De aerolitos y pequeñas cosas



Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Es asombroso que esta humanidad nuestra haya logrado la hazaña de poner hombres en la luna y lanzar máquinas inteligentes a las profundidades del espacio mientras permanece con una ignorancia supina respecto de nuestro propio planeta.



Casi con la mano en la cintura se puso en órbita el telescopio Hubble para fisgonear en las galaxias más distantes, pero hasta hace unas cuantas décadas los geólogos debatían y se satanizaban entre sí por diferencias sobre la edad de la tierra.



Todavía resuenan en el imaginario colectivo aquellas palabras de “un pequeño paso para un hombre, un enorme salto para la humanidad” radiadas desde nuestro satélite a 390 mil kilómetros, pero acá abajo seguimos sin tecnología para rescatar a la tripulación de un submarino accidentado a 600 metros en el mar.



Y no deja de ser una paradoja que mientras nuestro establishment científico-tecnológico recientemente pudo pegarle a un cometa distante como a un millón de kilómetros, no se haya logrado vencer a los agentes microscópicos que causan el Sida.



Asómbrese: hace apenas en 1991 se confirmó la teoría de que fue un meteorito el responsable de la aniquilación de los dinosaurios. Y para este México que anda siempre de capa caída porque no ganamos medallas ni de plomo, me place informar que fue en Chicxulub, Yucatán, en donde hace 65 millones de años cayó la roca que eliminó a las grandes lagartijas y dejó libre el camino a los mamíferos, es decir, a nosotros... y de paso aplanó la península y la dejó lista para los paisajes maravillosos que hoy conocemos como la tierra del faisán y del venado.



Hoy amanecí pesimista, y como además acabo de releer la fascinante Breve historia de casi todas las cosas de Bill Bryson, permítame platicarle esta historia que no tiene nada de ciencia ficción.



Un meteorito de diez kilómetros de diámetro hizo un cráter de 180 kilómetros de ancho y 45 kilómetros de profundidad (que ahí está, bajo tres mil metros de caliza). Pemex lo exploró en 1955 y dictaminó que era de origen volcánico. Pero hace 23 años la comunidad geológica internacional echó las campanas a volar cuando se confirmó que precisamente ahí, ¡máre!, había tenido lugar el gran impacto y uno de los grandes enigmas de la historia quedó resuelto. 



¿Qué sucedió? La explosión del golpe fue equivalente a varios miles de veces el arsenal termonuclear del que hoy disponen los países civilizados y levantó una nube de polvo que oscureció la atmósfera y alteró el clima durante más de diez mil años. Los pobres reptiles no sobrevivieron, pero nuestros peludos antepasados de sangre caliente sí.



Pensará que sesenta y cinco millones de años es muchísimo tiempo y que soy un insoportable catastrofista. Pues bien, le informo que unos dos mil asteroides como aquél regularmente se aproximan a la trayectoria de la tierra. En 1991 una roca del tamaño de una casa, bautizada “1991 BA”, pasó a tan sólo 160 mil kilómetros: en términos espaciales el equivalente a una bala calibre .45 atravesara la manga de su camisa sin herirlo.



¿Por qué un objeto tan pequeño en relación con el tamaño del planeta podría ahora terminar con nuestra especie? Porque al entrar en la atmósfera provocaría temperaturas de 60 mil grados Kelvin -diez veces el calor en la superficie solar- y todos los objetos en esa trayectoria –casas, autos, edificios, personas, perros, gatos, vacas y musarañas- se chamuscarían en un milisegundo. Al momento de la explosión una onda expansiva de casi la velocidad de la luz arrasaría instantáneamente un radio de 200 kilómetros y unos segundos después algunos miles más. Se cree que mil millones de seres humanos perecerían en los primeros segundos. Después, una reacción en cadena de temblores, explosiones volcánicas y tsunamis azotaría al planeta, mientras que nuevamente el polvo taparía la luz del sol durante algunos miles de años.



En definitiva, es una posibilidad terrible. La buena noticia es que un impacto así tiene posibilidades de ocurrir tan solo cada millón de años.



Ahora bien, ¿una pequeña cosa es una cosa pequeña? No piense el lector que amanecí anfibológico. Creo que la pregunta tiene sentido en este mundo nuestro de las grandes hazañas y los aún mayores avances tecnológicos.



Ejemplos sobran y no necesito recurrir a demasiados para dar sentido a mi pregunta. Desde un acorazado a mil quinientos kilómetros en el Índico o el Mediterráneo, la gran armada pudo colocar una bomba inteligente justo en el búnker de Bagdad donde se ocultaban los cabecillas del eje del mal y además transmitir en vivo la hazaña al mundo. Pero nuestra avanzada tecnología no pudo salvar la vida a un puñado de ancianos en un asilo de Nueva Orleáns durante el huracán Katrina en el 2005.



