Un amigo de Dios

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién hablo? Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra, presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora en forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, una locura, ilegible. Una pista: no se trata de Joyce.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción masiva, el estruendo del tráfico y el descarno y fealdad de la vida moderna europea, y amó los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de niño, así como a las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las leyendas nórdicas. Una pista: no se trata de D. H. Lawrence.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de literatura antigua en su propia obra maestra, incorporándolas magistralmente conforme avanzaba. Una pista: no se trata de Pound.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y católico. Una pista: no se trata de Eliot.

Los más antiguos de mis lectores –antiguos en el sentido clásico- quizá hayan adivinado ya de quién hablo. Y si son de mi edad y fueron como yo vagamundos y en su camino a Damasco se toparon en un callejón con el graffiti “¡Frodo vive!”, entonces ya lo saben de cierto. Para los más jóvenes, quizá un cuento les ayude:

“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología, que sabía más sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf que nadie en el mundo. El maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo mandó a una guerra terrible en cuyas trincheras estuvo a punto de perder la vida. Anegado en el lodo sanguinolento, y apabullado por el estruendo del cañón y la metralla y los lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo que creó cuando muchos años después interrumpiera por un momento la calificación de un examen para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”.

El escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del Sur, es J.R.R. Tolkien (John Ronald Reuel) hoy una referencia doméstica gracias a Hollywood, pero en mi adolescencia y primera juventud vicario de un rito arcano cuyos miembros nos reconocíamos por señas secretas y conjuras pronunciadas en voz baja como esa de: “¡Frodo vive!” Hoy me asombra que haya sido hasta fines de los ochenta que encontré en mi propio país con quien hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias con, entre otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se consigna al inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero lo es de Jenny Turner, la espléndida periodista autora de Razones para amar a Tolkien.

He aquí un personaje deslumbrante y paradójico. De él se dice que era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su devoción por la filología se percibía anticuada incluso entonces. Pero la obra de este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca alzaba la voz, vestía siempre en tweed y chaleco y fumaba pipa, despertó una corriente pasional pocas veces vista en la literatura. Jenny Turner confiesa que le asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia en compañía del demiurgo de El señor de los anillos y que ya adulta si bien encuentra los libros repetitivos y “ruidosos”, éstos siguen conectándose a su espíritu de manera inquietante. “Hay una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como cuando una nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno, es un alivio infantil... que también es como un hoyo negro”. Escalofriante memoria, pero humana y generosa si la comparamos con otros juicios, como el de mi admirado Edmund Wilson: “Hipertrofiado... Un libro infantil que de alguna manera se salió de madre... Una pobreza creativa casi patética...”. John Heath-Stubbs estima que la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito Winnie Pooh, mientras Germaine Greer exclama que fue “su pesadilla”.

Vaya, pues. Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las pasiones terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un agujero en el suelo vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas durante tantas generaciones, pues a estas alturas del siglo y mal que me pese gracias al cine, la cofradía tolkiense es ya una muchedumbre. No escapa a la aguda e inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros son tan criticables, ¿por qué a tantos millones les han apasionado?

No es una pregunta fácil. El Hobbit (1937) me encontró en una librería del extranjero aún adolescente y lo compré por no dejar, por tener algo que leer en el vuelo de 13 horas que me esperaba por la noche. En el aeropuerto comencé la lectura y a la mitad del vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la secuencia, conocida como El Señor de los Anillos (1954). Una mirada crítica descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en los personajes y en la narrativa. Yo extirparía a Tom Bombadil, un personaje arbóreo que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor consecuencia en el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de algunos protagonistas así como la lógica de varios episodios (y ya que de utopías hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción de Taurus con su majadera “castellanización” de nombres que en vez de un Bilbo Baggins nos sirve un “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones asestadas a la obra del viejo profesor.)

Pero como dicen los sajones, al final del día lo que me queda es una profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo pienso, tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor. La leo y la releo; sé de memoria pasajes enteros; y cada vez que la visito descubro en ella algo novedoso. Quizá ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con otros espíritus en un nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que tiene como hilo conductor las emociones y sensaciones más humanas.

