Por caminos de Proust

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Marcel Proust murió a las cinco y media de la tarde del 18 de noviembre de 1922, hora apropiada para que los diarios del día siguiente pudieran recoger con amplitud la noticia. La mañana del mismo día había pedido a Céleste, su fiel sirvienta, que echara de la habitación a una mujer gorda vestida de negro. Céleste dijo que lo haría, pero ni ella ni los presentes vieron a la intrusa.

Una de las últimas satisfacciones de Marcel fue saber que moriría a los 51 años, igual que Honorato de Balzac. Cuando expiró, el surrealista Man Ray le tomó fotografías y dos pintores hicieron su retrato mortuorio. Cuatro días después fue enterrado en la cripta familiar del cementerio parisino Pere-Lachaise. Cinco años después de su muerte, en 1927, fue publicado el último de los volúmenes de A la búsqueda del tiempo perdido y entonces, ya desaparecido, comenzó el lento proceso de su canonización artística.

No resulta fácil enfrentarse a la hoja en blanco para intentar pergeñar algunas palabras no sólo coherentes sino con cierta carga de sentido para hablar de Marcel Proust. Intentar decir algo que no se haya dicho antes, dilucidar primero qué me provoca A la búsqueda del tiempo perdido a mí, para luego compartirlo con algún posible lector. Qué nos ofrece esta obra a casi cien años de su aparición (el primer tomo, Por el camino de Swann, se publicó en 1913). Estas reflexiones, que no duraron poco, y que me llevaron a releer pasajes enteros del primer tomo, aterrizan en una primera conclusión que realmente estaba allí desde hace mucho tiempo:

Proust fue un gran revolucionario del género. Su obra marcó nuevos derroteros a la literatura universal y a la novela como género, pero hoy ya no es una obra revolucionaria. Lo fue y marcó precedentes. Hizo escuela. Después de Proust muchos artistas recorrieron el mismo camino -aunque a decir verdad considero que la ruta de la creación tiene siempre senderos distintos- unos con más fortuna que otros. De esos resultados es de los que debemos congratularnos hoy en día.

Al respecto puedo citar una obra poco conocida de un autor no valorado en su justa dimensión: Por caminos de Proust de Edmundo Valadés. En este breve libro publicado en 1974 por la desaparecida editorial “Samo” (siglas de Sara Moirón, la acreditada periodista que abrió brecha al trabajo reporteril femenino en las secciones de información general cuando las mujeres tenían como destino las de sociales allá en la prehistoria de los cincuenta), Valadés desarma como relojero la obra proustiana y coloca a nuestra vista las pulidas piezas para que mejor se pueda apreciar su belleza, a la manera de aquel emperador chino que sólo pudo reconocer el encanto de la pequeña piedra tallada que le obsequiara el filósofo cuando la miró a través de una rendija en un muro.

“El 10 de julio de 1871 hay alba literaria”, escribe Valadés. “Nace Marcel Proust. Leyes misteriosas que distribuyen gracias determinan su destino: una vocación en busca de cumplir una gran obra de arte. El proceso de su revelación y maduración tardará 38 años, después de larga, perseverante, creciente fidelidad a su voz interna.”

La competencia de la vida moderna, en la que las obras artísticas son objetos de consumo, ha producido una compulsión por hacer cosas “diferentes”, “únicas”, “geniales”, “productos pioneros en el género”, que con harta frecuencia nos hacen olvidar que una fórmula o procedimiento ya probados pero utilizados ingeniosa o creativamente pueden dar frutos disfrutables, de gran valor artístico e incluso inéditos.

Cierto que tuvo que haber un primero. Proust, ya no hace falta decirlo, lo fue. La tríada Proust, Joyce y Kafka revolucionó y marcó los derroteros en la forma de hacer novela. ¿Podemos afirmar que Faulkner se nutrió y benefició de estos antecesores, a la manera en que Newton decía que pudo ver más lejos y más claro porque trabajó sobre los hombros de los gigantes que le antecedieron, entre otros y ni más ni menos, Kepler, Copérnico y Brahe? Sí. ¿Podemos probarlo? No creo que importe. Quizá los devotos de la literatura comparada encontraran placer y utilidad en ello. Aquí sólo lo apunto a manera de intuición surgida durante la redacción de estas líneas.

Mientras que Proust se inserta en el interior de un personaje y demuestra que cualquier elemento es válido para producir un discurso literario -los recuerdos, un aroma, un sonido, el más leve sentimiento que se puede desdoblar hasta el infinito para describirnos y descubrirnos en nuestra calidad de humanos-, Joyce multiplica las imágenes.

Mientras que Proust arma un enjambre discursivo desde el interior, Joyce hace un calidoscopio de situaciones. Algunos incluso han considerado que es relativa su aportación en la revolución de la prosa narrativa, pues no es más que otra forma de la novela de caracteres. Lo cierto es que la existencia misma de la discusión en torno al tema coloca a ambos autores en un nivel distinto respecto de los autores de su época y en un lugar diferente en la historia de la literatura.

