Píntame angelitos negros…

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas






Para Carlos Ramírez, en el XX aniversario de su Indicador Político.





Érase un muchacho nacido el 30 de agosto de 1832 en el rancho La Mesa, cercano al antiguo pueblo de indios de Teocaltitán de la municipalidad de Jalostotitlán, un caserío de 30 almas en los Altos de Jalisco. Además de pueblerino era muy pobre, y huérfano por añadidura, pero había sido tocado por la gracia de Dios con el don de la pintura sacra. Así que muy joven aún emigró a la cabecera municipal y se empleó como pintor de fachadas y alarife en la decoración de templos para mantener a sus hermanos y a su madre. Así que la madrugada de un día de mayo salió a pie a la lejana estación de Santa María para tomar un tren a la capital del país en donde se colocó como pintor de anuncios en una empresa cervecera.

En aquella empresa pronto sobresalió pues terminaba dos cuadros en lo que sus compañeros uno, y esto le granjeó enemistades y envidias. Un día la caterva de díscolos urdió un plan para deshacerse del talentoso e ingenuo provinciano. Le dijeron que en Guadalajara el Ayuntamiento había lanzado un bando para pintar las fachadas de todas las casas de la ciudad y por lo tanto había trabajo abundantísimo para pintores de Jalisco. La oportunidad de regresar a su tierra, ganar dinero y ver a sus hermanos y a su madre aceleró el corazón del joven. Lleno de emoción dio las gracias a sus compañeros, quienes alegremente lo acompañaron a la estación de Buenavista a tomar el tren. Y no sólo eso, le acomodaron sus pocas pertenencias en una caja nueva de cartón atada con un mecate.

El muchacho les dio las gracias con lágrimas en los ojos y partió a su tierra. En Guadalajara se enteró de que el bando era una mentira y en la caja de cartón encontró papeles y trapos viejos. Entonces abrió los ojos. Pero sin amargura de la estación de ferrocarril partió a Jalostotitlán a pie, sin un cobre en la bolsa, y por el camino pintó algunas fachadas y bardas para comer.

Nadie recuerda ya el nombre de aquellos jóvenes corroídos por la dentera que se deshicieron del chamaco provinciano, pero es muy probable que a ellos deba la pintura sacra mexicana la carrera de uno de sus más altos exponentes: Rosalío González Gutiérrez, Chalío, nativo de La Mesa y ciudadano de Jalostotitlán, Jalos, como le llaman con cariño los habitantes de aquella parte del país al pueblo fundado en 1544 por Fray Miguel de Bolonia. El nombre (con “jota” o con “equis”) proviene de las palabras nahuas Xalli, que significa “arena”, ostotl, que significa “cueva” y tlan, que se traduce como “lugar donde abundan las cuevas de arena”.

En Jalos “se colocó como ayudante del pintor Federico de la Torre quien, con el alarife Ramón Pozos [...] decoraba el santuario de Guadalupe y Templo del Sagrado Corazón”. De ahí salió a la capital en donde corrió la aventura que he relatado líneas arriba y regresó al pueblo a establecerse de por vida. En 1912 casó con María Cornejo “quien fue la fiel compañera en su vida laboriosa y le cerraría los ojos en el momento de su muerte”. María y Chalío no tuvieron hijos y adoptaron a una niña, Francisca, quien lo recordaba así:

“En su trabajo era muy metódico: a las nueve de la mañana ya estaba desayunando, después de ir a misa de 7 u 8, al terminar se subía a trabajar, bajaba a las dos, a comer y después se tomaba una siesta. A las cuatro ya estaba otra vez en su estudio, y a las 6:00 bajaba, se arreglaba, se iba a una peluquería que estaba a la vuelta de su casa”.

Debemos a la “Editorial Acento” y a la lente de un sobrino veracruzano de Chalío un espléndido rescate iconográfico de la obra del notable pintor jalostotitleco. Y los apuntes sobre su vida y obra a las plumas de Alfredo Gutiérrez, José Antonio Gutiérrez Gutiérrez, Francisco Javier Ibarra, Juan de Jesús Fuentes, Alfredo Gutiérrez y Noé Mota Plascencia, de cuyos artículos cito con abundancia. Gracias.

Ramiro González Martín, ingeniero civil de profesión, me recuperó la pista de este artista cuyo nombre creo haber escuchado en conversaciones de mi abuelo Miguel, el menor de un clan de pintores y yeseros de Los Altos apodados “los pelícanos” por frentones, prognatos y rijosos. “Con un compa”, rememoraba el viejo, decoraban templos en todo el país.

Un compa. Esa fue la clave. Un igual. Otro pobre. Un jodido más... pero tocado por la gracia de Dios, convertido en instrumento para plasmar en lienzos y muros delicadas imágenes de santos y vírgenes. Chalío aprendió a más o menos leer y por su mente nunca pasó la idea de que pudiera inscribirse en alguna academia de pintura, ni en Guadalajara y menos en la capital, en donde ya vimos cómo le fue. Fue siempre modesto, generoso, incansable y profundamente religioso. Lo único que lo diferenciaba de sus “compas” era una habilidad superior a la de ellos para pintar. Y esa habilidad, como la vida de todos ellos, estaba incuestionablemente al servicio de la iglesia. Chalío pudo haber sido el modelo del “Juan” de la canción “Tata Dios” de Valeriano Trejo: “Voy a regalar la siembra / Tata Dios así lo quiere / Y con Tata nadie Juega”.