¿Y quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor? John Ronald Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África del Sur, después de un parto difícil y prolongado. A ese país habían emigrado sus padres en busca de fortuna, y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la muerte del padre en 1896, la madre regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al catolicismo y en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en la época.

La madre es un personaje fascinante por derecho propio y estoy convencido de que su personalidad impregna a los espíritus etéreos y fuertes de las pocas mujeres en la obra de J.R.R. Antes de casarse con Arthur Tolkien a los 21 años había sido misionera de la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el lector, ¡impartió catecismo en el harén del sultán de Zanzíbar!

Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre en la Inglaterra anglicana y victoriana de entonces y las consecuencias que sin duda estos hechos tuvieron sobre la sensible personalidad del niño J.R.R.. ¿Recuerda el lector a Shelob, el mefistofélico ser que en forma de tarántula gigante custodia el paso de Cirith Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo y Samwise merced a las intrigas de Gólum? Pues en Sudáfrica el niño Tolkien tuvo experiencias memorables: un encuentro con una peluda tarántula, que lo picó, y con una serpiente. Y un sirviente de la familia “lo tomó prestado” durante varios días para llevarlo a su aldea y presumirlo a su extensa parentela, con las consecuencias que el lector podrá imaginar. Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña inglesa, su estancia en las trincheras en la primera guerra mundial -donde el gas mostaza daño su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus amigos- , su vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo… toda su existencia, pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a la que asisten los enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo, Frodo y otros personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra Media.

Pero me estoy saliendo de tono. Si el viejo profesor pudiera leer estas cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría confeti, ya que detestaba a los críticos y a los exégetas... ¡y a fe mía que tenía razón! Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga (El Hobbit, El Señor de los Anillos, Las dos torres y El regreso del rey), con El Silmarilion integran una república abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor del gozo, que es la tierra de la imaginación.

Nota bene. Reuel, el tercer nombre de Tolkien (John Ronald), es un apelativo heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere decir, literalmente, “Amigo de Dios”. Sin duda el escritor lo fue.


Profesor – investigador en el Departamento

de Ciencias sociales de la UPAEP – Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com

19/11/09







De muros y murallas… mentales

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas




Si el pez por la boca muere, los políticos encuentran su cárcava en los discursos que otros les escriben.


Esto pensé al escuchar el bello opúsculo que doña Hillary Rodham Clinton, antigua primera dama y hoy secretaria de Estado norteamericana, leyó en ocasión del vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Muy sentidas frases nos sirvió la señora. Urgió a las naciones del mundo a unirse en contra de lo que llamó “nuevas amenazas globales”, animó a no ver hacia atrás sino al futuro y en una figura poética expresó que la noche que el muró cayó “no fue el fin sino el renacimiento de nuestra historia”.

He aquí otra de sus frases esplendentes: “Necesitamos integrar una más fuerte alianza para derribar los muros del siglo XXI y para enfrentar a quienes se ocultan tras de ellos: terroristas suicidas que asesinan y mutilan a niñas en camino a la escuela, dirigentes que privilegian su propio futuro por encima del de sus pueblos”.

Viniendo tal panegírico de la representante del país que consume el 20% de los recursos mundiales en beneficio del 5% de la población del planeta, sus palabras adquieren nuevos y profundos significados. ¿Será el anuncio de que Estados Unidos hará un acto de contrición y revisará su nueva doctrina de “seguridad nacional” que coloca muros en la frontera con México?

Si tal fuere el caso, y doña Hillary realmente fue sincera, quizá la veamos al frente de un movimiento para derruir el “muro de tortilla”. Entonces podría repetir su pieza oratoria en una ceremonia en El Chamizal y parafrasearse a sí misma en los siguientes términos:

“Necesitamos integrar una más fuerte alianza para derribar los muros del siglo XXI y para enfrentar a quienes se ocultan tras de ellos: legisladores que promueven leyes que atentan contra los derechos humanos de migrantes que buscan una vida mejor, dirigentes que dan la espalda a su propia historia, políticos que creen que su propio futuro está asegurado por encima del de los pueblos del mundo”.