Esta intención distinta de abordar la narración es lo que le da singularidad a los escritores. Joyce parece hacer un guiño a la obra de Proust, concretamente a A la búsqueda del tiempo perdido. En el párrafo inicial de Por el camino de Swann, el narrador hace una larga reflexión sobre lo que le sucede en el tránsito de la vigilia al sueño y comenta que una cierta situación comienza a hacérsele ininteligible. “Lo mismo que después de la metempsicosis pierden su sentido los pensamientos de una vida anterior”. Este párrafo es el preámbulo de lo que nos espera al adentrarnos en la novela. En Ulises en cambio, Molly Bloom señala con una horquilla la hoja de un libro en el que leyó la palabra metempsicosis para preguntarle a su marido con qué se come eso. Leopold Bloom comienza una suerte de explicación, que abandona ante la incapacidad de Molly para ofrecer la suficiente atención y desde luego para comprender un concepto tan poco terrenal.

Recuérdese que Por el camino de Swann apareció en 1913 y Ulises en 1922. Coincidencia o no -ya que se dice que estos dos escritores tuvieron un encuentro fallido a causa del idioma-, pero Joyce parece haber asimilado la innovación de Proust y presentado su propia propuesta.

Esto me remite a mi reflexión inicial: la genialidad no se encuentra por buscarla sino por trabajarla. Si se asume lo que está hecho, y sobre todo lo que está bien hecho, los productos subsecuentes necesariamente serán distintos. Reconocer y adentrarse en la innovación de otros necesariamente hace que las nuevas creaciones sean distintas. Claro está que en ese caudal creativo habrá productos literarios que se conviertan en hitos como parece reconocerlo el mismo Proust en el prólogo a Jean Santeuil: “Este libro no ha sido jamás hecho: ha sido cosechado”.

La existencia de A la búsqueda del tiempo perdido como representante de una de las formas de prosa narrativa del siglo pasado y en forma más concreta Por el camino de Swann derivó en una gran diversidad de manifestaciones en las que Proust estaba asimilado como parte de la herencia de la época.

Una autora poco reconocida que nos hace presente a la novela sobre el novelista que escribe una novela, a la manera de Proust, es Josefina Vicens en El libro vacío. Muchos años después, podemos identificar en Vicens varios elementos que encontramos en El camino de Swann pero en un contexto más latinoamericano que mexicano, en el que a diferencia de la catarata de imaginación que es el narrador proustiano, el personaje de Vicens tiene cavilaciones alrededor de un solo tema: su capacidad literaria.

La narrativa psicológica ha tenido otras afortunadas derivaciones tanto en la literatura como en otras manifestaciones artísticas. Una de las más apreciadas por mi es el cine. Habría que buscar el parentesco entre las dos artes precisamente en el tratamiento del tiempo, pues como alguien ha observado, Proust, “trató el tiempo como un elemento al mismo tiempo destructor y positivo, sólo aprehendible gracias a la memoria intuitiva. Percibe la secuencia temporal a la luz de las teorías de su admirado filósofo francés Henri Bergson; es decir, el tiempo como un fluir constante en el que los momentos del pasado y el presente poseen una realidad igual.”

Otra manifestación de lo que la enseñanza de la narrativa de Proust nos ha dejado, desde mi punto de vista y a riesgo de sonar descabellado, es la que ejerció sobre el oficio periodístico. Esta es, desde luego, una apreciación subjetiva sólo ejemplarizada en la experiencia individual.

Existe una corriente e incluso una moda argumentativa sobre la tarea periodística que defiende la “objetividad” del periodismo y de los periodistas, la obligación de informar sobre lo que sucede en “la realidad”. Lo que algunos periodistas nos preguntamos cuando se habla del tema es: ¿La realidad de quién? ¿La realidad en qué momento? Al igual que la narrativa psicologista, el periodismo tiene como primer sustento la selección. Esta es una de las enseñanzas que todo reportero debe aprender para reportear. Sobre un hecho concreto, selecciono lo que digo, escojo qué narro de lo que vi y doy mi opinión sobre ello.

En el periodismo, como en las ciencias sociales, no existe la objetividad. A cada momento se recrea una parte de la realidad sobre la base de un contexto, de una carga de información y cultura, de la relación con los protagonistas de los hechos informativos y de la selección que de todo ello se hace en los propios medios.

He escuchado decir a un lector de A la búsqueda del tiempo perdido que una de las dificultades que ofrece la novela es la lectura de capítulos largos y con una notable ausencia de diálogos. Y resulta que esto es materia común para la redacción de los periodistas más que en otro tipo de textos: la cotidianeidad vertida en una secuencia narrativa. No se trata de textos de historia sino de pequeñas historias que se plasman día a día en los medios de todo el mundo o de las mismas pequeñas historias que recuerda el narrador de Swann y que va hilvanando para contar la sola y simple historia del señor Swann.