¿Eran parientes esos hombres? Muy probablemente, aunque no es seguro. No hace falta mucha imaginación para adivinar el mentón prominente de Chalío y es evidente la dimensión frontal en el retrato de familia en donde mira a la lente con un gesto de impaciencia, como si le apurara regresar al estudio antes de que las pinturas se le secaran en la paleta. ¿Eran sólo paisanos alteños? Qué importa. Los declaro hermanos. Todos esos yeseros y pintores iban diario a misa de seis y comulgaban. Se confesaban dos veces a la semana (o pecadores fuera de serie, o poseedores de una vívida imaginación... como artistas). Eran devotos incondicionales de la virgen y compartían un carácter digamos que disparejo.

Recuerda su hija Paquita: “Hablaba solo, lo oíamos hable y hable, a veces enojado, lo que estaba haciendo no le parecía, y decía ‘No, no, no. Así no’. El no soportaba los aprendices, mucho muchacho muy joven quiso aprender, a César Ramírez en cambio sí lo enseñó, él aprendió sin que Chalío cobrara por sus clases [...] Prefería relacionarse con la gente sencilla, recibía invitaciones a comer de parte de familias acomodadas del pueblo, pero él no se sentía a gusto”. Y supongo que ya habrá intuido el lector que en materia de dinero Chalío no pedía lo que uno supone justo. Es más, parece que a nadie informaba el precio de sus obras salvo los compradores, que nunca se quejaron.

Dicen sus biógrafos que podía estar días enteros sin salir de casa, “pintando 12, 15, 18 horas al día para sacar adelante sus compromisos con el nivel de eficiencia y calidad que lo caracterizaba [...] Como un pintor hecho a sí mismo, autodidacta puro, inventivo, pragmático, siempre fiel a sus creencias técnicas y temáticas, respetuoso conocedor de sus carencias y osado con sus habilidades, Rosalío González nunca engañó a nadie”. No le gustaba que otros le ayudaran en la preparación de los lienzos y tampoco utilizaba pinturas comerciales. En Guadalajara compraba la materia prima. El mismo preparaba la tela y la colocaba en los bastidores; luego molía los pigmentos con una piedra de mano para que la pintura tuviera las tonalidades precisas.

“Las imágenes de la Virgen y los Santos las sacaba de revistas, estampas y cromos que le hacían llegar de distintas partes del mundo, a las que les imprimía su estilo. Gustó mucho de obtener sus modelos de gente del pueblo; en Tepa utilizó para uno de sus cuadros a un viejito limosnero. En la alegoría Ofrecimiento de la Parroquia de Jalostotitlán, la modelo de la entrega de la parroquia fue una joven de la localidad, y en el óleo La Asunción de la Virgen los angelitos son niños de Jalos. Muchos modelos los inventaba. Chalío no sabía historia del arte, pero tuvo mucha facilidad para adaptar estampas imaginarias y reales, o que veía en las revistas que le proporcionaban”.

Su otra pasión fue la fotografía. En 1911 estableció Foto Lux, empresa que además de permitirle una vida cómoda, le sometió a un “aprendizaje lumínico, figurativo, objetual, compositivo, en una palabra, fotográfico” que posteriormente traslado “a sus pinturas de diversos formatos para bien y para mal”, pues si bien en su pintura sobresale la perspectiva, algunas son como “fotografías de estudio largamente posadas”.

Otro estudioso dice: “Ciertamente no se descubre en la obra de Chalío una técnica que lo clasifique como un académico de la pintura, más bien tiene el color de un credo que quiere profesarse con los medios que dispone logrando bellas composiciones”.

El de Jalos no fue sólo pintor de iglesias. También se dedicó a decorar recintos familiares “tomando como modelo las formas del neoclasicismo hasta la pintura de personajes de las familias. Moldea estucos para adornar las casas, pinta piezas de ornamentación para las salas. Es él un autor que pone su arte al servicio de la piedad familiar, reproduciendo imágenes que hasta la fecha tienen en exposición a la veneración familiar. Cada expresión de un Cristo, de la Santísima Virgen maría, sobre todo bajo su advocación de nuestra Señora de la Asunción muestran el espíritu del pintor. [...] La obra de Chalío es profundamente religiosa, es el artista que rasga los cielos para que baje a la tierra lo divino”.

Chalío murió el 24 de noviembre de 1958 en Jalos, a la edad de 66 años “después de soportar con cristiana resignación [...] una trombosis cerebral [sin que] ningún cuidado médico ni medicina [lograra] levantarlo de su postración”. Poco antes de rendir cuentas a su creador, y ya enfermo y cansado, el pintor decidió que no moriría sin dejar su huella en “su querido pueblo de Tecua y, con grandes trabajos, decoró su templo de oro falso y latón especial alemán y la capilla de Santa Ana”.

