Conspiración en el paraíso verde

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas


Un felino enorme y metiche. Un sujeto duro y descorazonado que hace pareja con otro blandengue y pocoseso. Un diminuto can y una sabihonda y parlanchina adolescente: tales son los integrantes de la improbable pandilla que viaja por un lejano país en busca de un palacio verde que regentea un misterioso personaje quien según la leyenda tiene el poder para cumplir los más oscuros deseos y los medios para satisfacer los caprichos más desorbitados. En su aventura, la banda no duda en valerse del engaño, la traición y la hechicería para lograr su meta. Dos mujeres son asesinadas, numerosos seres exterminados y varios pueblos sometidos a los apetitos de la quinteta en el transcurso de la historia que culmina con el exilio del regente del palacio verde y la usurpación de su trono.


¿La síntesis de la próxima telenovela del Ajusco? ¿Resumen del guión para una nueva película de Schwarzenegger ahora que la hacienda californiana ya no le pagará un salario? ¿Encriptación del plan para invadir Irak y capturar a Hussein? ¿Presentación de un nuevo reality show en el canal de las estrellas?

Nada de eso. Es la síntesis de una obra perfectamente apta para toda la familia, un icono de la literatura infantil. Los menores de 40 años quizá no le encuentren un timbre conocido, pero los de mi generación ya habrán identificado la trama de El mago de Oz, la obra de Lyman Frank Baum que por estas fechas cumple la respetable edad de 110 años –uno menos para ser todo un hobbit de la literatura.

Confieso que siendo devoto de la literatura juvenil y fanático de la fantástica y de la ciencia ficción, el tal Mago de Oz y sus personajes nunca me han simpatizado. Tampoco me gustó la famosa película -salvo el tema musical del arcoíris. La historia no me parece lo suficientemente mágica. Ingeniosa, tal vez, pero sin encanto. Es un libro, ¿cómo decirlo?, sin sorpresas... predecible.

Creo que Baum intentó parafrasear Alicia en el país de las maravillas que se había publicado 35 años antes, en 1865, con la intención de servir una obra más popular o menos elaborada. Pero las diferencias entre Baum y Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson) los colocan en categorías muy separadas. Además de escritor, Carroll era un matemático que enseñaba en Oxford y había publicado textos eruditos (Euclides y sus rivales), mientras que Baum careció de una educación formal y a lo largo de su vida fue un multiusos soñador, romántico y nada práctico.

No se requiere un estudio comparativo para encontrar el paralelismo. Baum imagina que un huracán levanta una casa y la deposita en un lejano país fantástico en donde una niña, Dorotea, vivirá una serie de aventuras. Carroll, por su parte, hace que otra niña, Alicia, caiga en un pozo que la llevará a una tierra fantástica en donde vivirá una serie de aventuras. Las semejanzas aquí se agotan. Alguien me podría increpar la injusticia de juzgar con criterios del 2010 un libro publicado hace 110 años y en principio tendría razón, pero sólo en principio. La citada Alicia... y El viento entre los sauces, dos libros que recuerdo en este momento de la literatura infantil sajona, han resistido admirablemente el paso del tiempo y se dejan leer con magia y encanto, cosa que no encuentro en el de Baum.

Hace tiempo que esto me inquieta. Es un problema mío, desde luego, porque en Estados Unidos el libro es objeto de veneración –aunque pienso que no necesariamente de lectura- y sus personajes, frases y situaciones son parte del idioma y la cultura urbana. Goodbye Yellow Brick Road de Elton John, o el apodo de la pequeña hija de Harrison Ford en Vuelo presidencial, “Munchkin”, son dos ejemplos entre cientos que podrían citar. Y que la obra de Baum goza de admiración extendida entre los primos del norte se confirma en la edición conmemorativa del centenario del libro, publicada en el 2000 y prologada ni más ni menos que por John Updike, Daniel P. Mannix, Ray Bradbury, Gore Vidal y Nicholas von Hoffman.

Desde el primer capítulo le encuentro peros (no sólo yo: la obra ha sido criticada y en algún momento los libros de Baum fueron vetados en las bibliotecas escolares de los pecosos del norte):

En una árida planicie de Kansas vive la huérfana Dorotea con sus tíos y un perro en una casa de madera que un tornado eleva por los aires con la niña y el can en su interior. Eventualmente caen a tierra y aplastan a una poderosa bruja que tiene esclavizada a la comarca desde dios sabe cuándo. Es de suponer (porque Baum no lo dice), que en ese instante la hechicera se agachó a ajustarse un zapato y se descuidó. Dorotea se calza las sandalias de plata que toma del cadáver de la que sabemos era la Malvada Bruja del Este... y ahí comienzan sus aventuras.