Tengo la certeza de que aún quienes no han leído a Proust lo han conocido por su presencia en obras posteriores de diversos autores que simplemente han seguido el dictado de la evolución artística y han producido obras que en diferentes momentos condensan la historia y las enseñanzas de historia de la literatura. Como en el registro eléctrico del funcionamiento de un corazón, la historia de la literatura muestra crestas que son ineludibles, que avasallan y deben ser conocidas por todos. Quien las ignore, si a la producción artística se debe, estará en grave riesgo de incursionar en terrenos que otros recorrieron y nos han mostrado, para marchar con mayor seguridad y explorar nuevos caminos.

Por eso afirmo que se debe ser cauteloso con la compulsión por la originalidad en la creación literaria, pues obras centenarias como Por el camino de Swann todavía están allí para enseñarnos mucho del alma humana y todavía más sobre cómo conocerla a través de un texto escrito.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

28/6/10


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En el mes de Albert, el Gran Profesor


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Albert Einstein fue el más notable hombre de ciencia del siglo XX y junio es el mes designado para recordar su obra. Recordémosla, pues. Ya que tan pocas figuras ejemplares tenemos actualmente a la vista, echar un vistazo a las del pasado nos puede dar esperanza. A lo largo de estas semanas en universidades y otros centros de estudio tienen lugar jornadas en su memoria.

Si Dios creó el Universo y Newton lo explicó, este modesto profesor lo ordenó. Utilizando sólo la fuerza de su mente, sin ayuda de los complejos y costosos aparatos científicos, los laboratorios, las supercomputadoras y los batallones de asistentes que hoy están a disposición de los investigadores en las universidades, pudo penetrar los enigmas del universo y explicarlos en un lenguaje llano e incluso encantador. Al pensar en este genial y afable físico que nunca perdió el sentido del humor ni se perdió a sí mismo en los laberintos de la –ugh- “importancia” o la solemnidad intelectual, no puedo evitar que me venga a la mente el epitafio que Alexander Pope escribió a la muerte de Isacc Newton:

Nature and nature’s laws lay hid in night;
God said ‘Let Newton be’ and all was light.
(La naturaleza y sus leyes yacían escondidas en la oscuridad;
dijo Dios ¡que Newton sea! y todo se iluminó.)


Einstein produjo sus primeros grandes trabajos cuando era empleado de la oficina de patentes en Berna, es decir, mientras era funcionario municipal menor. Entre ellos hay un documento de apenas tres cuartillas y tres pasos titulado ¿La inercia de un cuerpo depende de su contenido de energía? En él encontramos el antecedente inmediato de la que es sin duda la fórmula científica más conocida en el mundo (se cita aunque no se entienda): E=mc2, pero en el documento brillan por su ausencia las referencias eruditas y los latinajos que hoy son obligados en los papers científicos. Y por supuesto no está en formato apa. Fue recibido por la revista Anales de la física el 27 de septiembre de 1905. Einstein tenía 26 años de edad.

No obstante haber revolucionado la física, tuvieron que pasar cuatro años antes de que fuera aceptado como profesor en Zurich en 1909. Una vez que las puertas de la universidad le fueron abiertas, escribió a un amigo: “Así que ya soy también un miembro oficial de la cofradía de las hetairas”. ¿Sentido del humor, dolida ironía o tipología sociológica?

A los 36 años, Einstein había logrado una de las más dramáticas revisiones de la idea del universo en la historia humana. Su teoría general de la relatividad no sólo es una reinvención genial de conocimientos o el diseño de nuevas leyes, sino una nueva interpretación de la realidad. Como las ondas expansivas que siguen a una explosión de gran potencia, sus efectos rebasaron el territorio de la ciencia y se dejaron sentir en la literatura, en la pintura, en las artes y en la conducta de muchas generaciones.

Las anécdotas sobre Einstein llenarían un grueso volumen, aunque casi todas pertenecen al reino de la mitología. Cierto que fue un alumno problema con una feroz, casi patológica, resistencia a la autoridad, pero jamás lo reprobaron en matemáticas. Al contrario, antes de los 15 dominaba el cálculo integral y el diferencial. Sí dijo que la imaginación es más importante que los conocimientos. Y también es cierto que su profesor Jean Pernet lo reprobó en física.

Descortés, contestatario, indiscreto, brusco, grosero, indiferente y frío, como estudiante del politécnico en Zurich llegó a ser la bête noire del claustro académico. Como maestro era desordenado y disperso, poco estimulante, y tendía a aburrir a sus alumnos. Claro que años después estos rasgos dieron lugar a tiernas y sabrosas leyendas. Cosas de la fama. Los mismos estudiantes que no sabían cómo huir de sus clases, en la vida adulta se regodeaban en el prestigio de haber sido sus pupilos.