Además de los innumerables trabajos como el de Tecua, los “familiares” y la fotografía, “la obra mural y de gran formato del jalostotitlense incluye más de 130 piezas, algunas de excelente manufactura, realizadas entre 1932 y 1955, en veintitrés años de intenso trabajo”. Hay obra suya en recintos de Pegueros, Tepatitlán, Guadalajara, Tlacuitapan, Cd. Guzmán, Zamora, San Juan de los Lagos, Jacona, Tamazula, Tingüindín, Jalostotitlán, Briseñas, La Barca, San Pedro Caro, el Distrito Federal y Papantla, en cuyo templo de Nuestra Señora de la Asunción nos dejó una serie de cuatro grandes murales al óleo de 13 metros cuadrados cada uno con otras tantas escenas bíblicas: Las bodas de Caná; La muerte de Nuestro Señor San José; El Niño Jesús ante los sacerdotes del templo y el Taller de Nazareth. Fueron comisionados en 1949 por el párroco Pedro Honorico cuando Chalío González era ya uno de los más reconocidos pintores de arte sacro de México.

Bien haría el lector en programar un viaje especial a Papantla este próximo fin de semana para admirar allá los murales del Gigante de Jalostotitlán. Vale.


Molcajeteando

A propósito de “El más triste de los alquimistas”, mi cuata Sagrario Cruz me lanza la siguiente cariñosa amonestación:

“Cuesta ¿Negro inglés? Tanto tiempo de andar con lobas como yo y ¿no has aprendido a aullar? Si este hombre era de Córdoba debió ser nieto de Yanga pues tiene toda la cara de los afromestizos de la región y tiene apellido de esclavo: "porte petit" se refiere a características físicas de los esclavos escritas en las cartas de compra venta y que pasaron a ser apellidos, hoy algunos muy rimbombantes como Delgado, Obeso, Chaparro, Canela, Pardo, Prieto, Moreno y Crespo. En este caso se especificaba que el esclavo era chiquito: porte petit. Seguramente provenía de un cargamento francés o del Caribe francés que invadió el mercado cordobés a fines del XVIII y principios del XIX.”

Lo que la vida enseña. Gracias, doctora Cruz.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

18/8/10


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El más triste de los alquimistas

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas






Cierta noche de bohemia en un café de la ciudad de México con su amigo René Tirado, Jorge Cuesta escribió en una servilleta: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente”.

Esas palabras, dice Rodolfo Mata, se convirtieron en profecía cumplida “pues efectivamente, el suicidio de Cuesta tiene que ser revivido por cada lector que se interna en su Canto a un dios mineral ” con el ánimo de entender el poema.

Entre los espíritus excepcionales que pueblan la vida e historia veracruzana Jorge Mateo Cuesta Porte Petit tiene un nicho especial. Aunque enlistarlos a todos entrañaría el riesgo de establecer jerarquías, preferencias y calificaciones, confío en no correr riesgo alguno al estimar que Jorge Cuesta es uno sobresaliente.

Hace 68 años en el sanatorio del doctor Lavista en Tlalpan se quitó la vida este cordobés atormentado cuya deslumbrante inteligencia vivía protegida en una personalidad oscura y compleja, poliédrica diría yo, que en materia de letras se conducía con rigor científico y en la vida científica era muy capaz de utilizar su propio cuerpo como campo experimental.

Cuesta nació en Córdoba en el seno de una familia dedicada al cultivo de la caña, el café y la naranja. A los 18 años se trasladó a la Ciudad de México a terminar sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y cursar una carrera en la facultad de química de la UNAM. Conoció a Gilberto Owen y se integró al grupo de los Contemporáneos en donde fue la figura intelectual más poderosa e incómoda. En su obra podemos encontrar el germen de muchos de los pensamientos políticos y literarios de Octavio Paz, quien habría de polarizar la siguiente generación literaria mexicana, aquélla reunida en torno a Barandal, y que se veía a sí misma actuante en un mundo altamente politizado en el cual la revolución socialista de octubre que parió a la Unión Soviética marcaba un sendero a seguir.

Me parece que por desconocimiento, por incomprensión hacia su obra o por una inconfesada reticencia hacia la evocación de su historia, a Jorge Cuesta se le venera en ciertos ámbitos mientras se guarda silencio en otros. Respetados analistas se han dado a la tarea de la recopilación de la obra de Cuesta y el análisis de su producción literaria, pero sigue pendiente un estudio específico sobre el valor y las implicaciones de su trabajo periodístico.

Sin duda la calidad de poeta de Jorge Cuesta fue determinante para su trabajo ensayístico y periodístico. Pero, oh ironía, a su escritura informada y precisa aquello le añadía cierto rebuscamiento que sin duda limitaría a los escasos lectores que conseguía la letra impresa en la década de los treinta.

Al analizar su personalidad no se debe perder de vista su formación científica que nunca dejó de ejercer. En su natal Córdoba trabajó en el ingenio El Potrero en donde perfeccionó un sistema para la destilación de ron. Fue funcionario de una agrupación profesional de químicos y desarrolló diversas sustancias cuya efectividad probaba en su propio cuerpo, a la manera de los alquimistas medievales. En cierta ocasión quedó durante varios minutos en estado cataléptico después de ingerir una pócima destinada a provocar ciertos procesos de conservación vegetal. Era, en descripción de Elías Nandino, “completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación [...]”

