De nuevo la burra al trigo

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Es posible que me esté cavando un barranco periodístico con esto de los molcajetes, licuadoras y metates, pero no tengo alternativa; y opciones aún menos. De todo el país y del extranjero me llegan correos con nuevos relatos que moverían a risa si no aludieran a nuestra condición de país periférico y dependiente en lo espiritual, y colonizado por un surrealismo ramplón que haría al mismo André Breton poner pies en polvorosa.


Desde Cuernavaca mi antiguo camarada Lenny Ffrench escribe: “Hace unos días quise fotocopiar a color, amplificado a tamaño hoja carta, un cheque expedido a mi favor, porque quería conservarlo como un recuerdo de ‘una vez que sí cobré’. Evidentemente no lo autorizó el gerente de la empresa. No fuera a ser que yo cobrara el original, pero endosara a nombre de otra persona la amplificación a color y defraudáramos al Congreso de Morelos (!), con la complicidad del gerente de Office Max...”


A su vez, mi cuata la Hija de María Morales apunta:

“Tiene toda la razón Jorge González, los molcajetes son útiles y bellos, sobre todo los que llevan tu nombre en colores chillantes y vivos. Son lo más cercano a una piedra de sacrificio individual, donde en lugar de sangre humana exprimimos deliciosos jitomates combinados con chiles, bien aderezados para obtener esas increíbles salsas que nos hacen resoplar de placer al mismo tiempo que nos recuerdan nuestro pasado prehispánico. ¿Quién puede resistirse además a la sonoridad del nombre?


“Por otra parte, ese lado pinche del que habla JG habría que indagarlo con más cuidado. Habría que saber si es un karma, una fatalidad o una adaptación al país, pues trasnacionales que funcionan eficientemente en sus lugares de origen tienen episodios de antología como los que describes. Quizá recuerdes que el año anterior hubo una disputa porque COSTCO de Xalapa no quería pagar impuesto predial: alegaba que eso no está entre sus obligaciones de empresa, porque las tiendas en EU no lo pagan, de modo que se negaban a hacerlo aquí. Eso sí es una mexicanización en la interpretación de los manuales de operación. Pensé: ojalá que el que se niega a pagar el predial se dé cuenta de que en el manual de operaciones no aparece la obligación de respirar para que se muera, pues se lo merecería por burro, con perdón de los pobres jumentos.


“Si todos tus cuates nos impusiéramos la tarea de escribir cuántas veces hemos tenido que vivir pesadillas como ésta, llenarías una enciclopedia. A una amiga intentaron embargarla porque la inquilina anterior le debía a Hacienda. Se presentó en la oficina correspondiente, se identificó, mostró el contrato de arrendamiento, recibos a su nombre; inútil, los inspectores de Hacienda le decían que tenían orden de embargo contra el domicilio, como si los inmuebles trabajaran y pagaran (o dejaran de pagar) impuestos. Tuvo que contratar un abogado por deudas que nunca había contraído. Bien dicen que en México Kafka sería un escritor costumbrista. Cosas veredes Sancho.”


En este contexto del absurdo debíamos buscar la explicación a las frecuentes muestras de penoso comportamiento de legisladores y demás fauna política. A los trastornos que asesta el ejercicio público a tal especie, atinadamente descritos por el llorado Jesús Hernández Toyo (cuyo apotegma he citado aquí con anterioridad: “la política apendeja a los hombres inteligentes, y enloquece a los pendejos”), hay que añadir una patológica propensión al teatro del absurdo.


¿De qué otra manera explicar que un alcalde neoleonés insista en construir un muro para “frenar a la delincuencia” en su pueblo? Sí, un muro. No aplicar la ley, no capacitar y armar a la policía, no investigar y capturar a las bandas criminales… nada de eso. Su propio muro de pellejos de arrachera y huesos de cabrito. Y el asunto está en la agenda pública de aquel estado. ¡Bendito Dios!