En su vida personal, era un hombre incapaz de establecer ligas afectivas profundas. Sus amigos varones conocían una faceta superficial de su personalidad. Con las mujeres se involucraba, siempre y cuando no sintiera amenazada su independencia. Con sus hijos, si bien afectuoso y responsable, tendía a ser lejano.

La compleja personalidad de Einstein es uno de los atributos de su genialidad. Mientras muchos de los grandes físicos de su tiempo reverenciaban la figura de Newton y sus teorías las tenían como palabra revelada, Albert no tenía empacho en cuestionarlas mediante razonamientos -en este contexto- casi heréticos. Su rechazo a todo autoritarismo le permitió incursionar en terrenos, digamos, “prohibidos” y así dar con nuevas soluciones para viejos problemas.

En la monumental biografía escrita por Walter Isaacson, Einstein. Su vida y su universo -libro minucioso, erudito y divertido-, el mortal común y corriente puede seguir los pasos de quien una vez se dijo fue “el pensador más original en la historia de la Humanidad”. A continuación unos extractos:

“Durante toda su vida, Einstein conservaría la intuición y el asombro de un niño […] ‘Las personas como nosotros no envejecen’ escribió a un amigo ya avanzada su vida. Nunca dejamos de asistir como niños curiosos al gran misterio en el que fuimos colocados’.

“La impertinencia de Einstein lo metió en problemas con Jean Pernet, el profesor del Instituto Politécnico a cargo de los ejercicios y experimentos de laboratorio. En la materia “Experimentos en física para principiantes”, Pernet le dio a Einstein un 1, la más baja calificación posible, ganándose así la distinción histórica de haber reprobado a Einstein en un curso de física.

“Creía que el requisito básico de la educación era la libertad intelectual […] Cerca del final de su vida, el Departamento de Educación de Nueva York le preguntó en qué materias se debían empeñar las escuelas. ‘En la enseñanza de la historia’, respondió. ‘Deben organizarse amplias discusiones sobre la obra de personajes que beneficiaron a la humanidad gracias a su independencia de carácter y de juicio’. […] ‘Es importante promover el individualismo’ dijo. ‘Pues sólo los individuos producen ideas nuevas’. ‘La obediencia ciega a la autoridad es la principal enemiga de la verdad’. […] ‘Una carrera académica que obliga a producir gran cantidad de escritos científicos genera el peligro de la superficialidad intelectual’.

“Su éxito fue consecuencia de su capacidad para poner en tela de juicio ‘lo sabido’, de su constante reto a la autoridad y de su capacidad de asombro ante misterios que nada decían a otros”.

Todos podemos encontrar inspiración en la vida de este hombre, que además fue un incansable pacifista. En lo personal no deja de maravillarme cómo abordó el inquietante enigma de los límites del Universo y explicó, con la brillante y sencilla metáfora de los hombres bidimensionales en su mundo bidimensional, la curvatura del espacio. No es que hoy duerma más tranquilo por ello, pero al menos ya puedo ver las estrellas sin esa sensación de vacío que parecía arrancarme el corazón.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

10/6/10


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Memoria de Cárdenas

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Lázaro Cárdenas nació en 1895, hace 115 años, en los días de Gutiérrez Nájera y de José Martí. Vio la aurora del maderismo y el ocaso estrepitoso del porfiriato. En la historia de México su vida se extiende desde la muerte de Salvador de Iturbide y Marzán, a lo largo de la guerra civil, los regímenes post revolucionarios, la contra revolución y la consolidación del moderno Estado mexicano. Pertenece a la más extraordinaria época de la historia de México, una que tiene en su nómina nombres como los de Calles, Obregón, Zapata, Villa, Alvarado, Ángeles, Vasconcelos, Caso, Siqueiros y muchos más que habrían sido gigantes en cualquier circunstancia. Una era de grandes cambios y de grandes hombres que fue el sendero que lleva del México semifeudal al México moderno.


Fue el tercero de los ocho hijos de Felícitas del Río Amezcua y Dámaso Cárdenas Pinedo, un comerciante de talante bohemio conocido por sus tertulias y su carácter generoso. El niño Lázaro estudió hasta el cuarto año de primaria en la escuela local bajo un maestro que le inculcó el amor al campo y a la patria y el respeto por los demás sin distinción de credo o raza. A los 13 años se colocó como meritorio en la Oficina de Rentas del pueblo y simultáneamente como aprendiz en una imprenta.