Su otra persona, la literaria y artística por así decirlo a riesgo de trivializar la descripción de este complejo y alucinante personaje, la encuentro en un pasaje de Octavio Paz, quien lo conoció en 1935 siendo estudiante y Cuesta ya un ensayista admirado: “Eran los días en que se debatía el tema de la ‘educación socialista’. La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario discutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea humana me empujó hacia las puertas en el momento en que salía Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minutos dijo:

“-¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?

“-No demasiado. ¿Y a usted?

“-Tampoco. Lo invito a comer.

“Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restaurante. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido. Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por sino a través de él. Una noche tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano. Luego me envió un ejemplar de la revista en la que aparecía el ensayo; al leerlo, el deslumbramiento inicial se transformó en algo más hondo y más duradero: una reflexión que todavía no termina. Desde aquellos días mis ideas sobre la literatura han cambiado pero, sin la conversación de aquella noche, tal vez yo no habría comenzado a pensar sobre estos temas. Tampoco habría logrado hacerlo con un poco de rigor e independencia.”

El grupo Contemporáneos tuvo, con justicia, el sello de la intelectualidad, lo cual no puede ser un calificativo. Gracias a los Contemporáneos un reducido sector de la cultura mexicana dio entrada a la producción literaria mundial. Tuvieron la osadía de romper con la tradición artística mexicana del nacionalismo y, parafraseando a Fernando del Paso, obtuvieron legítimamente invitación al gran banquete de la cultura mundial contemporánea.

Este carácter es sumamente acusado en Cuesta. Pero se puede señalar una subdivisión en su obra. Junto a los profundos ensayos como el que recuerda Paz y su breve obra poética –que por cierto no vio publicada en vida- habita una producción que a riesgo de parecer herejía llamaré periodística. Ésta, guardadas todas las distancias y proporciones, podría compararse con las habituales columnas políticas que encontramos hoy en casi todos los diarios. Cuesta abordaba temas cotidianos de la sociedad: lo mismo las consecuencias sociales y económicas de una campaña gubernamental contra el alcoholismo que reseñas sobre obras de teatro o asuntos político-sociales de la capital y los estados. Los textos de Jorge Cuesta son un híbrido entre la nota informativa y el artículo de fondo.

Me arriesgo a que los marmóreos espíritus del Olimpo Académico me condenen al Hades literario por mi sacrílega lectura de Cuesta, pero me asalta la tentación de solicitar opiniones de reporteros noveles sobre los textos del poeta sin ubicar las fechas en que fueron escritos. Puedo casi asegurar que simplemente supondrían que se trata del trabajo de un colega, si bien les sorprendería el estilo, los giros del lenguaje y la abundante cultura e información que se desprende de la escritura y de la que carecen la mayoría de las notas que pueblan el periodismo mexicano actual.

Se ha vuelto un lugar común, quizá manoseado en exceso, la sentencia aquella de “sentir el olor de la tinta” para explicar la vocación periodística. Pero en Cuesta resulta exacta en el sentido de su pasión casi incontrolable por la letra impresa. A pesar de que su infortunada historia personal hace que algunos lo comparen con los poetas malditos -aquellos cuyo destino incomprendido era el arte literario, marcado además por una vida atormentada- nada parece más lejano del escritor cordobés. Cuesta tuvo una presencia constante en medios culturales de la época y por supuesto en la revista Examen que fundó en 1932. Quizá pocos periodistas contemporáneos a los 38 años –edad en que murió- han logrado publicar en tantos medios impresos como lo hizo este autor.

Los temas sociales, aquellos que definen su reflexión sobre la circunstancia del país en la década de los treinta y que señalan la naturaleza del periodismo en Jorge Cuesta, fueron publicados en diarios como El Universal y El Nacional. ¿Un poeta político? Definitivamente sí, porque la defensa de la causa literaria y artística de los Contemporáneos, en una circunstancia de ruptura, de aparición de corrientes y tendencias, significaba ineludiblemente una lucha política.

Alguien podría sugerir que en el gremio periodístico actual cada reportero es una publicación en potencia, lo cual sin duda resultaría en un panorama catastrófico de proyectos editoriales fracasados en lo económico y periodístico, entre otras razones por la ausencia de lectores, especie casi en extinción en nuestro país. A comienzo de los años treinta, sin embargo, la vida cultural mexicana encontraba ventanas a las que asomaba con sorpresa. Los Contemporáneos hicieron una gran contribución en este renglón. La cultura mundial se introducía a nuestro país, en buena medida gracias a ellos, con prevalencia de la cultura europea y específicamente la dedicación a la literatura francesa, sin olvidar el interés de Tablada por los hai-kus. Así, una publicación como Examen fue no sólo el vehículo que daba cauce a las inquietudes de un grupo de artistas e intelectuales, sino que fue el proyecto editorial adecuado e imprescindible a una importante causa de la cultura mexicana.

En una época en que la aparición de corrientes llevaba aparejada la necesidad de su defensa porque el proceso de ruptura y recomposición se produce en poco tiempo, la adopción de las tendencias se convierte inevitablemente, como ya lo he dicho, en una lucha política. Ramón Xirau nos recuerda que los movimientos que se inician en Europa repercuten en Latinoamérica hasta matizarse y adquirir orientaciones propias: creacionismo, ultraísmo, estridentismo... “En todos ellos hay elementos de juego. En los mejores representantes de cada uno de ellos existe una honda necesidad de crear nuevas realidades que trasciendan al mundo cotidiano. Son muchos los escritores que surgen en los años 20 y con ellos [...] nace un nuevo Siglo de Oro de nuestras letras”. Xavier Villaurrutia, el escritor con el mayor reconocimiento internacional, así como el resto de los Contemporáneos, incluido Jorge Cuesta, fueron partícipes de este movimiento.

