Historias del gran terremoto
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Miguel Ángel Sánchez de Armas


En la madrugada del 18 de abril de 1906, cuando la orgullosa San Francisco comenzaba a despertar, un sismo devastó la capital cultural y económica del Lejano Oeste norteamericano. Los altivos edificios que dominaban la gran bahía se derrumbaron como castillos de naipes, miles de personas perdieron la vida y durante varios días la ciudad fue un pandemónium en llamas.

Cien años después, aquel desastre es una anécdota de los bisabuelos, una historia terrible del pasado que pareciera no ha de repetirse jamás. De aquella hecatombe, el actual ayuntamiento rescató una anécdota para marcar el aniversario: una exhibición fotográfica del “programa de matrimonios” de 1906, pues han de saber los lectores que entre las ruinas del desastre de 1906, las parejas que se enamoraron en los campos de refugiados se casaron a toda prisa. ¡Vaya!

La memoria histórica no parece ser un rasgo de nuestra especie. Aunque los periódicos publiquen testimonios, estos se van a las hemerotecas en donde nadie les hace caso. Hace 465 años, en 1541, Juan Rodríguez escribió la “Relación del espantable terremoto que ahora nuevamente ha acontecido en las Indias en una ciudad llamada Guatimala” y supongo que nadie tomó precauciones para el siguiente temblor. Hoy mismo en México el recuerdo de los sismos del 57 y del 85 pertenece más al reino de las leyendas urbanas. Sobre el gran terremoto de San Francisco, ciudad que sigue estando sobre la misma falla tectónica -igual que la capital mexicana- los diarios de la época llenaron planas y planas.

El 19 de abril de 1906 el Fort Wayne Journal Gazette informó que “por lo menos la mitad de San Francisco quedó en ruinas por el temblor y el fuego [...] y el costo de los daños será mayor a los cien millones de dólares. Hay miles de damnificados y durante todo el día un río de personas ha salido de los barrios dañados en busca de seguridad y alivio”.

El 25 de abril siguiente un reportero del Fort Wayne Sentinel escribió: “Este redactor pudo presenciar hechos singulares: una solitaria mujer empujando tenazmente, centímetro a centímetro por el pavimento, un piano; un anciano en bicicleta con un terrier, lo único que logró salvar; una mujer que abrazaba amorosamente una muñeca japonesa; y, cinco minutos después del temblor, escuchó al huésped de un hotel regañar con violencia al administrador porque no se le había despertado precisamente a las cinco de la mañana según había instruido. El hombre, indignado, juró nunca más hospedarse en el establecimiento, y no lo hará, pues el hotel ha dejado de ser”.

El mismo diario recogió la declaración de uno de los damnificados: “Algo que nunca olvidaré fue que sobre un montón de ladrillos y basura estaba el cadáver de un hombre con un balazo en el pecho y prendido a la ropa un letrero que rezaba: ¡Están advertidos! Fue la manera más eficaz de frenar a los saqueadores.”

El 24 de abril en el Galveston Daily News aparecieron otras historias de sobrevivientes, entre ellas la de la señora Bader, quien dijo que entre la multitud que se desplazaba hacia el trasbordador pocos minutos después del sismo iban dos ancianas jalando una jaula con un chango. Otra mujer apenas vestida llevaba dos pajareras y un hombre fuera de sí gritaba con los ojos desorbitados: ‘¡Es un despertador!’ También vi cómo una mujer se lanzaba desde el segundo piso de una casa al pavimento abajo”.

En la edición del 2 de mayo del Fitchburg Daily Sentinel apareció la carta de Edna Wright, de 14 años, con su recuerdo: “La casa parecía salirse de sus cimientos con las sacudidas, de las paredes se desprendía el yeso y la chimenea se colapsó. Nos vestimos y salimos a la calle y vimos que San Francisco estaba en llamas”.

Muchos creyeron que el sismo fue un castigo de Dios. El Post Standard informó que George Maule “estaba cierto de que el mundo había llegado a su fin y se colgó en el granero. Tenía 70 años.” El Fort Wayne News publicó que un hombre que se creía el “Primer Apóstol” se alegró por la destrucción de la ciudad. Y un tal profesor Niblo publicó un desplegado en el Oakland Tribune en el que aseguraba haber predicho el sismo gracias a sus poderes síquicos.

sanchezdearmas@gmail.com

¿Para qué sirve la risa?