¿Y la conducta de algunos representantes, tan contraria de la que cabría esperar en quien tiene en sus manos la confección de las leyes de la República? Por ejemplo, las nuevas disposiciones antitabaco. El martes pasado un perredista cuyo nombre no retuve, prendió un cigarrillo en “la más alta tribuna”. Cuando el presidente le recordó que estaba en un recinto declarado “libre de humo”, el tipejo se limitó a decir que “lo sabía” y procedió a defender su derecho al enfisema con desafiantes bocanadas de humo trepado en “La Mortadela”. Valiente legislador.
Gallardo representante popular. Bizarro defensor de la ley. Y en el Senado, José Luis Lobato anunció que buscará el amparo de la justicia y además fumará en su curul como silenciosa protesta. ¡Acabáramos! Quisiera ver a estos padres de la Patria viviendo en Zongolica con las comunidades más miserables, “en silenciosa protesta” por el abandono en que están, o arriesgando la vida en una caravana de migrantes por el desierto de Arizona, en un igualmente circunspecto “yo acuso” por una política de desarrollo que ha fomentado la expulsión al extranjero de los más vulnerables y la concentración de la riqueza en unos cuantos. Estos señores de verdad creen que se mandan solos, que están por encima de los electores.


Veo estas y otras operetas, y viene a mi memoria la famosa respuesta de Edward Everett Hale, capellán del Senado de los Estados Unidos, cuando alguien le preguntó si rezaba por los legisladores. “No”, dijo. “Veo a los senadores… ¡y rezo por el país!”


Molcajeteando

Hace 33 años, el 21 de febrero de 1975, un juez estadounidense mandó a prisión a cuatro de los más cercanos colaboradores de Richard Nixon, el presidente norteamericano depuesto en la secuela del escándalo Watergate: el ex procurador general, John Mitchell; el ex jefe de personal de la Casa Blanca, H. R. Haldeman; el ex consejero para asuntos domésticos, John Ehrlichman y el ex asesor legal de la Presidencia, Robert C. Mardian.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.


sanchezdearmas@gmail.com






Señoras y señores: con ustedes… ¡el metate!

Miguel Ángel Sánchez de Armas




Este es el último JdO que dedico a nuestra premodernidad y tercermundismo mental. Corro el peligro de no volver a tocar otro tema en los próximos 10 años (así de copioso ha sido el correo con anécdotas como de película de Béla Lugosi), si insisto en el tema. Quede pues, en la conciencia de la República, que uno de sus hijos la llamó a capítulo.


Escribí la semana pasada: “Dejo para la siguiente entrega una batería de relatos espeluznantes, entre ellos el de por qué el director general y el Consejo de Office Max pudieran reemplazar en un futuro a todos los integrantes del sistema de seguridad nacional mexicano.” ¿Qué tiene que ver esa empresa de artículos de oficina con la seguridad nacional? Sólo que han descubierto que no es el molcajete, sino el venerable metate, el repositorio de nuestro periférico y dependiente ser nacional. Veamos.


Hace unos meses llevé a fotocopiar un libro de cuentos de mi autoría para enviar el duplicado a un editor interesado en la obra. En la portada, sobre las gruesas letras que me identifican como autor, está la fotografía que hace años me tomó mi amigo Pedro Valtierra y que uso como retrato de Dorian Grey para ocular los estragos que el tiempo ha asestado al original. Una señorita me informó que no podía copiar más del 10% del total, para proteger “los derechos de autor” del, valga la redundancia, autor. Le informé que el autor estaba precisamente frente a ella y que autorizaba la copia del 100%, aseveración que acompañé con la exhibición de mi credencial del IFE y la promesa de obsequiarle un ejemplar firmado.


-Como yo escribí este libro, le aseguro que no hay problema. Le firmo una responsiva. Realmente no puedo enviar al editor el 10% de un trabajo que pretendo reeditar en sus totalidad.


-No podemos, señor. Nuestra política es muy clara: sólo el 10%. Así protegemos los derechos de los autores.


