiar suponiendo, temerariamente, que todavía sean capaces de confiar sino en alguien (tú) cuyo nombre ha regresado a la confusión de muchos nombres de anoche? Te miran con precaución mientras te das vueltas y suspiras en sueños. Están envidiosos de ti, de tu sueño, que todavía te protege de los susurros que se hacen más audibles cada instante. Se sientan, con cuidado, en el borde de tu cama, agobiados y temblorosos como viejos sentados en los bancos, tosiendo con tos de fumadores… Pregunta: Si no estuvieras durmiendo ¿los llevarías otra vez contigo al cálido olvido, o, si te despertaras en este momento, acaso ellos no serían para ti tan sin nombre como tú para ellos, y aún menos confiables? Probablemente sí, ya que el recelo es, entre las divisas heráldicas del escudo de tu corazón, la que parece más indeleble, como si estuviera tallada allí, o grabada a fuego. ¿Qué les queda por hacer entonces, más que sentarse cuidadosamente al borde de tu cama, mirando de soslayo la prisión de luz que ha traído la mañana? ¿Será mejor a las diez que a las siete? Otra pregunta cuya respuesta, equívoca, espera en el magistral tictac del reloj, de tantos, tantos relojes. Y así, sin que nadie haya pronunciado sus nombres ni haya tocado sus cuerpos agobiados, descienden otra vez al misterio de la cama, tras haber cerrado los postigos para dejar atrás el día un atardecer más.”

De Por quién doblan las campanas:

“Después se acomodó lo más cómodamente que pudo, con los codos hundidos entre las agujas de pino y el cañón de la ametralladora apoyando en el tronco del árbol. […]

“Cuando el oficial se acercó al trote, siguiendo las huellas dejadas por los caballos de la banda, pasaría a menos de veinte metros del lugar en que Robert se encontraba. A esa distancia no había problema. El oficial era el teniente Berrendo. Había llegado de La Granja, cumpliendo órdenes de acercarse al desfiladero, después de haber recibido el aviso del ataque al puesto de abajo. Habían galopado a marchas forzadas, y luego tuvieron que volver sobre sus pasos al llegar al puente volado, para atravesar el desfiladero por un punto más arriba y descender a través de los bosques. Los caballos estaban sudorosos y reventados, y había que obligarlos a trotar. […]

“El teniente Berrendo subía siguiendo las huellas de los caballos, y en su rostro había una expresión seria y grave. Su ametralladora reposaba sobre la montura, apoyada en el brazo izquierdo. Robert Jordan estaba de bruces detrás de un árbol, esforzándose porque sus manos no le temblaran. Esperó a que el oficial llegara al lugar alumbrado por el sol, en que los primeros pinos del bosque llegaban a la ladera cubierta de hierba. Podía sentir los latidos de su corazón golpeando contra el suelo, cubierto de agujas de pino.”

“Estaban tan juntos, que mientras se movía la aguja que marcaba los minutos, aguja que él no veía ya, sabían que nada podía pasarle a uno sin que le pasara a otro; que no podría pasarles nada si no eso; que eso era todo y siempre, el pasado, el presente y ese futuro desconocido. Lo que no iban a tener nunca lo tenían. Lo tenía ahora y antes y ahora, ahora y ahora. O ahora, ahora, ahora; este ahora único, este ahora por encima de todo; este ahora como no hubo otro, sino este ahora y ahora es tu profeta. Ahora y por siempre jamás. Ven ahora, ahora, porque no hay otro ahora más que ahora. Sí, ahora. Ahora por favor, ahora; el único ahora. Nada más que ahora. ¿Y dónde estás tú? ¿Y dónde estoy yo? ¿Y dónde está el otro? Y ya no hay por qué; ya no habrá nunca por qué; sólo hay este ahora. Ni habrá nunca por qué, sólo este presente, y de ahora en adelante sólo habrá ahora, siempre ahora, desde ahora solo un ahora; desde ahora sólo hay uno, no hay otro más que uno; uno, uno, uno. Todavía uno, todavía uno, uno que desciende, uno suavemente, uno ansiosamente, uno gentilmente, uno felizmente; uno en la bondad, uno en la ternura, uno sobre la tierra (...)”

De Un lugar limpio y decente:

“¿Qué temía? No era temor o miedo. Era una nada que él conocía demasiado bien. Todo era nada y un hombre era también nada. Algunos vivían en ella y nunca la sentían, pero él sabía que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nuestra nada que está en la nada, nada sea tu nombre y nada tu reino y tuya será la nada en nada como es en la nada. Danos esta nada, nuestra nada de cada día y nada a nos en la nada, pero líbranos de la nada; pues nada.”

De Verdes colinas de África:

“Los buenos escritores son destruidos en su país y sus talentos marchitados por exceso de ambición, por los elogios desmedidos, por sus pretensiones de intelectualismo y de superioridad.

“En cierta época de sus vidas, los escritores suelen convertirse en líderes. ¿A quiénes conducen? Poco importa. Si no tienen discípulos los inventan. Y es inútil que aquellos que han sido escogidos como discípulos, protesten. En este caso se los acusa de deslealtad... Hay otros que ensayan salvar su alma con 10 que escriben. Es un medio fácil. Otros, todavía se arruinan por la primera suma de dinero recibida, la primera alabanza, el primer ataque, la primera vez que descubren que no pueden escribir, o bien se asustan e ingresan a asociaciones que piensan en lugar de ellos.

“Piojos de la literatura, gusanos para anzuelo, metidos en una botella, que tratan de derivar conocimientos y alimento de su propio contacto.”



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

5/5/10