Pues no me cuadra. Aplastar con tal facilidad a una hechicera tan poderosa como se nos hace creer, es como si Supermán se bebiera inadvertidamente un licuado de kriptonita, o que Puk y Suk atraparan y guisaran en cañabar a Tsekub Baloyán, o que Regino Burrón se sacara la lotería, o que Avelino Pilongano trabajara medio día. ¡Y la trama! Sólo las que semanalmente asesta en la pantalla una rechoncha, anodina y predecible presentadora de televisión xalapeña pueden ser más aburridas que la de ese libro.

Los personajes también me causan problema. El León, el Espantapájaros y el Hombre de Hojalata con el perro, Dorotea y el propio mago de Oz, abusan del hilo narrativo –sí, también el can. Una miríada de caracteres que chocan entre sí, desde monos alados hasta diminutos seres de porcelana, con un tutti fruti de horrendos monstruos que son puntualmente liquidados como si película de James Bond se tratara, entorpece la historia. Cuando quiero saber más de Dorotea o de las cavilaciones del leñador de hojalata que antes fue hombre, puede aparecer un payaso de porcelana cuyo placer es romperse una y otra vez, o saltar a escena algún engendro con los ojos en la panza.

En el libro sin duda se encuentran todos los elementos para una narración fantástica en el más amplio sentido de la palabra. ¿Por qué pues -por lo menos desde mi óptica- se diluyen? Mi única explicación es que es un libro sin sorpresas, producto de la pluma de un escritor muy menor... y que me perdonen Hollywood y el Home Security Department.

¿Y qué decir de la película? Francis Gumm –mejor conocida como Judy Garland- recibió un Oscar especial por su papel de Dorotea e inició una exitosa carrera cinematográfica que de alguna manera se ve continuada en su hija, la talentosa Liza Minelli. Todos los especialistas dicen que El mago de Oz es uno de los iconos del cine sonoro y la literatura especializada la coloca al lado de clásicos como King Kong, Drácula, El doctor Frankenstein y La momia. Pero... bueno, mejor réntela en su videocentro favorito y luego platicamos.

Lyman Frank Baum nació el 15 de mayo de 1856 en Chittenago, Nueva York, hijo de un pequeño empresario y de una severa episcopaliana que controlaba con puño de acero a su familia. Fue un niño enfermizo y débil, el séptimo de nueve hermanos, que no pudo asistir a la escuela y debió recibir clases particulares en casa. Como ha sido el caso de muchos otros escritores, muy pequeño aprendió a leer y pasaba días enteros en la biblioteca paterna, en donde sufrió ataques de pánico al encontrarse con las brujas y monstruos de los cuentos infantiles, lo cual, dicen sus biógrafos, le hizo jurar que de grande escribiría historias que no asustaran a los niños.

Como regalo de catorce años recibió una pequeña prensa con la que él y su hermano iniciaron la publicación de un periódico que distribuían entre los vecinos del barrio. A los 17 fundó The Empire y una revista especializada en filatelia. A partir de entonces desempeñó una larga serie de oficios: vendedor, reportero, impresor, director de una cadena de teatros y actor, entre otros. En 1882 se casó con Maud Gage, hija de una prominente feminista. Siguieron años de problemas económicos y de salud. En 1891 se establecieron en Chicago en donde por las tardes leía los cuentos de Mamá Ganso a los niños que se reunían en la sala de su casa. Y como los pequeños no atinaban a comprender por qué un ratón trepaba a un reloj o cómo una vaca podía saltar sobre la luna, Lyman comenzó a inventar sus propias historias y a escribirlas a insistencia de Maud. Así nació la serie de catorce libros sobre Oz que después de su muerte continuaron varios escritores, produciendo veintenas de volúmenes.

Pero fue uno sólo, El mago de Oz, el que le consagró e inmortalizó su nombre, y que dio pie a la película musical (1939) convertida en un clásico, aunque ya antes, en 1901, el propio Baum había adaptado un espectáculo musical que fue muy popular y durante nueve años estuvo de gira por diversos estados. Baum intentó lo mismo con otras obras de la serie Oz, sin éxito.