-La felicito a usted y a su empresa. Pero en este caso en particular, dado que yo escribí este libro, como se muestra con mi nombre y mi fotografía en la portada, esa política no tiene sentido.


-Lo siento, señor.

-Convoque al gerente. Quiero hablar con él.

Para no alargar el cuento, finalmente pude convencer al gerente y después de firmar una petición y dejar copia de mis identificaciones, me “hicieron el favor” de proporcionarme el servicio.

¡Ay de mi! Soy de lento aprendizaje y tiempo después volví a la misma empresa para obtener una copia de un reconocimiento académico, un pequeño diploma, con mi nombre y sin fotografía, en donde consta que yo, Fulano de Tal, obtuve mención honorífica en el Programa Equis. Quería enviar a mi hija una prueba irrefutable de que su papá sí pisó la universidad.


Pues resulta que no. La empresa tiene “una política” para no reproducir “documentos oficiales” al tamaño en color, porque con frecuencia “la gente hace mal uso de ellos”. De nuevo la discusión con los jóvenes del mostrador. De nuevo apareció el “gerente”. Le dije:

-Estoy de acuerdo en que no reproduzcan billetes de banco, pasaportes, credenciales, licencias de manejo, cédulas y títulos profesionales y timbres postales al tamaño, señor, pero lo que tengo aquí es un reconocimiento, una especie de felicitación.


-Pos esa es “la política” de la empresa.. pero aquí entre nos, y porque me cayó bien, podría ayudarlo y sacarle una copia al 95%, respondió el sujeto, con un dejo de complicidad en su actitud.


Asombroso. En Office Max no venden productos o servicios; su negocio es “ayudar” a clientes tontos como yo, incapaces de distinguir entre un “documento oficial” y una “constancia” privada. Repetí la letanía. Insistí en que como titular identificado de la constancia el servicio solicitado ni era irregular ni violatorio de disposición legal alguna.


“Pero es violatorio de nuestras políticas empresariales”.


Se me iluminó el cacumen. Exigí ver los artículos de tan singular “política” empresarial. La respuesta fue sensacional, digna de los anales de la libre empresa y caso de estudio para el Instituto Panamericano de Alta Empresa y la Harvard Business School:


“¡Tenemos la política de no mostrar nuestras políticas de operación!”.

Juan Camilo Mouriño puede dar por terminada su búsqueda de expertos en diseño de políticas de seguridad. Colocados en puestos estratégicos, los ejecutivos de la transnacional en poco tiempo blindarían al país contra la más leve infracción al status quo y harían ver a las burocracias socialistas como orgías del liberalismo y de la eficacia.


Qué licuadora ni qué molcajete. ¡El metate, my friends!

Hace 91 años…

… un 17 de febrero, nació Guillermo González Camarena, inventor de la televisión a colores, en cuyo honor un canal de Televisa lleva las iniciales XHGC. Este hombre fue un renacentista. Comenzó la carrera de ingeniería electrónica en el IPN y abandonó las aulas cuando pensó que poco podía aprender en ellas. Con piezas de deshecho confeccionó sus primeras cámaras. En 1946, durante los trabajos del 6º Congreso Nacional de Cirugía en el Hospital General, transmitió una operación desde el quirófano a las salas de sesiones. Con Salvador Novo viajó a Estados Unidos y a Inglaterra por encomienda del presidente Alemán para estudiar los modelos nacionales de televisión y decidir el futuro de la industria en México. Su patente “tricromática”, si bien no encontró una aplicación masiva en su día, es hoy utilizada en las cámara de los satélites que exploran el sistema solar. Gracias al ingenio de un mexicano, hoy podemos tener mejores imágenes de Júpiter y de Saturno. El de González Camarena es un ejemplo a seguir.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com




En defensa del molcajete

Miguel Ángel Sánchez de Armas



La columna de la semana pasada echó sal en una herida abierta. En decenas de correos, ciudadanos que han padecido la esquizofrenia nacional del molcajete y la licuadora compartieron episodios que van de la hilaridad a lo espeluznante (aunque uno de ellos, cuyo nombre, sospecho, es apócrifo, me hace una ominosa advertencia: “¡Nombrar a Bancomer y a Banamex no lo hace a usted necesariamente sujeto de crédito!” No importa. El compromiso de JdO es con la República y no con los bandole..., perdón, con los banqueros).