Nos dejamos deslumbrar con demasiada facilidad por “lo grande” y por “lo portentoso” y dejamos de ver las pequeñas cosas que son las verdaderas maravillas de la vida.



Pensemos en nuestro cuerpo. Al pobre lo llevamos por la existencia como a un estuche necesario pero estorboso. Lo llenamos de toxinas y grasas que toman por asalto el hígado, las arterias y el corazón. Inyectamos gas venenoso a presión en los pulmones. Lo asfixiamos con la ropa de moda. Los elegantísimos tacones altos que tan bien modelan el derrière femenino son tortura china para la columna vertebral. La corbata de alegres colores que aprisiona el cuello y anuncia nuestra capacidad de compra, frena el flujo de sangre al cerebro.



Casi nunca nos detenemos a pensar en cómo funciona este maravilloso receptáculo del espíritu. Si nos cortamos en la afeitada matutina, en vez de maldecir por el qué dirán en la oficina, pensemos en el milagro de la coagulación. En el instante en que la navaja rasga la piel, unas veinte proteínas acuden en masa para tapar el molesto flujo de sangre. ¿Le parece una banalidad? Pues fíjese que si una sola de esas proteínas faltara, usted sencillamente se desangraría. Esta es una de esas pequeñas cosas: un hemofílico es alguien que no tiene completa su batería proteínica. ¿Y qué me dice de los fagocitos? Estos corpúsculos andan navegando plácidamente por el cuerpo, casi dormidos, al lado de los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Pero en el instante mismo en que una bacteria se introduce a la sangre despiertan y se lanzan furiosos a combatir al agresor. ¡Y en ninguna parte hay un monumento a las proteínas o a los fagocitos!



Echemos un vistazo a nuestro alrededor y descubriremos otras pequeñas y maravillosas cosas. Una modesta hormiga es capaz de transportar objetos cientos de veces más pesada que ella; si fuese del tamaño de un perro sería más poderosa que el más potente de los bulldozers. Una mariposa monarca viaja miles y miles de kilómetros y regresa al árbol familiar en Angangueo con mayor precisión que un rayo láser. El murciélago se guía en la oscuridad con un sonar que ya quisieran en la NASA para un día de fiesta. Pocos tejidos hay en la naturaleza con la resistencia de la membrana del jitomate: si nuestra piel tuviese proporcionalmente la misma resistencia, el filoso cuchillo de un asaltante nos haría los mandados.



De la estrella más cercana a la tierra, Proxima Centauri, sabemos casi todo: que está a 4.3 años luz, que tiene una magnitud aparente de -0.3, que integra un sistema de tres cuerpos en donde dos giran uno alrededor del otro en un periodo de 80 años y el tercero en aproximadamente un millón de años... ¡Fantástico! Pero acá abajo, en el planeta de las pequeñas cosas, ¿realmente conocemos y comprendemos cómo funciona la clorofila, el insignificante pigmento verde gracias al cual podemos vivir? Sí, claro. Sabemos que está compuesto por grandes moléculas de carbono e hidrógeno y que en su núcleo tiene un único átomo de magnesio. O sea, que lo conocemos tan bien como a Proxima Centauri. Con la salvedad de que a diferencia de aquélla, la clorofila posee la modesta habilidad de transformar la energía luminosa del sol en energía química, lo cual permite la vida vegetal, lo que a su vez sustenta la vida animal, la que por su parte posibilita que en la llamada tierra habite una especie que tiene conciencia de sí misma y se autoproclama humana. Apenas una pequeña cosa.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

Sociales de la UPAEP Puebla.



22/2/12



@sanchezdearmas






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Mexicanos en el holocausto



Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



El 27 de enero fue el “Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto”, declarado así por las Naciones Unidas en alusión a la fecha de liberación de Auschwitz-Birkenau, el más grande y conocido de los campos nazis de la muerte.



En JdO compartí hace tiempo la hazaña de Gilberto Bosques, “el Schindler mexicano”, que con gran riesgo pudo rescatar de las garras del nazismo a más de 40 mil seres humanos. Bosques no tiene un monumento en México, pero su ejemplo habla de gran tradición diplomática mexicana, la que reconoció al Japón en 1888, la que abrió las puertas al exilio español en 1939, la que protegió a decenas de chilenos, peruanos, paraguayos y argentinos durante las dictaduras militares, la que nos dio a Genaro Estrada.