Lyman Frank Baum murió de un infarto el 6 de mayo de 1919, unos días antes de su cumpleaños 63, debilitado por los problemas cardiacos que desde niño padecía. En su última época apenas tenía fuerzas para escribir un poco todos los días. Mandó guardar en una caja de seguridad dos manuscritos para ser publicados cuando la enfermedad lo postrase. Así, ese hombre melancólico y generoso, investido a su muerte con el título de “Real historiador de Oz”, se puso para siempre a salvo de los espantos de los cuentos infantiles.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

24/11/10


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John Reed en el México insurgente

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Para los hijos de un mundo en donde a los héroes se les mira con dejo burlón y los diferentes son más reprimidos que imitados, la biografía de John Silas Reed puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marear al espectador.

Jack, como le llamaban sus amigos de la bohemia, murió 72 horas antes de cumplir 33 años, al otro lado del mundo, honrado por las banderas de una nación que no era la suya. Fue testigo de dos de las primeras revoluciones del siglo y su obra explicó a la humanidad los significados más profundos de esos eventos.

A una edad en la que la mayoría de los hombres apenas comienza a pulsar el posible rumbo de su vida, John ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor.

No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Tal vez Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 –se dice que al altanero y racista de Rudyard Kipling los artículos de Reed le permitieron “ver” a México- también consumó la hazaña de morirse a tiempo.

La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 en Moscú fue de un otoño frío, lluvioso y dorado. Una neblina aperlada se levantaba del río Moskva para acariciar los muros del Kremlin. En la gran Plaza Roja las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre; el retumbar de las botas sobre el piso áspero dio un toque de rudeza a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.

John Reed había muerto de tifoidea unos días antes, y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con honores propios de un héroe del proletariado.

Cuando el féretro fue colocado en los muros del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban: “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.

Junto al féretro, Louise Briant, la pareja de amores tormentosos y atormentados del escritor, observó los momentos finales de la ceremonia con una intensa luz en sus ojos gris verdes. Había llegado a Moscú apenas a tiempo para que John muriera en sus brazos y estuvo cerca del sarcófago cada minuto de todos los días de ceremonias en honor de su compañero.

¿Qué pensamientos habrán pasado por la mente de Louise Briant esa tarde fría y lluviosa? Quizá momentos de las noches en una cabaña de Croton. Tal vez imágenes de aquel hombrón torpe, rebosante de energía e ingenio, mientras arengaba a una multitud de trabajadores, el puño derecho en alto, el dorso izquierdo apartando del rostro el pelo rebelde. O enfrascado en interminables discusiones alcohólicas en un figón del Greenwich Village.

Louise Briant pudo haber sentido que aquel enfant terrible, poeta, periodista, escritor y activista social, a fin de cuentas encontró la victoria. “Los verdaderos revolucionarios”, había escrito Jack, “son aquellos que llegan al límite”.

Reed nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregón, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos, “una mansión señorial con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas entre la corteza. En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz que parecía salir de entre los árboles”, recordaba Reed en su ensayo autobiográfico Casi treinta años.

En 1887 Portland era una bulliciosa comunidad puritana en donde se exaltaba el trabajo, la religión, la decencia y la moderación. Un cronista de la época definió a los padres de la ciudad como “prudentes y valiosos, con una moralidad, convicción religiosa y fortaleza de carácter no igualados por ninguna otra clase social en América”.

Aunque la madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo pro soviético.

La atmósfera de corrección, prudencia y calma que reinaba en el hogar de los Reed era alterada sólo por la visita ocasional de un hermano de la madre de Jack, el tío Horacio, quien –para horror de ese hogar cristiano- adornaba sus aventuras por el mundo con relatos fantásticos en donde se colocaba como figura principal de revoluciones, golpes de Estado y hazañas alucinantes. Puede uno imaginar el impacto que esas historias tuvieron en el joven John. El tío no sólo aseguraba haber encabezado una revuelta popular en Guatemala, sino que además juró haber sido coronado rey de una isla de los mares del sur.

Jack era un niño soñador muy dado a fantasear. Años después recordaba haber sido “diferente a los demás”. Pero con todo ello parecía destinado a la vida de un tranquilo caballero occidental y cristiano, pilar de la comunidad y de la iglesia Episcopal.

Su padre, Charles Jerome Reed -mejor conocido como C.J.- decidió enviar a su hijo a la mejor universidad, en donde pudiera adquirir las herramientas profesionales necesarias para alcanzar un nivel apropiado de vida y el aura de prestigio necesaria para su futuro ambiente social. La elección obvia fue Harvard.