Pero en esta fiera lucha contra una lacra que nos mantiene presos en un “tercer mundo” mental, cometí una imperdonable injusticia que hoy debo reparar. Desde una torre de la UNAM, Jorge González resume el sentir de una mayoría: “Buena tu crónica de licuadora contra molcajete. No me gusta, sinencambio, que el lado pinche y retrasado se lo adjudiques al molcajete, del que las salsas lentamente preparadas salen como nunca saldrán de una rapidísima Osterizer. Yo, en mi sentido musical abomino literalmente las decibélicas licuadoras. Pero el problema no es de aparatos, sino de la mentalidad jodida y ¡”#$%& que hemos desarrollado como en vivero en estas otrora colonias. Antes eran los aztecas, luego los gachupines, luego los que sigan...”


Así que con ceniza en el pelo, vestiduras rasgadas y crujir de huesos, me humillo ante la negra piedra y pido el perdón de nuestros antepasados.


Dicho lo anterior, cito a mi cuata la Josefa: “Tienes toda la razón. Yo no entiendo por qué los empleados, burócratas, funcionarios de banca pública o privada, o de cualquier dependencia de los tres (?) poderes, se complican tanto la vida. Ni hablar (aquí nos tocó vivir como podamos, no siempre como queremos...). Coincido contigo respecto a otros países, pero tal vez la explicación con nuestros paisanos es que, además, son tan desconfiados y descreídos que no pueden tolerar la mínima libertad ni con ellos mismos. Ve nomás lo que está pasando con la famosa ley de ‘sin humo en todas partes’: nos creen retrasados mentales o adolescentes a todos (lee, por favor, las recientes declaraciones de uno de esos diputados de cuyo nombre prefiero no acordarme, que insiste en que NADIE debe fumar en ningún sitio (ni siquiera en su casa). De verdad no entiendo cómo está en esa chamba). Conste, yo ya no fumo, pero quiero respetar el derecho de los que sí lo hacen.


Mi personal odisea con Banamex está resultando más larga que la Cuaresma. Después de cinco días hábiles, el mega centro superheterodyno de cómputo liberó el número de cliente. Pero no se crea que de buen modo. Resulta que el mismo súper centro de cómputo tiene registrados dos domicilios míos, cosa verdaderamente inexplicable dado que los estados de cuenta llegan a uno sólo, el que está en mi credencial del IFE. Tuve que hipnotizar al “ejecutivo” (porque ya no se llaman “cajeros”) como Luke Skywalker mesmerizó al chambelán de Jabba the Hutt, para que aceptara que la segunda dirección es actualmente un asilo para banqueros pobres. Llevó a cabo las operaciones necesarias y me informó que en un plazo “de diez a quince días”, el sistema unificaría mis cuentas. ¡Bendito Dios! Pensé para mis adentros que con diez personajes así en el Programa Manhattan, Hiroshima y Nagasaki seguirían en pie. También tuve una visión del interior de la fortaleza computacional del banco y creí ver cientos y cientos de largas mesas en donde afanosos empleados manipulaban relucientes ábacos importados de China.


Con el número en mano corrí a la computadora más próxima y al abrir el portal de banca electrónica supe que desde el año pasado esa clave es insuficiente y ahora se requiere un “código bancanet”. A la hora de la comida volví a la sucursal. Hipnoticé de nuevo al ejecutivo. Confesó que “como a veces no es necesario” le quiso ahorrar al banco los aparatos bancanet. Me hizo firmar diez juegos de solicitudes. Copió de nuevo mis identificaciones y me proporcionó los dispositivos. Sin comer, regresé al ordenador. Varios formularios más tarde, la amigable banca electrónica desplegó un anuncio en donde a la letra dice que para realizar operaciones, debo solicitar un “password” en mi sucursal más cercana. Lo dicho, el “tercer mundo” de la mente.