Por otra parte el campo de batalla de Cuesta en la defensa del movimiento literario no se restringía a la poesía. Protegió a la escritura de cara a los representantes poder. Su exigencia por el respeto a la libertad de expresión es digna de encomio en los anales del periodismo, sobre todo en relación con la época. Con una extraña mezcla de valentía e ingenuidad, pero con una firmeza sin réplica, se rebeló contra la censura, lo mismo frente a funcionarios guatemaltecos cuando Carlos Mérida sufrió los embates de la burocracia de ese país, que cuando luchó en los tribunales contra la censura de Cariátide, la novela de Rubén Salazar Mallén.

Salazar Mallén, autor de la novela, y Jorge Cuesta como director de la revista Examen en la que se publicó un fragmento de la misma, fueron acusados de ultrajes a la moral, acusación que debieron enfrentar ante los tribunales.

Como derivación de esta circunstancia Cuesta envío cartas lo mismo al procurador de justicia que al secretario de educación pública. Los argumentos que se encuentran en esa correspondencia hoy podrían parecer de uso corriente en casi cualquier medio de difusión, pero no lo eran en modo alguno en el México de 1932. Cuesta denunció de manera abierta el uso que el poder hacía de la prensa para ejercer la censura y por supuesto el comportamiento del Excelsior de la época en las acusaciones de procacidad, pues fue a instancias de este diario que se inició el juicio contra los escritores.

La firmeza y las convicciones de su papel como periodista, como director de una publicación y como artista hacen de Jorge Cuesta no sólo un mejor escritor sino un verdadero ejemplo para el periodismo mexicano. Se trata sin duda de una fuente en la que se debe abrevar más a menudo.

Cito, para terminar, a Rodolfo Mata: “Cuesta aparece en claroscuro como un ‘sueño de la razón’. Y si como escritor la oscuridad le era reprochada reiteradamente, cuenta Xavier Villaurrutia en su In memoriam: Jorge Cuesta, esto le divertía al grado de hacerlo sonreír y hasta reír. Después de todo, la muerte de ‘el más triste de los alquimistas’ dejó el rastro de una oscuridad multiforme, proteica –y por eso semi-demoníaca-, que se repite y se reescenifica en [su poema] Canto a un dios mineral ”.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

18/8/10


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El príncipe de la palabra


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Quiero imaginar que el último paisaje en iluminar la mirada de Jesús Urueta fue una visión de la pampa, copiosa y fértil extensión que le habría recordado la enormidad de su amado Chihuahua. Eso nunca lo sabremos, pero un artista siempre agradecerá el recuerdo de los suyos, y jamás desmentirá a quien lo invente, porque al inventarlo le da vida.

Esa recreación es lo que encuentro en el discurso fúnebre que Martín Luis Guzmán pronunció en el cementerio de Dolores de la ciudad de México el 29 de marzo de 1921 ante el féretro de Urueta, vuelto a su patria en un viaje por mares turbulentos como su vida. Hallamos en esa oración -recuperada en 1987 en una coedición de las universidades de Colima y la UNAM- una fuerza capaz de estremecer el espíritu más de ochenta años después. Pienso que el ejemplo de Jesús Urueta es uno que debieran recuperar quienes pretenden guiar al país desde la política, pertenezcan al signo que sea. Escuchemos a don Martín Luis Guzmán ante el féretro del gran chihuahuense:

“La sentencia del legislador de Atenas, ‘no juzguemos de una vida hasta después de la muerte’ pocas veces tuvo, señores, ocasión mejor que ésta, en que el acatamiento y la congoja nos congregan para ofrecer un último homenaje a los despojos mortales de quien fue, si gran pecador, ciudadano insigne e incomparable tribuno. Porque no habiendo sido los días de Jesús Urueta ni los de un santo, ni los de un maestro, ni los de un héroe, sino que mientras ellos corrían quedaba atrás un rumor de voces no siempre laudatorias y a menudo discordantes, sus deudos por el corazón y por el espíritu hemos debido esperar esta hora de supremo desinterés para apreciar la magnitud de nuestra pérdida, igual que los contendedores de Troya sólo apreciaron la estatura de Héctor cuando éste yacía en el polvo. [...]”

Entre las personalidades que pueblan la Patria literaria mexicana la figura de Jesús Urueta (1868 - 1920) se yergue velada y misteriosa a la memoria de las nuevas generaciones. ¿Habrá entre los lectores de este espacio quien por interés que no por edad haya tenido noticias de este orador, pintor y periodista que también fue diputado revolucionario y compartió deberes legislativos con Luis Cabrera, Juan Sánchez Azcona, Juan Sarabia, Serapio Rendón, Salvador Díaz Mirón, Isidro Fabela y Félix Palavicini?