Miguel Ángel Sánchez de Armas



La conseja de que la risa es buena para la salud es en realidad una verdad científica. Reír, dicen expertos de varias universidades, “ayuda al mejor funcionamiento de los vasos sanguíneos al estar asociado con la dilatación del tejido interno (endotelio) permitiendo un mejor flujo de sangre”. Traducción: la risa facilita la circulación.

Pero cómo se origina la risa es algo más complejo que involucra la función de las neuronas y situaciones emocionales con el control físico de los músculos pectorales. Parece que es el hipotálamo -que está abajo del tálamo y encima de la hipófisis- la zona cerebral que controla la risa junto con otras funciones como la sed, el hambre y la temperatura del cuerpo. Traducción: es algo endiabladamente enmarañado.

La sorpresa es que recientes estudios neurofisiológicos y de la conducta han mostrado que la risa puede ser algo más que una respuesta espontánea a un estímulo de humor. “Hace alrededor de dos millones de años nuestros ancestros desarrollaron la capacidad de controlar a voluntad el sistema motor facial. Ello dio como resultado que la risa fuera una opción gestual asociada con distintos estímulos, incluido el de pausas y entonaciones estratégicas en una conversación”. Traducción: descendemos de los monos.

Para demostrar empíricamente que la risa no sólo es sana sino que además es una manera de entender las sutilezas de la conducta humana, voy a narrar dos cuentecillos de autor desconocido, cuyas moralejas son, o debieran ser, evidentes.

El primero refiere la desolación de un ranchero que coleccionaba caballos y a quien sólo le faltaba cierta raza. Cuando por fin obtuvo el anhelado ejemplar, a precio altísimo, quiso natura que un feroz virus atacara al cuaco. El mejor veterinario de la comarca llegó presuroso, sólo para dictaminar que el infeliz equino debía ser sacrificado para no contagiar al resto de la cuadra. Pero he aquí que el cerdo, que había cobrado simpatía por aquel compañero, se propuso salvarlo y le administró un brebaje secreto. ¡Milagro! En unas horas el percherón se recuperó y salió corriendo al campo, ligero como el viento. Loco de contento al ver el prodigio, el ranchero exclamó: “¡Vamos a celebrar con una fiesta y una gran comilona. Maten al puerco!”
La siguiente hablilla es más bien una fábula. Involucra a un genio y a una joven, ambos chicanos.

Caminaba la agraciada miss por un espléndido parque cercano a la zona de los shopping malls cuando entre los geranios vio brillar algo y levantó un extraño envase, mismo que procedió a limpiar. Y cuál no sería su sorpresa cuando de la labrada vasija apareció un genio que le dio las gracias por haberlo liberado y le ofreció un deseo.

—But, mi prima told me que los genios conceden tres weeshes.
—Sorry essa! Los genios de tres weeshes son from un cuento. Uno, no más. So… ¿qué quiere?

La chica cierra los ojos, mueve su cabecita y responde:
—I want la paz in the Middle East. See este mapa? I want this países to stop fighting entre ellos, que los Arabs love the judíos and los gringos. Y que el mundo have peace.
El genio ve el mapa y exclama:
—Órale, be reasonable! This países have been al war por miles de years, and I’m out of forma por que he estado in the bottle por un rato. Soy good, pero not that bueno. I think que no puede be done. Please ask for otro weesh.

La chava piensa un minuto y responde:
—Well, yo never find a bueno man. I want a mexicano boyfriend you know, uno que doesn’t drink cerveza, que sea fun, que le like la cumbia and helps to clean la casa. Yo quiero that him be greaat in cama, and gets bien con mi familia, que has to be fiel y doesn’t throw fregadazos at me. That’s I weesh for, a good Mexicano man!

El genio, tras un largo suspiro, se rasca la cabeza y responde:
—¡Carajo! OK. Let me see ese mapa again!