Dejo para la siguiente entrega una batería de relatos más espeluznantes, entre ellos el de por qué el director general y el Consejo de Office Max pudieran reemplazar en un futuro a todos los integrantes del sistema de seguridad nacional mexicano. No se pierdan mis lectores esta entrega.


Adiós, Helmut
El segundo hallazgo más grato después de mi llegada a Xalapa, fue descubrir a los vecinos con quienes compartiría mi vida durante los siguientes ocho años: Vicky y Helmut. Ella, una señora toda sonrisa y calor, llena de hijos y nietos a la manera de las gallinas culecas de mi tierra. El, un bávaro -que no alemán- con aspecto de duende pícaro y recuerdos que afloraban con la fresca infusión de malta que me convidaba en los luminosos atardeceres xalapeños en un jardín oloroso a flores. Hace quince años la vida los juntó inexplicablemente –como debe de ser. El se hizo xalapeño a su manera aunque el español nunca se le dio con facilidad. Ella, creo, adquirió un toque de matrona bávara, sin que su español tomara timbres teutones. El martes pasado mi amigo decidió quedarse para siempre entre nosotros y una bandera de Baviera ondeó sobre su última, apacible, sonrisa.


Descanse en paz Helmut Georg Stupe. Sin duda está ahora en un festín interminable de wiessebier und wienersnieschel –que no sé si asi se escriba, pero que muchas veces nos hizo felices.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.



sanchezdearmas@gmail.com





El molcajete y la licuadora

Miguel Ángel Sánchez de Armas



De nuestros ancestros españoles y mexicas heredamos la fascinación por las cédulas y los códices. Lo que no está escrito no existe. Entre más minuciosamente detallado es mejor. Las palabras se las lleva el viento. El cambio va en contra del orden universal. Todo debe seguir según lo dispuso Huitzilopochtli, su Real Majestad Católica o el Servicio de Administración Tributaria. Los herejes deben ser arrojados al fuego. Los guardianes del status lo son también de las virtudes.


Me abruma esta resistencia al cambio. Con la pequeña parte moderna de nuestro cerebro y temperamento damos la bienvenida a las innovaciones. Con el 90% restante urdimos mil maneras de rechazo. Somos como los nativos del África ecuatorial que sentían que los aparatos fotográficos atrapan el espíritu y debían ser destruidos junto con sus operadores, en un ritual de espanto y fascinación.


Hace años, en la revista que fundé se cambió de un sistema arcaico de diseño a uno moderno. Empujar a las formadoras a la actualización fue como lidiar con anguilas enjabonadas. Bajo la mirada del jefe abrían el programa nuevo. Apenas quedaban sin vigilancia volvían al antiguo, conocido, confiable y obsoleto procedimiento. “Es como tener el molcajete junto a la licuadora”, dijo una. “Por si las moscas”. La modernidad debió ser inducida a manotazos y con el borrado de los discos duros.


Fui invitado a dar la conferencia inaugural de un congreso de comunicación en la Universidad de California en San Diego. Al término de la ceremonia una señorita me presentó una forma y un generoso cheque en dólares. En el escrito se asentaba que no era yo empleado de la Universidad y que no tenía adeudos con el fisco nacional. Fue todo. Desde luego invertí los honorarios en mis centros de recreo favoritos. Más tarde, en México, el IMER me convidó a un taller. Llené no menos seis formularios, con más casillas, folios, transcripciones de leyes y reglamentos que el decreto real con el que los de Anenecuilco justificaron una revolución. Hube de entregar copias de identificaciones oficiales y de cuentas bancarias y una declaratoria jurada de que no estaba yo en la nómina de ninguna dependencia estatal. Con el tiempo recibí un exiguo cheque –menos el importe de una torta y un refresco que compré para el viaje a la Gran Ciudad porque la nota no reunía los requisitos fiscales- que tardé meses en cambiar.