Cárdenas fue un hombre genial y primitivo cuya vida pública estuvo montada “no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto”, según la dura apreciación de Daniel Cosío Villegas. Supo convertirse, “por instinto, por convicción, pero asimismo por habilidad política”, en la “conciencia de la Revolución Mexicana” y durante los 30 años posteriores a su salida del poder su prestigio fue en ascenso. De él, Arnaldo Córdoba dijo que “Desde cualquier ángulo que se le vea, Cárdenas es una criatura de la Revolución Mexicana, ideológica y políticamente”.

Dos décadas después de dejar la Presidencia de la República, en 1961, Cárdenas rememoraría:

Yo no estuve en ninguna universidad. Cursé hasta el cuarto año de la escuela primaria en Jiquilpan. Pero mi aprendizaje lo realicé en la universidad del campo mexicano. Mi espíritu se templó en las enseñanzas que recibí del pueblo.


Ya desde entonces llamaba la atención por su carácter reservado y meditativo. Era, según observó el Embajador inglés en 1934, “un hombre de una imponente presencia, con un rostro alargado cual máscara y con los inescrutables ojos de obsidiana del indio”. A temprana edad albergaba grandes esperanzas: en un diario iniciado a mediados de 1911 consignó: “Creo que para algo nací […] Vivo siempre fijo en la idea de que he de conquistar fama. ¿De qué modo? No lo sé”. En 1913 inicia su vida militar al lado del general Guillermo García Aragón como encargado de la correspondencia y escribiente de su estado mayor. Como militar, es de convicciones firmes, leal a sí mismo, generoso e incluso compasivo. No sigue la práctica común de fusilar sin mayor trámite a todo prisionero. Abundan los testimonios de que se mantuvo ajeno a los excesos sanguinarios. En marzo de 1915 conoce a Plutarco Elías Calles y entre ambos militares nace una corriente de simpatía. El antiguo profesor de primaria, siempre a la búsqueda de discípulos, apoda “Chamaco” al teniente coronel necesitado de un reemplazo para su padre muerto. Calles habría de formar políticamente a Cárdenas y eventualmente le allanaría el camino a la presidencia de la República. Terminada la etapa armada de la Revolución, a mediados de 1920 regresa a Michoacán como jefe de operaciones militares y durante unos días es gobernador sustituto. Entre fines de 1921 y principios de 1925 ocupa las jefaturas militares del Istmo de Tehuantepec, del Bajío, de nuevo en Michoacán y finalmente en las Huastecas, en donde conocerá de primera mano el modus operandi de las empresas petroleras extranjeras instaladas en la región. A lo largo de estos años vio diversas acciones militares y fue herido de gravedad, salvando la vida gracias a su “buena estrella”.


Su patriotismo tenía raíces profundas fortalecidas en la ausencia de apetitos de poder y dinero. ¿Un Cincinato? Quizá. Pero sin duda un luchador eficaz e implacable. Y un sobreviviente. En la historia postrevolucionaria de México la figura de Lázaro Cárdenas tiene proporciones casi míticas: Cárdenas el revolucionario; Cárdenas el organizador de las instituciones del Estado corporativo mexicano; Cárdenas el perfeccionador de uno de los más exitosos sistemas políticos contemporáneos; Cárdenas el expropiador del petróleo; Cárdenas el centinela de la Revolución; Tata Lázaro, padre de los marginados y desprotegidos cuyo aniversario luctuoso es, hoy en día, una fiesta religiosa en pueblos de Michoacán.


Cárdenas, figura y memoria que polariza la visión y el juicio de biógrafos y estudiosos de todo el espectro político e ideológico. “General misionero”, lo santifica uno, mientras que otro lo critica por el juicio que demostró con la mediocridad de su gabinete, y alguno más lo ensalza como encarnación de una nueva categoría de fraternidad en el campo mexicano. Hay quien sostiene que Cárdenas es el verdadero autor del presidencialismo que caracterizará al sistema mexicano hasta el día de hoy y cuyo poder, más que constitucional, dependerá de la homogeneidad ideológica y partidaria. Rogelio Hernández escribió:

Más allá de las acciones particulares de su gobierno, Cárdenas se distingue por haber destruido los poderes extralegales y fortalecer las instituciones, en particular, la misma Presidencia. Cárdenas enfrentará a Calles con el poder de las organizaciones y del propio Estado y al eliminarlo de la política nacional también anulará todos los poderes que Calles había impulsado y sobre los que asentaba su influencia. Cárdenas, además de expulsarlo del país, destituyó a gobernadores, diputados y senadores y acabó con los pocos poderes locales que aún sobrevivían, como fueron los de Garrido Canabal y Saturnino Cedillo. Con estas medidas, Cárdenas establecerá el presidencialismo que caracterizaría al sistema mexicano hasta comenzar el siglo XXI.