El mundo de Jimmy

Miguel Ángel Sánchez de Armas



“Janet Cooke es una hermosa y vital negra con aire dramático y un extraordinario talento para escribir. También es la cruz que el periodismo -especialmente el Washington Post y en particular Benjamin C. Bradlee- llevará a cuestas para siempre. A los 26 años escribió una vívida y dolorosa historia sobre un heroinómano de ocho años a quien el concubino de la madre inyectaba periódicamente. La información se publicó en primera plana el domingo 28 de septiembre de 1980 y tuvo en vilo a la ciudad durante semanas. El 13 de abril de 1981 ganó para Cooke el Premio Pulitzer.

“En las primeras horas del 15 de abril de 1981, Janet Cooke confesó que era una invención: Jimmy no existía, y tampoco el concubino. Desde ese momento la expresión ‘Janet Cooke’ se hizo sinónimo de lo peor en el periodismo norteamericano, tal como la palabra ‘Watergate’ significó lo mejor.”

Así inicia Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post, el capítulo de su autobiografía dedicado a otro de los grandes escándalos periodísticos del siglo, antecedente en línea directa del “caso Jason Blair” aquí abordado hace unas semanas. Bradlee fue uno de los héroes de mi generación. Después del estreno de Todos los hombres del Presidente pedíamos a la Virgen un director como él, bajo cuya batuta pudiéramos emular, así fuera un poquito, a Woodward y Bernstein. Pero ese director nunca nos llegó. Y luego supimos de Janet Cooke.

William Faulkner dijo que el novelista puede ser amoral y no vacilar ante nada que le impida completar su obra, pues en la literatura el fin justifica los medios. Mas en el periodismo ni el mejor de los fines justifica la inmoralidad de los medios. Evidentemente, la Cooke no sabía de Faulkner, como tampoco el Blair. Y, para ser justos, muy pocos de quienes hoy leemos en la prensa local.

Janet fue, en palabras de Bradlee, “el sueño del periódico”. Una negra con inigualables credenciales académicas, políglota, vital, elegante y, por si fuera poco, gran escritora. A mediados de los setenta el Washington Post estaba rezagado en su meta de aumentar el porcentaje femenino y de minorías raciales en la redacción y ella sola llenaba dos huecos. Una bendición. “¡Contratémosla antes de que la ganen el Times o Newsday!”, fue la consigna entre los mandos que la entrevistaron. En sus primeros ocho meses en el Post firmó 55 notas, hazaña no menor. Proporcionalmente, cuando su falsificación fue descubierta apareció un rosario de mentiras: no se había graduado en Vassar, no había estudiado en La Sorbona, no hablaba más que inglés, no... vaya, aparentemente lo único cierto de su currículo es que era negra, y que escribía muy bien.

¿Qué sucedió? En 1982 en una entrevista de televisión dijo que había inventado a Jimmy como consecuencia de la terrible presión interna del Washington Post, en cuya redacción se seguía viviendo el ambiente de competencia generado a principios de la década anterior con los éxitos periodísticos del affaire Watergate. Al parecer algunos informadores le habían insinuado la existencia de niños drogadictos, pero al no dar con ninguno decidió inventar a Jimmy para aplacar a los editores del periódico que la presionaban para escribir sobre esos casos. Janet se equivocó. El dramático artículo sí merecía el Pulitzer, pero de literatura. Tiempo después de que la verdad quedara al descubierto para la eterna vergüenza del diario y de su director, Janet se casó con un diplomático y se mudó a París. En 1996 vendió su historia a la revista GQ y los derechos cinematográficos por un millón y medio de dólares.

Como lo haría el Times 15 años después con su propio tropiezo, el “caso Blair”, el Post ordenó una investigación interna que se publicó con entrada en primera y cuatro planas interiores. En su libro, Bradlee recuerda que tomó la decisión de que nadie revelaría más del asunto que el propio periódico. “De mis años en la marina aprendí que para salvar a un buque lo más importante es el control de daños.” Y el único control de daños era decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

Cooke y Blair nos dejan una gran enseñanza a todos los periodistas. Y a los cuentistas que se sienten reporteros.