Pero durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable. Concluidos sus estudios viajo a Europa y de regreso, a los 23 años, encontró trabajo en la revista neoyorquina America y en otras publicaciones. John Reed, periodista y escritor, estaba a punto de dejar su huella en la gran urbe de hierro… comenzaba la gran aventura que lo llevaría primero México y después a la naciente Unión Soviética.


Cuando Jack llegó a la frontera de Texas con Chihuahua una tarde a finales de 1913 y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México, ya llevaba la doble fama de periodista y luchador social.

Su trabajo en la revista radical The Masses, sus actividades en los círculos socialistas y bohemios, su personalidad explosiva e impredecible y sus reportajes sobre la gran huelga de Patterson, Nueva Jersey –donde pudo disfrutar de la hospitalidad de la prisión local- le habían dado una fuerte reputación a los 26 años.

Reed no llegó a México por cuenta propia. Fue comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la revolución mexicana, en particular las andanzas del caudillo rebelde Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana.

Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, escribió artículos sobre México que dieron a los lectores norteamericanos y a la clase política del país vecino puntos de vista que sin duda influyeron su percepción del conflicto en México. Sus relatos sobre Francisco Villa, a quien conoció y admiró profundamente, elevaron a éste de bandido a héroe ante la opinión pública norteamericana. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.

John se insertó en las vidas de los hombres y mujeres revolucionarios para ver el conflicto desde su punto de vista. Tomó partido por “los hombres” para poder experimentar por sí mismo la promesa del nuevo amanecer que la sangrienta guerra traería a México: una nación libre en donde no habría clases marginadas, ejército opresor, dictadores o iglesia al servicio de los poderosos.

En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippmann escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista... Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.

“Reed quería a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado... No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso... No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.”

Mi generación es nieta de hombres con quienes Jack compartió frijol, tortillas, chile y alcohol. Muchos de nosotros supimos de las batallas de la División del Norte por esos fantasmas del pasado que guardaban uniformes, sombreros, cananas y carabinas 30/30 en roperos adornados con espejos y nos dejaban tocar, con expresión de sonriente melancolía, las cicatrices de sus heridas de bala. La mirada de estos abuelos nuestros se iluminaba al recordar a su general Villa, la personificación de un México mejor que esperaban un día llamar el suyo. Los nietos de esos hombres, que leímos México Insurgente en la adolescencia, nos sumergimos en aquel mundo gracias a la pluma de Reed.

En las páginas de México Insurgente el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario propio. Esta pugna amistosa se complementa con el mensaje de Reed, en ocasiones directo y en otras entre líneas. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre hombres andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto más que una ideología les decía que la guerra era el único medio posible, en ese momento, de cambiar su vida, de terminar con la explotación de los muchos por los menos.

No es una exageración decir que el John Reed que regresó a los Estados Unidos en abril de 1914 no era el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México Reed perfeccionó las herramientas para su otra gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, relato que el propio Vladimir Ilych Ulyanov, Lenin, decidió prologar. El dirigente lo consideró una de las mejores narrativas sobre la Revolución de Octubre y tuvo la esperanza de que fuera leída por los trabajadores del mundo.

Proponer que John Silas Reed murió muy joven es un lugar común. En efecto desapareció a temprana edad, pero con una obra completa. Quizá sea más correcto aceptar que sus voces interiores se apagaron para que pudiese morir a tiempo.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

17/11/10


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Adiós a Camelot, welcome WMD

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Hoy seré políticamente incorrecto. Quienes sientan aversión por lo políticamente incorrecto deben dejar de leer en este punto y en este momento.

En agosto del año pasado el último del clan Kennedy, Edward, bajó a su postrer morada entre lágrimas de multitudes, endechas de Plácido Domingo y los lánguidos acordes que sólo Yo-Yo Ma es capaz de arrancar al violonchelo, instrumento no por nada emparentado con la viola d’amore. Dicen que su muerte puso fin a una época. Según sus panegiristas, Edward encarnaba las más puras virtudes republicanas. Estadista, forjador de la nación, icono de la izquierda (¡gulp!), y el más grande legislador de nuestro tiempo (Obama dixit), son algunas de las loas que prensa, radio y televisión multiplicaron a lo largo y ancho del país vecino por el más joven del famoso clan político irlandés cuyo capo, don Joseph P., parece hoy reencarnado en vida y figura en Enoch “Nucky” Thompson, el personaje principal de la serie Broadwalk Empire magistralmente interpretado por Steve Buscemi, el de los dientes chuecos.