Alejandro Gómez Arias, autonomista universitario y respetado analista que nació políticamente durante el vasconcelismo, nos da otra visión de la personalidad del General:


Al principio, la presencia de Cárdenas no se distingue por un genio político deslumbrante o sobrenatural […] sino por el cambio que proponía, el cual tenía orígenes muy diversos y donde el cardenismo era uno más de sus elementos, quizá el más importante. [...] El cardenismo, que utilizó el término como imagen de afiliación, tenía razón en cuanto a que sus fines eran justos y convenientes para el país. [...] Lo extraordinario de los últimos años del cardenismo es su notoria contradicción: Cárdenas, siendo una figura tan importante y con tanta claridad política, estaba rodeado por un grupo de hombres ciertamente improvisado y, en algún caso, oportunista […].


Daniel Cosío Villegas, el historiador y forjador de instituciones educativas:

Desde luego, siempre tuve la impresión de que toda tu vida pública estaba montada, no sobre el diamante de la inteligencia, sino en el macizo pilote del instinto. La causa de mi asombro es que se entiende que el instinto es una prenda predominantemente animal y la inteligencia predominantemente humana. Entonces, ¿cómo gobernar instintiva, animalmente una sociedad inteligente, humana?

Gonzalo N. Santos, el cacique potosino que fue prototipo de los políticos “a la mexicana”:

Los cardenistas profesionales pintan a Cárdenas como un San Francisco de Asís. Pero eso es lo que menos tenía; no he conocido ningún político que sepa disimular mejor sus intenciones y sentimientos como el general Cárdenas; […] era un zorro.

No es fácil recuperar la esencia telúrica de un hombre que ha adquirido dimensiones epónimas. En el caso del general Cárdenas la dificultad se acrecienta por lo polifacético de su vida pública –y lo hermético de la privada- ya como militar, ya como gobernador de Michoacán, ya como Presidente de la República y a lo largo de los años como figura siempre presente en el México moderno… presente como una conciencia. De esta presencia, Enrique Krauze nos da una bella estampa:

En la casa de mis abuelos, el nombre de Lázaro Cárdenas tuvo siem­pre un prestigio mayor que el de cualquier otro presidente. […] En su vejez, todos recorda­ban los episodios culminantes de aquel periodo -la expulsión de Calles, el reparto agrario, las movilizaciones obreras, la solidaridad con la República española, el estallido de la segunda guerra-, pero había uno que volvía repetidamente a las conversaciones de sobremesa: la expropiación petrolera. El discurso presidencial en la radio, las mar­chas de apoyo, el aporte que todos los estratos sociales hicieron en Bellas Artes para el pago de la deuda, quedaron en la memoria fami­liar como un acto de iniciación o, más precisamente, como una cere­monia de filiación: un bautizo mexicano.


Cierto que Cárdenas se formó en la universidad de la vida, pero era un hombre de una clara y abierta inteligencia que reconoció y se cobijó en la influencia intelectual de otros, como su amigo, correligionario y mentor, el general Francisco Mújica, quien lo introdujo a autores como Marx, Le Bon y Mirabeau. Y si debió abandonar las aulas tan joven, durante el resto de su vida fue un lector voraz que fatigó las bibliotecas y bebió desde poesía hasta geografía, y particularmente la historia de México y de la Revolución francesa. Pero su rasgo sobresaliente, aquello que lo diferenció y le permitió llegar a la cumbre del poder político de su tiempo, fue una descomunal intuición política y una formidable capacidad para entrar en sintonía con la masa. Ello explica la permanencia, al día de hoy, de la figura de Tata Lázaro. Ningún otro político en la historia del México postrevolucionario se ha mantenido en el imaginario colectivo como el General. Sin embargo y quizá por razones parecidas pero en sentido inverso, el cardenismo trascendió como lema de la revolución mas no como doctrina para la construcción del país que soñaron los constituyentes de 1917.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

9/6/10


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Hogar y exilio

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Hace veinte o veinticinco años tuve mi primer encuentro con la literatura africana con La conversión del rey Esomba del camerunés Mongo Beti. Después fatigaría La casa grande del argelino Mohamed Dib, El baile marabi del sudafricano Modikwe Dikobe, y una constelación deslumbrante de plumas que desde la primera página mueven la entraña latina con voces que nos llaman desde un ayer misterioso que corre por nuestras venas con misteriosas afinidades. Recuerdo como si hubiera sido ayer que al navegar por el matorral de fantasmas de Amos Tutuola de pronto me sentí en las profundidades del Macondo garciamarquiano. Claro. ¿Quién si no el continente negro nos legó el realismo mágico?