Fue llamado “El príncipe de la palabra” por sus dotes oratorias, y su discurso enfrentó al dictador Huerta –en contraste “señor de la bellaquería”- quien lo refundió en un calabozo del cual salió con vida milagrosamente.

Habla Martín Luis Guzmán:

“Cumplió con su deber primordial de hombre y de mexicano. Aquí, donde el cultivo del espíritu y las aspiraciones a una vida superior parecen invitarnos a una voluntaria segregación del alma patria, imperfecta y doliente; aquí, donde, como por acuerdo tácito, casi todos los intelectuales rehúyen unir sus destino a la suerte de su país, con olvido de que las venturas nacionales, buenas o malas, liberarán o esclavizarán a sus descendientes; aquí, Jesús Urueta, intelectual e ideólogo por disciplina y artista por temperamento, profesó y practicó la política, ¡nuestra política, tan parca en los triunfos, tan larga en los sinsabores! [...] En sus artículos y sus discursos políticos se contienen todos los principios revolucionarios por los que aún estamos luchando, y allí también palpitan, y palpitarán eternamente, las máximas sin cuyo amparo no es posible la vida ciudadana [...]”

Como casi todo hombre visionario y comprometido, Urueta fue también un ser lleno de esperanza en el futuro, confiado en un porvenir alimentado por la sangre y las ideas de otros idealistas como él.

Continúa Martín Luis:

“Entonces escribía Urueta: ‘Nuestros muertos siguen siendo creadores de energía; infatigables… todo lo remueven y todo lo vivifican… Son la médula de nuestra historia, la vida de nuestra vida y nos acompañarán –legión sagrada- a la gran conquista, a la conquista de la ley… Es preciso, es urgente que todos los mexicanos comprendan que la Constitución, sólo la Constitución, puede salvar a la patria… Mientras las instituciones no funcionen normalmente no se puede hablar de paz, ni de progreso, ni de libertad. A mejores ciudadanos corresponden mejores gobiernos. Dentro de un buen gobierno, respetuoso de la ley… los ciudadanos elevan su nivel intelectual y moral, el pueblo crece en fortaleza y en virtudes cívicas’. Así pensó, así habló, así predicó Jesús Urueta, ciudadano de México.”

¡Hermosa lección encontramos en estas palabras! Hace casi un siglo que Urueta escribió esa sentencia que aún conserva un timbre de urgencia y esperanza.

El Diccionario Biográfico de México de Humberto Musacchio consigna que Urueta colaboró en la Revista Moderna y El Siglo XIX. Fue bibliotecario y profesor de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, dos veces diputado federal y profesor de la Escuela Nacional Preparatoria. Crítico del dictador Victoriano Huerta, éste lo mandó encarcelar. Secretario de Relaciones Exteriores (del 12 de diciembre de 1914 al 18 de junio de 1915) de Venustiano Carranza. Fue fundador del Partido Democrático y en 1919 se le designó ministro plenipotenciario en Argentina y encargado de negocios ante el gobierno uruguayo. Fue autor de Fresca (1893), Alma poesía. Conferencias sobre literatura griega (1904), Pasquinadas y desenfados políticos (1911), Conferencias y discursos literarios (1919) y Obras completas (1930).”

Los recuerdos y testimonios de la vida de Urueta nos hablan de un hombre apasionado y quizá arrebatado. Alguien cuyo temperamento fue con seguridad levantisco e incendiario. Es un carácter fuerte el que trasluce en la fotografía que acompaña su ficha en el diccionario de Musacchio: ojos algo saltones y separados, mirada penetrante, frente ancha, nariz larga y labios delgados ligeramente curvados hacia abajo en las comisuras. En suma, alguien cuya paciencia pudo haber sido corta, y por lo mismo grande su creatividad:

“Vivió intensamente y para el arte. Aceptó los impulsos de su pasión y supo entretejer con ellos, manteniéndola impoluta, incorruptible, una tendencia nobilísima a contemplar las cosas bellas y a evocarlas. Nadie logrará separar lo que fue en Urueta mera pasión –pasión, es verdad, bien a menudo desordenada y arrebatada por loco desenfreno- de lo que fue en él amor a la belleza o prolongación de ese amor. Pasión y amor de lo bello, émulos, la una y el otro, que mutuamente se acrecentaban, integraron su alma, presidieron cada uno de sus actos y lo llevaron a formular –son palabras suyas- este concepto de la vida humana: ‘La alegría, el dolor, el amor, el pensamiento, el alma entera, todo viene siempre a la carne, a la cruel y deliciosa carne, ennoblecida y divinizada como una flora milagrosa por supremos artistas…’ [...]”

Murió muy joven, a los 32 años, pero con un desempeño que, quizá por la misma razón de su juventud, causó la admiración de Martín Luis Guzmán. Sus hijos, Cordelia, Jesús (Chano) y Margarita, tuvieron luz propia en la pintura, el cine y la dramaturgia.