Acerca de los muros y murallas, hace unos meses escribí algo que hoy me siento motivado a compartir, en parte, con mis lectores:

“[…] viajaría a Washington para entrevistarme […] en la Casa Blanca o en Camp David y explicar, con peras y manzanas, que en la historia de la humanidad el único muro que ha sido exitoso ha sido el de Pink Floyd. Y pondría algunos ejemplos:

“Doscientos años antes de Cristo, un tal Qin Shi Huang pensó que sería buena idea construir una muralla para detener a los nómadas que amenazaban su imperio (nómada en chino antiguo = migrante). Y como además sentía su civilización amenazada, hizo que el pensamiento no conformista fuera una ofensa capital y sentenció a miles de intelectuales a años de trabajo forzado en la construcción del muro. Pero al cabo del tiempo los migrantes de todos modos pasaron, los críticos persistieron, el mandarín tuvo que incorporar las nuevas lenguas a su sociedad y ya sabemos en qué terminó la Gran Muralla.

“Algunos siglos más tarde un francés que era ingeniero y Ministro de Guerra tuvo la genial idea de construir un muro para contener a los odiados boches (boche en galo = migrante peligroso) y así nació la Línea Maginot, con su propia red ferroviaria, cañones de gran calibre y viviendas climatizadas para la tropa; toda la estructura estaba hecha de hormigón y el grosor de los muros era el más ancho que se conocía en este tipo de edificaciones. Nomás que cuando los boches decidieron que era tiempo de avanzar le dieron la vuelta, porque los muros y las murallas tienen el pequeño inconveniente de ser estáticos. So much por ese muro.

“Más adelante, la nomenklatura a cargo del paraíso de los trabajadores en Berlín Oriental decidió que era tiempo de proteger a las masas contra la decadencia occidental (decadencia en el discurso oficial = migración indeseada). Y de nuevo la burra al trigo: levantaron un muro. Pero no cualquier muro. Fue uno de cuarta generación, de hormigón armado, de 3.6 metros de alto y con 45,000 secciones independientes de 1.5 metros cada una. Además, se protegió la frontera con una valla de tela metálica, cables de alarma, trincheras para evitar el paso de vehículos, una cerca de alambre de púas, más de 300 torres de vigilancia y treinta búnkers”.

¿Suena conocido? Creo que a Hillary nadie le ha dicho que su propio país burló el muro con un puente aéreo y ayuda económica y que, barrera de cuarta generación y todo, miles lo brincaron hasta que un día una turba iluminada lo hizo pedacitos y algunos se hicieron ricos vendiendo los trozos por varias veces su valor original.

Veamos qué tiene que decir la Secretaria con respecto al “Tortilla Wall”.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

11/11/09


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¡Ay, qué tiempos aquellos…!

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





En México, la utilización de medios audiovisuales de comunicación masiva para la movilización social tiene sus raíces en la Colonia, cuando la entonces novísima tecnología de la imprenta de tipos móviles, el no tan nuevo teatro y la música, fueron aplicados a la evangelización de los territorios conquistados. Durante la Independencia y la Reforma hay un uso estratégico de la propaganda con fines proselitistas. Las facciones en lucha echaron mano de los impresos –periódicos, folletos, hojas volanderas- para propalar sus ideas, convocar a sus adeptos y denunciar a sus enemigos: el 20 de diciembre de 1810 –tres meses después de su levantamiento-, Miguel Hidalgo funda El despertador americano como vehículo de las proclamas, exhortos, denuncias y llamados a las armas del movimiento. Los realistas responden en especie y en 1811 establecen El telégrafo de Guadalajara como órgano de contra propaganda. Abundan las publicaciones lanzadas por ambos bandos para legitimar su propia posición y denostar la del contrario. El fenómeno va a ser constante a lo largo del convulsionado siglo XIX mexicano, con vehículos de propagada como el Diario político militar mejicano de Fernández de Lizardi o el Monitor constitucional de Vicente García Torres. Durante el Porfiriato el Estado recurre a medidas legales y políticas tanto para favorecer y alinear a la prensa amiga, como para perseguir y neutralizar a las publicaciones de oposición.