Fue en Nueva York que el dios de la literatura, sin duda complacido por el incienso que le he quemado a lo largo de los años, puso en mi camino una estrella de esta constelación africana. Ya he citado aquí antes a Edmundo Valadés cuando sentenció que hay libros que por caminos misteriosos encuentran a un lector. Y éste fue el caso. Se trata de Hogar y exilio del nigeriano Chinua Achebe, el “más destacado escritor africano”, según se explica modestamente en la solapa del breve volumen. Los lectores de JdO están familiarizados con Achebe pues antes ha visitado estas páginas. Hogar y exilio es una evidencia más de lo aislado que estamos de una literatura con la que tendríamos mucho que compartir. Juzgue el lector si la siguiente frase podría o no figurar en un texto prehispánico: “El hombre es un animal que inventa narraciones. Raramente pasa por alto la oportunidad de acompañar sus tareas y experiencias con historias paralelas.”

Achebe nació en Nigeria en 1930 y estudió en Londres, la capital del Imperio. Su padre fue un misionero anglicano perteneciente a la tribu de los ibo, una de las más importantes del África, que tiene por característica un gobierno repartido en cientos de pueblos independientes. Para los ibo el individuo y el pueblo son únicos. Tienen un gran sentido de la igualdad y una aversión profunda al autoritarismo, al grado de que algunos dan por nombre a su primogénito Ezebuilo que quiere decir, literalmente, “un rey es un enemigo”.

En este contexto colonial, en donde lo “civilizado” era acarrear agua en recipientes de metal importados de Europa y no en ollas de barro locales, Chinua pasó sus primeros años.

El camino lógico para los hijos de un ministro anglicano que durante 35 años viajó por Nigeria convirtiendo a los infieles y a los idólatras era educarse en la fuente de todos los bienes: la capital imperial. Y allá viajó el joven Achebe para encontrarse con un mundo que no sólo no estaba preparado para asimilar sino que desconocía lo elemental de sus “súbditos” coloniales.

Las primeras imágenes de la capital del imperio proporcionan a Achua los colores para un cuadro precioso: “Por primera vez en mi vida viví la experiencia de ser conducido por un chofer blanco. Tomé nota mental de este extraordinario evento y no dije nada. Pero Londres aún me guardaba sorpresas y develó un espectáculo increíble: en un embotellamiento ocasionado por la reparación de la calle, vi a un blanco en un sucio overol rellenando baches con asfalto caliente. Entonces le hablé a mi hermano en nuestro idioma secreto para que no nos entendiera el chofer y él, vacunado contra tal espectáculo, soltó la risa y respondió: ‘Si el día de mañana viajara ese obrero blanco a Nigeria, le llamarían Director de Obras.’”

Hogar y exilio es una narración autobiográfica en la que Achebe nos lleva por el camino que el súbdito imperial recorre para “igualarse” como estudiante y como ser humano, con los ciudadanos de la metrópoli, y comprender, al final, que debe recuperar sus propios valores, que no hay nada vergonzoso o menor en sus raíces, y que, a fin de cuentas, el color es un accidente. Con ironía y humor entretejidos en una fina prosa que se mantiene alejada tanto de consignas como de ditirambos, Achebe logra comunicar un contundente argumento contra el colonialismo.

El mazo con que el escritor pretende derrumbar el muro de la ideología colonial es el arte. No estamos ante un texto de ciencia política y en ninguna de sus breves 105 páginas encontramos un llamado a la justicia, una apelación al equilibrio económico o una denuncia de la polarización norte - sur. Achebe se limita a describir el proceso por el cual recupera su identidad como escritor... escritor nigeriano, que escribe en inglés pero es... ¡nigeriano!

Esta conciencia que permite aceptar sin amargura o resentimiento que se es una cosa y no otra (africano y no europeo), y comprender que la igualdad no es necesariamente un camino de doble vía, podría ser compartida por nuestros compatriotas expulsados a Estados Unidos. A través de experiencias propias y ajenas Achua va describiendo un cuadro que sería familiar para muchos de ellos. Y su fino sentido del humor acentúa el mensaje: un joven estudiante acude a la oficina postal a enviar un paquete. La empleada pesa el bulto y para calcular el costo del envío murmura: “A ver, Nigeria... Nigeria... ¿Es nuestra o es francesa?” El joven responde tranquilamente: “Es de ustedes, señora”.

No es fácil el tránsito de vuelta a los orígenes. Como muchos de su generación, por no decir todos, Achebe se encuentra a caballo entre dos posibilidades. Por una parte se siente integrante de una cultura de habla inglesa; por la otra, quizá más intuitiva que racionalmente, entiende que pertenece a Nigeria. Uno de los primeros motivos de reflexión sobre las razones de esta dicotomía, rememora Achebe, viene precisamente de la literatura. Esto sucede cuando en la primaria en su país uno de sus maestros pone de tarea la lectura de una “novela nigeriana”, Mister Johnson, de Joyce Cary, que había sido aclamada por la crítica inglesa.