¿Entre los plañidos y lamentos, el rechinar de dientes y el rasgar de túnicas, alguien habrá recordado a Mary Jo Kopechne? Esa joven secretaria murió ahogada el 18 de julio de 1969 en la Isla Chappaquiddick cuando el auto en que era pasajera y que conducía el joven Edward Kennedy se precipitó a las aguas. Ambos habían estado en una fiesta. El futuro “León del Senado” pudo salir del vehículo y abandonó el lugar. Reportó el hecho sólo cuando al día siguiente fue descubierto el cuerpo de la infortunada chica en el interior del coche. Después, of course, Edward juró en televisión nacional que iba sobrio y que no había mantenido ninguna “relación inmoral” con Mary Jo.

(En México también hubo congoja y luto por la “pérdida” del anciano senador, si bien el hombre de la calle, e incluso los muy avezados, tendrían dificultades para discernir exactamente cuál fue la merma de nuestro país al término de los casi cincuenta años de labor legislativa del llamado “León del Senado”. Creo que tal “León del Senado”, fiero defensor de los desposeídos, debe sentirse muy a gusto en el Cementerio Nacional de Arlington, ya que su hermano mayor, John F. contribuyó con una buena porción de los cientos de miles de soldados caídos en batalla que ahí reposan.)

Viene a cuento el anterior recuerdo de la inmoral conducta de un renombrado político, por la sensacional noticia de que el expresidente Bush, en un libro de memorias que recién presentó, jura que sintió “náuseas” cuando se dio cuenta de que en Irak no había armas de destrucción masiva (ADM), tal como durante su presidencia aseveró una y otra vez para justificar la invasión y el derrocamiento y posterior ejecución del dictador Saddam Hussein. Y además nos dice que fue una suerte de opositor pasivo a la invasión, que fue engañado en temas clave de las consecuencias de la acción militar y que autorizó las torturas a prisioneros para evitar mayores riesgos a la seguridad nacional de los Estados Unidos.

No he leído el libro, pero estoy seguro de que en ninguna página el autoconfesado exalcohólico hijo del primer Bush acepta que bajar el costo del barril de petróleo en medio dólar fue razón suficiente para sacrificar miles de vidas tanto de jóvenes estadounidenses y de naciones aliadas como de jóvenes iraquíes. En esto de la defensa del American Way of Life nuestros vecinos son implacables. Hace algunos años, cuando una de las crisis de gasolina amenazaba a la industria aeronáutica, lograron ahorrar cientos de miles de dólares quitando las aceitunas de las ensaladas que se sirven a bordo.

En el primer capítulo de Broadwalk Empire, por cierto dirigido por Scorsese, “Nucky” Thompson habla ante un grupo de mujeres de la liga de la templanza y les dice que casi niño tuvo que matar ratas en invierno para que su familia comiera, pues el padre había caído en el infierno del alcoholismo. Al salir del evento un cofrade le pregunta asombrado sobre aquel episodio, a lo que Thompson responde con cinismo cordial: “Hijo, la primera regla de la política es que la verdad nunca debe interferir con una buena historia”.

Parece que George Walker Bush siguió el consejo. Después de todo, aquí mismo en México escuchamos al señorito Aznar confesar hace tiempo ante un auditorio de jóvenes que había sido “engañado” para mandar tropas españolas a morir al Medio Oriente. O sea, todo es posible, todo se vale, en la república de los políticos amorales, en donde se sobrevive, al igual que en las carpas, gracias a la mala memoria del público.

Permítame el lector compartir el cable que la Prensa Asociada difundió el martes 9 sobre la presentación del libro del compadre de Dick Cheney (ex Vicepresidente de Estados Unidos y expresidente de la compañía Enron, empresa que como todo mundo sabe, en nada se benefició de los contratos para la reconstrucción en Medio Oriente después de la invasión) y su presentación en un conocido programa de televisión:

“CHICAGO -- George W. Bush hizo un recuento de los errores de su presidencia en un programa televisivo después de que diera inicio a gira para promover su libro Decision Points (Puntos de decisión), que salió a la venta el martes.

“El ex presidente dijo en el programa de la presentadora Oprah Winfrey que todavía le provoca ‘náuseas’ que no se hubieran encontrado armas de destrucción masiva en Irak, motivo por el cual ordenó la acción militar contra ese país.