Hoy presento a los lectores noticias de un pasaje poco conocido: el de mexicanos que murieron en el holocausto. Para ello tomo porciones de la espléndida investigación periodística del colega Raúl Olmos (19 de enero 2011, am.com.mx) quien reporteó al Ministerio del Interior austriaco y obtuvo informes hasta entonces inéditos. Hasta donde sé Olmos no recibió el premio nacional de periodismo, quizá por que su trabajo sólo tiene datos históricos duros y ninguna declaración tronante.



Aquí los extractos:



“El 13 de agosto de 1940, un tren con cientos de prisioneros salió de la cárcel IX A, ubicada en la población alemana de Ziegenheim. Su destino: el campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria. En uno de los vagones viajaba un mexicano: José Sánchez Moreno Gualda, de 31 años de edad.



“José Sánchez fue el primero de once mexicanos apresados por las fuerzas nazis, y transferido a campos de concentración entre 1940 y 1944, revela información obtenida por a.m. a través de solicitudes de información enviadas a cinco países.



“Del total de mexicanos presos, tres eran de Guadalajara, uno de Puebla, una mujer de Chihuahua y el resto de la Ciudad de México.



“Diez de ellos eran jóvenes. Cinco tenían menos de 30 años, otros cinco entre 31 y 34 años y sólo una persona –Anita Germaine- tenía 44 años. El menor era Joseph Salazar, quien al momento de su captura tenía sólo 26 años. Cinco de los mexicanos fallecieron en campos de concentración y otros cuatro fueron reportados como “desaparecidos”. De sólo dos mexicanos se tienen datos fehacientes, documentales, de que sobrevivieron al exterminio nazi.



“¿Por qué hubo mexicanos apresados por los nazis? La historia es compleja. Cuando estalló la Guerra Civil en España, hubo mexicanos que se integraron como voluntarios con los republicanos. Así ocurrió con Felipe López, José Sánchez Moreno Gualda, Feliciano Catalán, Luis Moch Pitiot y Joseph Salazar. Al asumir el poder Francisco Franco, todos estos mexicanos que luchaban en España huyeron a Francia, en donde fueron apresados. […]



“Muchos republicanos españoles que fueron detenidos en campos franceses fueron entregados a la Policía Secreta del Estado (‘Gestapo’), después de que las tropas alemanas ocuparon el norte de Francia. El ‘Reichsführer-SS’ Heinrich Himmler ordenó que todos los españoles voluntarios de guerra debían ser tomados en ‘custodia protectora’ […]  



“[Hay] documentos de la estancia de ese mexicano en el campo de Mauthausen: De acuerdo con el registro oficial, nació el 5 de octubre de 1909 en la Ciudad de México. En 1940 ingresó en el campo de prisioneros de guerra IX-A Ziegenheim, en donde también estuvo preso el que luego sería presidente de Francia, Francois Miterrand. El 13 de agosto del mismo año fue transferido al campo de concentración de Mauthausen con la matrícula 3777. Al ingresar a Mauthausen, se le asignó el número de prisionero 11514. En aquel campo nazi permaneció esclavizado más de un año, hasta que fue transferido a la prisión de Gusen, en donde murió el 22 de septiembre de 1941. Pasó 13 meses y 9 días encerrado, sometido a la esclavitud de los nazis.



“‘Causa de la muerte: Bronconeumonía’, anotaron en 1941 los nazis en su acta de defunción. Pero 57 años después, el 24 de febrero de 1998, se anexó a su acta la verdadera causa del deceso: ‘Muerto en deportación’. […]



“Tres meses después de la muerte de José Sánchez Moreno Gualda, otro mexicano fue transferido al mismo campo de concentración de Mauthausen. El 19 de diciembre de 1941, un tren con prisioneros salió del Stalag XVII B, ubicado cerca de la población de Krems, en Austria, con destino a Mauthausen. Entre los pasajeros iba Luis Moch Pitiot, registrado con la matrícula 5035.



“De acuerdo con su expediente, Moch Pitiot nació el 28 de julio de 1913 en la Ciudad de México, de manera que cuando fue enviado a Mauthausen tenía 28 años de edad.



“No se sabe si este mexicano sobrevivió a la esclavitud en el campo de concentración, pues no hay registros ni de su liberación ni de su muerte. Es uno de los miles de casos ‘en circunstancias desconocidas’, según apuntan las autoridades austriacas.



“25 meses después de la deportación de Moch Pitiot, los nazis enviaron a otro campo de concentración a tres mexicanos: Felipe López, Feliciano Catalán y Joseph Salazar, los tres originarios de Guadalajara, Jalisco […] junto con otros mil 900 prisioneros. Su destino final sería el campo de concentración de Buchenwald, ubicado en Alemania. Sin embargo, no todos concluyeron el viaje. En el trayecto fallecieron 679 personas y 57 desaparecieron durante la deportación. […] Diez días después, el 27 de enero de 1944, salió de Compiegne otro tren con destino a Buchenwald; entre los prisioneros que realizaron ese viaje iba el mexicano Juan del Pierro. […]



“El jalisciense Feliciano Catalán fue uno de los pasajeros que sobrevivió a la travesía en el llamado ‘tren de la muerte’. Estaba por cumplir 34 años cuando fue internado en Buchenwald. En ese sitio sobrevivió casi 15 meses, realizando trabajos forzados, con una mínima alimentación.