Más. Volé a Nottingham a un congreso de periodismo y literatura. Por internet aparté y compré el pasaje aéreo. En el mismo sistema adquirí pasajes terrestres desde Gatwick al pueblo donde, dicen, vivió Robin Hood. El conductor del autobús apenas si miró el impreso que le mostré. Ah, pero acá, cuando compro un boleto electrónico en el ADO para ir a Xalapa, en la ventanilla me piden, primero, la credencial del IFE para asegurarse de que soy yo y no un impostor el que pretende usar el billete de 114 pesos para tomar por asalto la Atenas del Golfo. Después debo firmar original y dos copias de un impreso que repite todos los datos de la tarjeta de crédito –que ya descargó el importe a las cuentas de la empresa- y que durante los próximos 150 años reposará en una bodega con otras cinco mil toneladas de papel. ¡El molcajete y la licuadora! No vaya a ser la de malas.


¿Otro ejemplo? Llevé a Bancomer de la avenida Juárez de Puebla el cheque de 500 dólares que una línea aérea me otorgó en compensación por dejarme en tierra. El gerente tomó el documento con mano cauta, como si fuese papel contaminado. Lo examinó largos momentos, ceñudo, y pronunció la sentencia: “¡Esto no es un cheque!” Sugerí tímidamente que lo cursara por cámara de compensación y, en caso de no ser lo que con grandes letras decía en el anverso, la institución fundada por Espinoza Iglesias me podría llevar a los tribunales bajo cargos de fraude. Me miró incrédulo. ¡Un cliente que cuestiona! Analizó una vez más el documento. ¡Ajá! ¡Está falsificado! Aquí, aquí mismo, en donde dice usted que está su nombre, una “s” fue alterada para convertirla en “z”. ¿Resultado? El sujeto se quedó con copia del documento y de todas mis identificaciones para iniciar el trámite que primero sus superiores debían aprobar… en caso de que certificaran la autenticidad del documento. Eso fue hace seis meses. Otro banco reembolsó el dinero mientras en Bancomer siguen dándole a la mano de su molcajete con la licuadora apagada y en su caja, no se vaya a gastar. Pero Banamex no es mucho mejor. Esta misma tarde, en la sucursal de la avenida Juárez, un atento empleado me dijo que debo esperar cinco días hábiles para que el supercentro de computación del banco me otorgue un número de cliente. Es decir, lo van a buscar a mano… con la mano con que mueven su propio molcajete.


Hoy amanecí dispéptico. Esta antimodernidad me ahoga. En mi Universidad, el formulario para el servicio social comunitario es como la solicitud para dar de alta un laboratorio médico; en la fonda donde como, la empleada, después de consultar con el dueño, me hizo saber que el plato de mole se sirve con bolillo y no con tortillas porque así está en el menú. Dios me ampare.


El día que murió la música


Don MacLean fijó para siempre aquella fecha en “American Pie”: Buddy Holly, Ritchie Valens y J.P. Richardson (22, 21 y 24 años) murieron en un accidente aéreo hace 49 años y nos dejaron sólo la promesa de una música que fue el telón de fondo de mi generación, crecida con el rock lento y la devoción musical de “Peggy Sue”, “Temprano por la mañana”, “Corazonada”, “Donna” y “La boda del Big Bopper”. En su recuerdo, en la prepa 2, adoptamos el nombre de “Los soñadores”. Mucho después caímos en la cuenta de que fue el ritmo rockero de Ritchie el que nos acercó, adolescentes citadinos, a “La Bamba”, y no los albos cantores del Sotavento.


En algún lugar seguirán componiendo y cantando. Recordemos hoy en su memoria el verso de MacLean:


But February made me shiver, / With every paper I'd deliver, / Bad news on the doorstep... / I couldn't take one more step. / I can't remember if I cried / When I read about his widowed bride / But something touched me deep inside, / The day the music died.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com