“Bush dijo que debió actuar más rápido ante el huracán Katrina y aterrizar con el avión presidencial Air Force One dos días después del temporal en lugar de sólo ver la devastación desde la ventanilla, agregó. También afirmó que jamás advirtió la llegada de la crisis financiera.

“El ex presidente apareció el martes en un episodio grabado para el programa televisivo de entrevistas ‘The Oprah Winfrey Show’. El presidente describió la redacción de sus memorias como ‘un proceso fácil’ que lo mantuvo ocupado.

“‘Mucha gente no cree que sé leer, mucho menos escribir’, dijo en broma Bush durante el programa.

El mundo está mejor sin Saddam Hussein, dijo Bush, aun cuando la invasión para derrocarlo se basó en información de inteligencia incorrecta sobre la existencia de armas de destrucción masiva.

“’Cuando no encontramos las armas me sentí muy mal, me dieron y continúan dándome náuseas, debido a que la acción para sacar del poder a Saddam Hussein se basó primordialmente en las armas de destrucción masiva’, expresó. Hussein era ‘igualmente peligroso’ incluso sin esas armas, agregó.

“De Katrina, Bush dijo que no aterrizó al avión presidencial para ver de cerca las anegaciones de Nueva Orleáns debido a que le preocupaba quitarle recursos a las operaciones de rescate.

“‘No debí sobrevolar (la zona) para mirar. Cometí un error. Debí aterrizar’, aseguró Bush. ‘No consideré que una imagen mía mirando al exterior (desde el avión) daría la impresión de que me importaba un comino (el desastre)’, apuntó.

“Mientras abundaba sobre Katrina, Bush afirmó que debió enviar pronto soldados federales para que colaboraran con la seguridad en Nueva Orleáns, pero aguardaba la autorización del gobierno del estado de Luisiana.

“Bush volvió a la carga contra sus detractores que le calificaron de racista ante la reacción que tuvo frente a Katrina.

“Winfrey recordó al ex mandatario que el rapero Kanye West afirmó en el 2008 durante un teletón a favor de los damnificados del huracán que ‘George Bush no se preocupa por los negros’.

“‘Eso sí molesta en verdad’, expresó Bush. ‘Se puede discrepar con mis políticas, pero que jamás se me acuse de racista... Puedo entender la percepción de que a Bush no le interesaba, pero me asquea la acusación de racista en mi contra’, agregó.

“Bush dijo que no era el único responsable de que no advirtiera la crisis financiera y defendió la decisión de su gobierno de canalizar a finales del 2008 recursos a los bancos que tenían dificultades con el objetivo de estabilizar al sistema financiero.

“‘Creo que esa medida contribuyó a salvar al país’, afirmó el ex presidente.
“Bush se abstuvo de emitir comentarios negativos sobre su sucesor, el presidente Barack Obama, a quien Winfrey dio su amplio apoyo en el 2008.

“‘Me disgustaban las críticas en mi contra’, dijo Bush. ‘Así que nadie me verá lanzándolas (contra Obama). Deseo que a nuestro presidente le vaya bien. Amo a nuestro país’, agregó.”

Amén.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

10/11/10


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El silencio como género literario


Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





“El 15 de mayo de 1939, Isaac Bábel, un escritor cuya celebridad le había ganado el privilegio de una dacha en el campo, fue arrestado en Peredelkino e internado en la prisión moscovita de Lubyanka, sede de la policía secreta. Sus escritos fueron confiscado y destruidos –entre ellos textos a medio terminar, obras de teatro, guiones cinematográficos y traducciones. Seis meses después, al cabo de tres días y noches de inmisericordes interrogatorios, se declaró culpable de un falso cargo de espionaje. Al año siguiente fue sometido a un breve juicio clandestino en las últimas horas del 26 de junio. Bábel se retractó de su confesión inicial y clamó su inocencia y, a las 01:40 de la madrugada siguiente, fue ejecutado sumariamente por un pelotón de fusilamiento. Su última súplica no fue en su beneficio, sino por el poder y la verdad de la literatura: ‘¡Permítaseme terminar mi trabajo!’”