“El 11 de abril de 1945, cientos de desesperados internos, consumidos por la inanición, tomaron el control del campo. Ese mismo día, más tarde, arribaron soldados de Estados Unidos a consumar la liberación de los 20 mil presos que habían sobrevivido a la esclavitud y a la tortura de los nazis. Entre los liberados había dos mexicanos: Feliciano Catalán –ya para entonces de 35 años- y Felipe López, de 29 años. De Joseph Salazar, el otro jalisciense internado en Buchenwald, no se sabe si falleció, si escapó o si fue liberado. Acababa de cumplir 26 años cuando desapareció en aquel campo nazi. También fue reportado desaparecido Juan del Pierro, de 28 años de edad. […]



“En el lapso de un mes, Fernando González estuvo recluido en cuatro diferentes prisiones o campos de concentración nazis en Francia y en Alemania. En junio de 1944 fue internado en Compiegne, en Francia, y casi de inmediato fue transferido al campo de concentración de Nauengamme. A principios de julio fue enviado al campo de Sachsenhausen y de ahí lo enviaron a realizar trabajos forzados a Falkensee, cerca de los bordes de Berlín, en donde los presos eran alojados en nueve barracones rodeados por alambradas electrificadas. Al igual que sus otros compatriotas, le tocó presenciar la muerte de cientos de prisioneros. En el tren que lo llevó de Compiegne a Nauengamme iban 2 mil 62 pasajeros, de los cuales 786 fallecieron en el viaje. Este prisionero mexicano fue forzado a trabajar en la fábrica de armamentos Deutsche Maschinenbau AG (Ingeniería Alemana de Maquinaria o DEMAG), ubicada cerca del campo de concentración, según el archivo de Sachsenhausen.



“El 2 de mayo de 1945, las fuerzas rusas liberaron el campo, pero se ignora si entre los liberados estaba Fernando González. Su paradero es un misterio. [a.m. tiene] una ficha […] que detalla que Fernando González fue registrado en Sachsenhausen como originario de Tehuacán, Puebla, en donde nació el 19 de agosto de 1914. Cuando fue internado en el campo de concentración estaba por cumplir 30 años. Su ficha tiene un error en el apellido, pues fue registrado como Conzales.



“[A Auschwitz] fueron enviadas en 1943 cuatro mujeres mexicanas de origen judío, que habían sido arrestadas en Francia, cuando estaban de viaje. Susanne y Denise Klotz, originarias de la Ciudad de México, fueron arrestadas y enviadas a mediados de 1943 al campo de internamiento de Drancy, ubicado en un barrio al noreste de París, el cual acababa de ser tomado por las fuerzas alemanas. Su único ‘delito’: ser judías. Susanne (que ostentaba el apellido falso Marx), tenía 33 años de edad, mientras que Denise era un año mayor. El 31 de julio de 1943, ambas fueron obligadas a subir a un tren con destino a Auschwitz. Cinco días después, fue reportada su muerte. […]



“Tres meses después, otra mujer mexicana fue enviada de la misma prisión francesa de Drancy al campo de exterminio alemán. La chihuahuense Elisia (o Alice) Dreyfus salió el 31 de octubre de 1943 con destino a Auschwitz, donde falleció. Tenía 31 años de edad. Dos semanas después, una cuarta mujer mexicana fue enviada en un ‘tren de la muerte’ al mismo campo. Esta última víctima se llamaba Anita Germaine Guggenheim (aunque su apellido original era Ullman). La mujer, nacida el 10 de enero de 1899 en la Ciudad de México, fue reportada muerta el 25 de noviembre de 1943, a los 44 años de edad.



“Las autoridades francesas emitieron un decreto en el que ordenaron agregar las palabras ‘Muerte por deportación’ en los certificados de defunción de las cuatro mexicanas.



“Y en todos los casos se añadió además el dato: Muertas en Auschwitz.”

Hasta aquí las citas. Duele pensar que otros compatriotas cuyos nombres nunca conoceremos hayan corrido suerte semejante. El trabajo de Raúl Olmos en a.m. tiene el enorme valor de ayudarnos a mantener la memoria en este aniversario del holocausto.







Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

Sociales de la UPAEP Puebla.



1/2/12



@sanchezdearmas






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