Durante el Segundo Imperio y la Reforma, Porfirio Díaz alentó y financió a diversos periódicos de oposición. Pero una vez en el poder se encontró con un periodismo adverso tan vigilante y combativo, que en palabras de don Daniel Cosío Villegas, “el gobierno estaba sujeto a un escrutinio inverosímil por su pertinencia y penetración. Su autoridad fue, en el mejor de los casos, una autoridad discutida. [El régimen] debía gastar mucha de su energía y de su tiempo, y algo de sus recursos, en defenderse y en atacar. Su acción y pensamiento se concentraban en la riña política del día, descuidando la acción administrativa. Esa fue la fuente del desprecio profundo de Porfirio Díaz por la palabra y por la pluma”.

Naturalmente, Díaz no escatimó esfuerzos para domesticar a la prensa, a la que asignó como función colaborar con el gobierno en su labor de regeneración y alejar del pueblo las ideas revolucionarias. Durante el Porfiriato, poco a poco se crea una prensa burocratizada, alimentada por toda suerte de canonjías, que apoya sin ambages la política oficial, proclama la paz y reprueba las tendencias oposicionistas, en tanto que la prensa de combate, “jacobina” o “metafísica”, es repudiada como regresiva y obstruccionista: prebendas y dinero para los periodistas afines, cárcel, persecución o “muerte en caliente” para los contestatarios.

Desde la ideología oficial, la palabra escrita debía insertar en las masas la idea de que la paz y el progreso eran valores supremos alcanzables sólo bajo la tutela del gobierno. Para ello el régimen se ocupó en seducir y adular a periodistas y editores simpatizantes, mientras que además de la fuerza, creó instrumentos jurídicos que le permitieran silenciar a los opositores. Desde el inicio de la dictadura se reforman los artículos 6º y 7º de la Constitución para que fueran los tribunales del orden común los que juzgaran los delitos de prensa. Además de sanciones con multas y cárcel, se recupera la disposición de que la imprenta pueda ser declarada como instrumento de delito y cómplices los operarios de los talleres. Este rigorismo tuvo efectos inmediatos. En 1883 la república contaba con cerca de 300 periódicos. En 1891 se habían reducido a 200. Sólo en el D.F., Veracruz, Tamaulipas, Yucatán, San Luis Potosí, Jalisco, Puebla, Sinaloa y Chihuahua, había periódicos diarios.

Una política semejante se aplicó al sector ilustrado, el más proclive a la crítica. Francisco Bulnes notó que “al restaurarse la República, sólo el 12% de los intelectuales dependía del gobierno. Diez años más tarde aumentó al 16%. Antes de la caída de Díaz, un 70% vive del presupuesto”. Javier Garcíadiego recuerda que “Díaz había logrado la despolitización de la sociedad mexicana. Sin embargo, la aparición de un grupo que a principios de siglo exigió la aplicación de los preceptos liberales, los efectos divisivos de la restauración de la vicepresidencia, las represiones a los obreros de Cananea y Río Blanco, la crisis económica de 1907, la entrevista al periodista Creelman, las ríspidas contiendas electorales de 1909 y el propio envejecimiento de Díaz, que hacía indefectible la competencia sucesoria, provocaron la repolitización de buena parte de los mexicanos, condición que facilitó la labor animadora de Madero”.

Los actores de la Revolución de 1910 comprendieron el valor estratégico del uso de los medios con fines de propaganda. Francisco I. Madero recurrió a la letra impresa para agitar a favor de la causa anti reeleccionista, y una vez en la Presidencia fue blanco de feroces campañas orquestadas a través de la prensa porfirista a la que el Apóstol se había negado a censurar. Francisco Villa dio facilidades para el uso del recién descubierto cinematógrafo en sus campañas y además cobró por ello. Venustiano Carranza operaba un aparato de propaganda extendido y complejo. Obregón gustaba de mantener una relación personal con los periodistas y escribía en los diarios de la época. Lázaro Cárdenas echó los cimientos para el sutil control oficial de los medios que sigue vigente en nuestros días…

En las películas de Joaquín Pardavé los personajes frecuentemente suspiran por “aquellos tiempos mejores”. Hoy tal vez sean los políticos, los asesores, los ingenieros sociales y los jefes de los grandes consorcios de comunicación, quienes se duelan: “¡Ay, qué tiempos aquellos, señor don Simón!”