Este es el estremecedor párrafo inicial de la Introducción de Cynthia Ozick a las Obras Completas de Isaac Bábel aparecidas a mediados del 2002 gracias a la amorosa dedicación y energía de Nathalie Bábel, la hija del escritor que muy pequeña fue enviada al exilio para salvarle la vida, pues su permanencia en la URSS en los aciagos días de la construcción del socialismo y como hija de un contrarrevolucionario la hubiera condenado al mismo fin que su padre. Es curioso y revelador del carácter de Bábel, el que al igual que Gorki, nunca pudo vivir mucho tiempo fuera de su país: gracias a los contactos y a la presión ejercida por André Malraux sobre las autoridades soviéticas, Isaac obtuvo un visado para salir a un congreso de escritores e intelectuales socialistas en París cuando ya la KGB lo tenía en la lista de “enemigos del Estado”. Sin embargo, en vez de permanecer fuera de la URSS a salvo y continuar su obra literaria, decidió regresar a su amada tierra en donde encontró la suerte que ya conocemos.

La versión oficial soviética mantenida hasta antes del colapso de la cortina de hierro sostenía que Isaac Bábel había fallecido en un campo de concentración en Siberia el 17 de marzo de 1941. Hoy conocemos la verdad: fue ejecutado en la oscuridad. Se confirma que los represores de la inteligencia son los mayores cobardes, incapaces de asumir la responsabilidad de sus brutalidades. (¿Recuerda el lector el caso del militar argentino Alfredo Astiz, apodado “El ángel de la muerte”, quien en las mazmorras era inmisericorde con mujeres, niños y monjas... siempre que estuvieran debidamente maniatados? Pues este sujeto fue el primero en rendirse en las Malvinas sin soltar un solo disparo cuando se vio frente a un soldado inglés, y cuando la justicia lo alcanzó anduvo gimiendo en los rincones que sus “derechos humanos” ¡estaban siendo violentados!) El sadismo y la cobardía son componentes sine qua non del espíritu represor.

Obras Completas de Isaac Bábel reúne todos los textos publicados del escritor e incluye algunos que fueron recuperados del olvido, retraducidos todos nuevamente del ruso por Peter Constantine, lo cual da al volumen una extraordinaria coherencia estilística que sin duda es el homenaje debido a uno de los mayores autores rusos de todos los tiempos a setenta años de su asesinato.

Bábel fue una entre millones de víctimas del padrecito Stalin, el zafio y brutal georgiano quien con su alma gemela Lavrenti Beria se propuso edificar el edificio del socialismo mundial sobre cimientos de sangre, lágrimas, dolor y carne de cañón. Como todos los dictadores, vivió inficionado por un enfermizo terror a la inteligencia. El tiempo colocó al padre de los pueblos soviéticos al lado del cabo austriaco, quien también alcanzara el poder montado en la desesperanza de sus pueblos. Por ello se entendieron tan bien en un pacto secreto. Por ello no vacilaron en sacrificar a millones de compatriotas cuando ese pacto se vino abajo. Por ello hoy no distinguimos quién fue más sanguinario y no diferenciamos cuál persiguió con mayor ferocidad a los creadores y a los artistas, seres por definición aborrecibles para las dictaduras de cualquier signo. ¿Hay acaso alguna diferencia entre las quemas de libros en Berlín y las ejecuciones de escritores en la Liubyanka?

Es sorprendente y a fin de cuentas debemos agradecer en términos históricos –si se me permite el uso de esta expresión tan poco apropiada-, la patológica meticulosidad con que los represores del KGB guardaron el registro de sus brutalidades –igual que en su momento la Gestapo o los servicios de inteligencia chilenos, argentinos o mexicanos... como vemos con las revelaciones que afloraron de los recién abiertos archivos de nuestra propia guerra sucia.

En aras de la “seguridad del Estado” estos cuerpos comisionados para aplastar toda disidencia, real o imaginaria, la documentaron con fervor religioso... gracias a lo cual hoy podemos reconstruir parte de la historia de la represión.

La última fotografía de Bábel fue tomada por un comisario en la prisión de Lubyanka poco antes de que fuera fusilado. En el pequeño recuadro en blanco y negro que se recuperó de los archivos de los interrogatorios vemos un rostro mofletudo y sereno, podría decirse que desencantado. Ni el temor ni la derrota se insinúan en la mirada de ojos saltones. Al contrario, pudiese pensarse que la expresión es una de compasión por sus verdugos.

La paciente labor del poeta Vitali Chentalinsky nos permite hoy reconstruir las jornadas de interrogación entre los muros de la Lubyanka que padeció Bábel. El escritor se declara culpable de los más absurdos crímenes: alejamiento de las masas populares, conspiración contra el socialismo, banalidad artística y ¡espionaje por cuenta de Francia!