De nuevo Martín Luis:

“Aún lo vemos: en pie; fino y esbelto; la cabeza ligeramente inclinada hacia delante; juntas las manos, mientras los dedos estrujan nerviosos un pequeño papel y todo su cuerpo se halla sometido, como si lo dominara alguna fuerza extraña, a un vaivén blandísimo, apenas perceptible. Y de súbito, cuando, al parecer, el genio hasta allí en reposo se agitaba, rompía él a hablar para goce de sus oyentes; porque era dulce su voz, claras sus vocales, puras sus consonantes, rítmicas sus palabras, armónicos su gesto y su ademán, trasunto de belleza sus citas y sus evocaciones, y profundamente generosa, sedante para el alma, acariciadora para los oídos del cuerpo y del espíritu la euritmia de sus discursos. Hay oradores –como Justo Sierra- cuya memoria ha de perpetuarse con la lectura de sus obras. No así Urueta. Guardemos quienes le oímos –rescoldo sagrado- la imagen imborrable, aunque ya confusa, de su arte sin par, y transmitamos a quienes no le oyeron su palabra [...] elocuente y musical como campana de oro. Pero que nadie intente buscar en el molde impreso, en la rigidez de la frase escrita, la realidad de su obra, viva, sinuosa, esencialmente del tiempo, ajeno al espacio e imposible de volver a ser sin la intervención de la mágica virtud creadora.”

Como ya dije, Urueta falleció muy joven, a los 32 años, de causas que ignoro. Fue la suya una vida excepcional, como otras que aquí he reseñado, que son un ejemplo a edades en las que otros apenas se preguntan cuál habrá de ser el camino que tomen sus existencias.

Martín Luis:

“Por ello la pérdida es irreparable. Queda en pie la catedral, compendio de un genio múltiple, y las piedras ennegrecidas mantienen perenne la emoción del sentimiento religioso anónimo, de las manos anónimas que allí se expresaron; contemplan los ojos una pintura o una estatua, y en su esfuerzo por seguir la forma, la mirada describe el mismo trazo que sorprendieron los ojos del artista; se repite un canto a los sones acordados por un músico en otra época, y el oído, dócil a su guía, revive la obra original; y una historia se relata, y se recita un poema, y se lee un libro. Pero ¿cómo volverá jamás a sacudirnos el temblor derivado de la voz de Urueta, y de sus ademanes, y de sus pausas, y de todo aquel toque, intransmisible y suyo, que él comunicaba a la frase dicha a su manera, a la cita hecha a su modo, a la palabra silabeada según sólo él supo hacerlo? Como de todo artista cuya obra no puede fijarse ni transmitirse, la personalidad de Urueta, su imagen de orador, quedará en la sombra mientras otro artista no la reconstruya iluminándola con su genio [...]

“Urueta lloró ante nosotros la muerte de Justo Sierra, y la lloró con tal congoja, con tal duelo convirtió en lágrimas nuestro pesar –lágrimas copiosas, lágrimas sin literatura- que casi nos consoló de la pérdida del Maestro. Y ahora, henos aquí, incapaces de llorarlo a él como él merece, incapaces –pese a la presencia de sus despojos y a nuestra comunidad espiritual- de atraer sobre nuestras cabezas, y convertir en halo de la emoción que nos envuelve, siquiera un fugaz aleteo de aquel noble espíritu, siquiera una chispa del fuego que él encendería en nosotros si estuviera aquí tocándonos con su palabra el corazón.

“No descanse en paz Jesús Urueta. Quede entre nosotros, viva, su memoria. Y siga agitando a la República el eco de su oratoria con el reclamo: ‘¡Sólo la Constitución puede salvar a la Patria!’.”





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

11/8/10


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Ve y dilo en la montaña


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





James Arthur Baldwin nació en el barrio negro neoyorquino de Harlem en 1924, en plena depresión. Fue hijo de un predicador fanático y autoritario, y de una mujer cuya ocupación principal era echar hijos al mundo. Baldwin se convirtió en la voz literaria de los negros norteamericanos principalmente durante las luchas civiles de la década de los sesenta. Su amor por los libros era tan grande como el odio a su padre. En Apuntes de un hijo de la tierra, uno de sus más conocidos ensayos, nos presenta desde el primer párrafo una brutal introducción a su vida:

“El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas horas después, nació el último de sus hijos.

“Durante el mes anterior, mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas horas después de la ceremonia fúnebre de mi padre, cuando su cuerpo aguardaba en la capilla, un motín racial se desató en Harlem [...]

“El día del funeral de mi padre cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre despojos de injusticia, anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para conmemorar el fin de la vida de mi padre, la más sostenida y brutalmente disonante de las obras. Y me parecía también que la violencia que nos rodeaba mientras mi padre se iba de este mundo había sido concebida como un correctivo para la arrogancia de su hijo mayor [...]

“Había decidido rebelarme en su contra por las condiciones de su vida y por las condiciones de nuestra vida, pero cuando llegó su fin comencé a interrogarme sobre esa vida y también, de una manera no antes conocida, me hice aprehensivo acerca de la mía”.

Resulta por lo menos asombroso, después de esta dolorosa y de alguna manera descarnada confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del muerto y que adolescente aún fue consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual de la comunidad negra norteamericana y escenario de violentas manifestaciones durante el movimiento pro derechos civiles del siglo pasado. Quizá una explicación sea que aquél era en realidad su padrastro pues James fue hijo ilegítimo. Otra, que las misteriosas tensiones en la relación padre-hijo se manifiestan en conductas de complejidad insondable. Sea como fuere, en el púlpito Baldwin se tropezó con la que sería su verdadera vocación, la literatura, aunque ese encuentro no sería evidente de inmediato y pasaría a formar parte del arcano bagaje con el que se ensambla el espíritu de los seres humanos.