Profesor – investigador en el Departamento

de Ciencias Sociales de la UPAEP – Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com

4/11/09









El dolor

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



En memoria del gran Orlando de la Rosa.



El dolor no tiene explicación. Lo sufrimos, pero si queremos entenderlo no ternemos palabras que lo descifren. Para nombrar algo que nos desgarra y quiebra contamos apenas con unos cuantos pobres y limitados vocablos. Si grito: “¡me duele!”, puede ser lo mismo un golpe que el vacío que deja la muerte, la tristeza por el sufrimiento ajeno, o la pérdida del amor.

El dolor es nuestro gran y perenne acompañante. Siempre con nosotros, nos descubre a la primera luz y cierra nuestros párpados en el instante en que nos disolvemos en la eternidad. Es el sudario del fugaz paso por este mundo que algunos llaman valle de lágrimas. Nada más humano que el dolor. El dolor es tan nuestro, que si le ponemos medida, resulta más largo que la vida y más intenso que el amor.

“Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!” Así se quejaba Job nada menos que de la violencia del Altísimo.

Pero tal vez esta murmuración sin esperanza encierre una posible solución al dilema del dolor. La palabra es la luz. El silencio las tinieblas. La palabra es el dolor pero también el silencio lo es. En las entrañas de esta paradoja busquemos la respuesta a la elusiva comprensión del dolor.

Porque hemos querido explicarlo en lugar de vivirlo, porque queremos describirlo en lugar de aceptarlo, nos aprisiona y nos conduce por el más lastimero de los senderos. Si hablo, no encuentro alivio a mi dolor. Si callo ahí permanece, quemándome las entrañas y triturándome los huesos.

¿Estamos entonces ante una más de las inapelables miserias de nuestra existencia? La palabra, lo más humano de lo humano, con lo que nombramos al mundo por el que transitamos, es a la vez descripción y causa eficiente del dolor. “Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!”

Esa pregunta tiene un timbre banal y necio y sin embargo debemos formulárnosla. El dolor no puede ser pasajero. El dolor es una condición tan humana como respirar.

El dolor nos duele de muchas formas. Todas inefables aunque pretendamos lo contrario. Entre las más profundas está aquella que acompaña a la muerte de un ser querido porque anticipa nuestra propia finitud y hace real lo que antes sólo fue la sospecha de que el tiempo no es nuestro, nos fue prestado y se nos escurre entre los dedos.

Por eso es que nada podemos decir a quien sabe que nunca más en esta vida escuchará aquel timbre de voz ni sentirá el calor de esa mano sobre la suya. Nada, realmente. Sólo podemos ofrecer compasión. Sólo nos es permitido desear que el sufrimiento se temple en la certeza de que con la muerte lo único que acontece es que alguien ha dejado de estar aquí... mientras los demás aguardamos nuestro propio ocaso.

El dolor por lo inconcluso es quizá más intenso porque es a la vez padre e hijo de la desesperanza. Es la palabra no dicha, la confesión reprimida, el perdón negado. Dice un verso de Cernuda que el amor es lo eterno y no lo amado. Entonces el dolor no nombrado es eterno.

Hay heridas que uno arrastra consigo hasta la muerte, y sólo cabe ocultarlas ante los demás. Quizá algunas heridas nos acompañen al más allá. Pienso en las últimas palabras de Isaac Bábel frente a los negros ojillos del pelotón de fusilamiento: “¡Permítaseme terminar mi trabajo!” No pedía clemencia. No rogaba por su vida o por su pequeña hija. Era un grito de dolor por aquello que dejaba pendiente en el amargo camino de la vida.


Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

28/10/09


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