Bábel además “delata” a sus supuestos co-conspiradores –y es obligado a incluir entre ellos a una mujer con la que sostenía una relación amorosa- en una extraordinaria redacción de su propia mano que hoy podemos leer en su verdadera intención como un documento destinado no a los fiscales, sino como denuncia para las generaciones posteriores:

“En lo que respecta a mis Cuentos de Odesa, éstos reflejaban sin duda el mismo deseo de alejarme de la realidad soviética, de contraponer a la cotidiana labor de edificación el pintoresco mundo, casi mítico, de los bandidos de Odesa, cuya descripción romántica incitaba involuntariamente a la juventud soviética a imitarlos [...] Nuestro amor por el pueblo era retórico y nuestro interés por su destino una categoría estética. No teníamos raíces en el seno del pueblo, y de ahí provenía la desesperación y el nihilismo que propagábamos.”

En las últimas horas antes de su ejecución Bábel intentó sin éxito cambiar sus declaraciones y desmentir las “denuncias” que había formulado bajo la inimaginable presión y tortura a la que fue sometido, pero no antes de haber escrito escalofriantes “delaciones”:

“[...] Abrí el frente de la literatura soviética a los estados de ánimo decadentes y derrotistas, turbando y desorientando así al lector, convirtiéndome en testimonio vivo de la teoría de la conspiración de saboteadores y provocadores en el declive de la literatura soviética. Unas cuantas frases no sirven para medir mi trabajo de destrucción, pero ahora percibo sus verdaderas dimensiones con una claridad insoportable, con dolor y arrepentimiento [...] La Revolución me abrió el camino de la creación, el del trabajo feliz y útil. Mi individualismo, las opiniones literarias erróneas, la influencia de los trotskistas bajo la cual caí desde el comienzo de mi trabajo, me desviaron de ese camino.”

Durante aquellos días y noches en las mazmorras de la Lubyanka los fiscales e interrogadores transmutaron los viajes de Bábel al extranjero en expediciones subversivas; las fiestas y eventos literarios a las que asistía en reuniones de conspiradores contra el paraíso de los trabajadores y la relación con artistas en conjuras contra el Estado. Así, Malraux pasó de ser escritor a promotor de la sedición.

La monstruosidad se acrecienta, si ello fuera posible, porque Bábel, igual que Gorki, fue un decidido partidario de los bolcheviques. Se unió a ellos desde 1917 y durante la guerra civil lo nombraron comisario político en el ejército rojo. De hecho su célebre Caballería Roja, publicado en 1926, recoge sus vivencias de guerra de aquella época. Los Cuentos de Odesa aparecieron al año siguiente, y en 1928 y 1935, las obras de teatro Zakat y Mariya respectivamente.

En una biografía de su padre publicada en 1964, Nathalie Bábel recuerda: “Fue en 1923, durante su estancia en las montañas, que mi padre comenzó a escribir los cuentos que eventualmente se incluyeron en Caballería Roja. El darles la forma deseada era para él una tortura permanente. A mi madre le leía versión tras versión, y ella las recordaba de memoria treinta años después. En 1924 mis padres se mudaron a Moscú. Los primeros cuentos de mi padre se publicaron por esa época y se hizo famoso de un día para otro.”

Isaac Bábel nació hace 116 años, el 13 de julio de 1894 en el puerto ucraniano de Odesa. Su padre fue un modesto tendero judío. Siendo muy niño la experiencia de vivir un pogromo lo marcó profundamente. Ya mayor se mudó a Kiev en donde eventualmente conoció y fue protegido por Máximo Gorki, quien publicó dos de sus cuentos en la revista Letopis, mas la censura consideró que contenían una carga erótica (¡el erotismo, otra bête noire de los represores y censores!) y Bábel fue procesado bajo el artículo 1001 del código criminal. Quizá por ello y por un creciente desencanto ante el giro que tomaban los ideales de la Revolución, Isaac se fue alejando del régimen y se convirtió en un crítico de Stalin. En represalia, el régimen se encargó de que no pudiera publicar, y en la primera asamblea de la Unión de Escritores Soviéticos en 1934, Bábel exclamó ante sus colegas: “He inventado un nuevo género: ¡el género del silencio!

Más de seis décadas después, el amor de una hija redime al padre. Obras completas de Isaac Bábel es un ejemplo más de que la luz de la palabra es lo único que puede vencer a las tinieblas de la represión.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

3/11/10


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