Los jóvenes alumnos nigerianos habían crecido con la literatura del imperio y sus agentes, como Shakespeare, Milton, Defoe, Swift, Wordsworth, Coleridge, Keats, Tennyson, Housman, Eliot, Frost, Joyce y Conrad. Por lo tanto fue con no poca satisfacción que los maestros, ingleses todos ellos, ponen en manos de los alumnos la novela de Cary. Pero grande fue su sorpresa cuando al comentar el libro en clase, en vez de reflexiones se enfrentaron a una rebeldía cercana al motín: ni uno de los estudiantes pudo reconocerse en la “Nigeria” de la novela o en sus personajes. Así recuerda Achebe la escena: “Uno de mis compañeros pidió la palabra y expresó a un sorprendido maestro que lo único que había disfrutado del libro había sido cuando el héroe nigeriano, Johnson, había sido asesinado a balazos por su amo inglés, Mr. Rudbeck”.

Este incidente, según comprendió después, fue algo más que un episodio interesante en un salón de clases colonial. “Fue una rebelión ejemplar”.

Ello lleva a Chinua al análisis de una faceta de la literatura sobre la que poco se reflexiona: su papel como subsidiaria de la dominación. Comienza por recordar que la literatura sobre África tiene una historia antigua. Un estudio de Harnmond y Jablow, El África que nunca fue, examina cuatrocientos años y no menos de 500 volúmenes publicados. Muestra el grado de fantasía y la clase de mentiras que se publicaron sobre el continente y sus pueblos: salvajes, amorales, sin alma, caníbales, ignorantes, de cerebro inferior, incapaces de crear belleza o instituciones civilizadas. En pocas palabras, pueblos a los que, en última instancia, se hacía un favor al esclavizarlos.

Durante mucho tiempo esta literatura ayudó a justificar la esclavitud. Pero en el camino adquirió vida propia, de tal suerte que al abolirse el tráfico de esclavos a principios del siglo diecinueve se reformuló, “con las herramientas de fantasías académicas de moda y pseudo ciencias”.

Cuando Chinua Achebe publica su primera novela, Todo se desmorona, fue recibida por la crítica -inglesa, desde luego- como una expresión pura de anarquía, tan convencido estaba el imperio de que la única “literatura africana” era la producida por blancos, o por negros totalmente colonizados en mente y espíritu.

Desde el relato del viaje de John Lok al África Occidental en 1561 en donde describe pueblos de “existencia bestial, sin dios, leyes o religión”, hasta el calificativo de “no humanos” que 350 años después les asesta Joyce Cary a los danzantes negros, “encontramos que este modelo, como el conejo de las pilas, sigue lleno de energía y batiendo su tambor”, dice Achebe con su ironía no exenta de humor.

Para Achebe, la lectura de Mister Johnson y su secuela de cuestionamientos sobre su lugar en el mundo colonial y su propia patria, fue una motivación en su camino a ser escritor. “Me abrió los ojos al hecho de que mi hogar estaba bajo asedio y de que mi hogar no era sólo una casa o un pueblo, sino más importante, un relato revelador en cuyo ambiente mi propia existencia había comenzado a ensamblarse en un sentido coherente y significativo”.

La literatura como agente de la dominación colonial, y las posibilidades que los pueblos tienen de combatirla creando su propia literatura es, en esencia, el mensaje de Hogar y exilio. “Digamos que alguien viene a despojarme de mi tierra. No esperamos que declare que lo hace por codicia o porque es más fuerte que yo, pues tal confesión lo marcaría como un pillo y un abusivo. Así que contrata a un narrador de historias con mucha imaginación para inventar una versión más apropiada. Por ejemplo, que la tierra en cuestión no podría ser mía puesto que he dado muestras de no poseer las cualidades apropiadas para cultivarla con provecho y con la máxima ganancia. Podría añadir que la razón de mi ineficiencia es mi muy bajo coeficiente intelectual y además explicar que mi cerebro dejó de crecer a la edad de 10 años”.

Y si alguien cree que ésta es una torcida interpretación de Achua, aquí un fragmento de Tierra de blancos de Elspeth Huxley: “ ... tal vez sea, como han sugerido algunos médicos, que su cerebro es diferente, que tiene un periodo de crecimiento más breve y posee células menos bien formadas y organizadas con menor destreza que las de los europeos. En otras palabras, que hay una disparidad fundamental entre las capacidades de su cerebro y el nuestro”.

Achebe viaja a Londres a estudiar con un pasaporte que reza: “Persona bajo la protección inglesa” (eufemismo casi tan maravilloso como el que en México se aplica oficialmente a los niños de la calle: menores en situación extraordinaria). Eventualmente llega la independencia y el nuevo documento establece: “Ciudadano de Nigeria”. Este tránsito es descrito por Chinua Achebe como “la participación de un hombre en el ritual de millones y millones para aplacar una larga y complicada historia de exacciones y amargura, y para responder ¡presente!, como diría el poeta Senghor, en el renacimiento del mundo”.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

2/6/10

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