En uno de sus numerosos ensayos, casi todos salpicados con pasajes de su propia biografía, asentó que sus tres años en el púlpito lo convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la desesperación y simultánea belleza de la grey a su cargo. Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista indio R. K. Narayan, quien se apartaba de su ventana pues desde ella eran visibles millones de historias. Y viéndolo bien, ¿no es lo que pasa a los periodistas, escritores y otros creadores que andan por la vida con los ojos abiertos? En rigor, no hay que ir muy lejos para obtener material.

Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos manuales antes de establecerse en el barrio bohemio neoyorquino de Greenwich Village y comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el diario The New York Times e hizo amistad con el autor Richard Wright, quien habría de ayudarlo a conseguir una beca con la cual en 1948 viajó a Francia y a Suiza.

Una vez más vemos cómo, de manera que me resisto a creer sea accidental, una carrera literaria se entrelaza con el periodismo. Durante su estancia en el Village (crisol de espíritus creativos de todas las nacionalidades y razas) Baldwin, no siendo precisamente un reportero, sí fue un periodista especializado que se ganaba la vida escribiendo para los diarios reseñas de los libros que devoraba día y noche.

En 1953 publicó su primera novela, Ve y dilo en la montaña, obra en la que resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que de acuerdo a los críticos, le consagró como el más sobresaliente comentarista negro de la condición de los de su raza en los Estados Unidos. La siguiente, El cuarto de Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual; Apuntes de un hijo de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de ensayos y memorias de su juventud. Baldwin es autor además de Otro país (1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie (1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en la calle (1972) y los ensayos agrupados en El precio de la entrada (1985), entre otros títulos.

El tratamiento de temas a partir de su abierta preferencia homosexual hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia por los derechos de la minoría de color. Eldrige Cleaver, uno de los notorios “Panteras Negras”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio hacia los negros”.

“Supongo”, diría a su vez el autor, “que todo escritor siente que el mundo en el que nació es nada menos que una conspiración contra el cultivo de su talento”.

En este mes de agosto, 86 aniversario del natalicio de Baldwin, se cumplen también 47 de aquella jornada histórica en que millones de norteamericanos escucharon en Washington a Martin Luther King pronunciar la portentosa oración que bajo el título “Tengo un sueño”, habría de convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos y en muchas otras partes del mundo.

Dos existencias destinadas a cruzarse. Mi lado racional puede descartarlo, pero el mágico me dice que en lo humano no hay nada accidental, y como Edmundo Valadés, sostengo que hay vidas y obras que están destinadas a complementarse. Llámese como sea, hay entre Baldwin y King coincidencias por lo menos notables, cuando no estremecedoras. Negros, hijos de predicadores y ellos mismos ministros religiosos, seres de gran potencia intelectual, inconformes, creativos y atormentados por la obsesión de un cambio posible y de una vida mejor.

“Tengo un sueño”, exclamó King ante miles de compatriotas reunidos en Washington el 22 de agosto de 1963, “de que mis cuatro pequeños hijos un día habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por la entereza de su carácter”.

Baldwin, por su parte, escribiría en un recuerdo sobre su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia, incluso si podría aplicarla, pero eso era lo único que poseía”.

No lo sé de cierto, pero es seguro que Baldwin estuviera entre los oyentes, pues desde principios de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse a la lucha al lado de King, sin dejar de buscarse a sí mismo. Otra faceta de este creador: su compromiso con la democracia y contra la opresión. Producto de muchas minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) en un momento de su exilio decidió que además de su participación intelectual debía ensuciarse las manos como militante. Así, retornó a Estados Unidos y viajó extensamente por las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese tiempo fueron Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.

Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y le hizo llegar a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la violencia. Después del asesinato de sus amigos Martin Luther King y Malcolm X, regresó al extranjero en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor. “Una vez inmerso en otra civilización”, escribió, “te obligas a examinar la propia.

A los mexicanos, y supongo que a los latinos en general, no se les plantea el problema racial con tanta fuerza como a los estadounidenses. Esto no quiere decir que nuestros países sean ajenos a la discriminación. Quizá sea más profunda y por su diversidad se diluya. En la nación vecina, en cambio, aún hoy se viven las consecuencias de la integración forzosa de razas negras vía el tráfico de esclavos. Desde mediados del siglo XV y hasta 1870, entre 11 y 13 millones de africanos fueron exportados hacia América y alrededor de 10 millones fueron esclavizados en los países de destino (ya que entre el 15 y el 20% murió durante las travesías), principalmente en el que hoy conocemos como Estados Unidos, pues en la Nueva España hubo, por decirlo de una manera brutal, materia prima vernácula (Bartolomé de las Casas denunció la existencia de unos tres millones de esclavos indígenas).

James Baldwin fue producto de ese encuentro forzado y doloroso, como lo fue King, como lo fueron y son millones de negros norteamericanos. Vivió además, como apunto arriba, el peso de su pertenencia simultánea a un abanico de minorías en un contexto social, recordemos, que en comparación con el tiempo actual era brutalmente asfixiante... aniquilante.

Al terminar de redactar estas líneas, por una extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles negros.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

4/8/10


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