Indiferencia a la política

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Para Froylán Flores Cancela y todo el equipo de Punto y Aparte.



Las discusiones que provocó y el ambiente que generó el presupuesto para 2010, crisparon a la nación. Primero los pobres fueron sacados del olvido y con su miseria se tejió un estandarte que el Presidente enarboló con bizarría hasta que las negociaciones del martes 20 y la sustitución del 2% por el IVA de 16% obligaron a arriar el blasón y a depurar el discurso oficial: los pobres regresaron al olvido en que se encuentran. Ciro Gómez Leyva (Milenio, 22 de octubre) recogió un sentir generalizado: “Nada. Ganaron los burócratas. Los demás, a pagar impuestos a cambio de nada. Los burócratas se burlarán y dirán que, claro, a nadie le gusta pagar impuestos y que sin su paquete las cosas se pondrían peor. Cuánta mediocridad. Lo dicho: con esta generación de políticos no se puede ir lejos. Son la generación del fracaso.”

En 1914 apareció Introducción a la política, obra temprana y notable de Walter Lippmann. El prólogo de este ensayo, 96 años después, parece el espejo del recién vivido episodio mexicano. A quienes Gómez Leyva llama burócratas, Lippmann denomina “reformistas”. La frialdad con la que 480 diputados aprobaron las alzas a los impuestos -sin un guiño a “los pobres”- dice que algo está podrido en Dinamarca. Leamos:

“El más acerbo juicio que hoy se endereza a la política es la indiferencia. Cuando los hombres y mujeres comienzan a sentir que ni las elecciones ni las legislaturas importan mucho y que la política es una suerte de ejercicio pasajero y sin importancia, el reformista debiera hacerse una introspección. La indiferencia es una crítica que sobresee a las oposiciones y a las controversias al llamar a cuentas al mismo método político. Los dirigentes sociales reconocen esto. Saben que no hay un ataque tan demoledor como el silencio, que ninguna invectiva es tan devastadora como la sabia e indulgente sonrisa de los ciudadanos indiferentes. Ávidos por creer que todo el mundo tiene un interés semejante al suyo, llega el momento en que incluso los reformistas se ven obligados a aceptar la extendida sospecha del hombre medio de que la política es un espectáculo en donde hay mucho ruido vano. Pero tales momentos de iluminación son raros. Se dan en escritores que comprenden cuán amplio es el público que no lee sus libros, en reformistas que se atreven a comparar el padrón de afiliados de su organización con el censo de los Estados Unidos. Quienquiera que haya sido beneficiado con tal instante de luz sabe lo exquisitamente doloroso que es. Para sobreponerse a él las personas por regla general recurren al antiguo alivio de la autodecepción: se quejan de la inmovilidad de las masas y de la apatía popular. En tono más intimo, dirán que el ciudadano común es ‘una persona irremediablemente ensimismada’.

“El reformista mismo no carece de insensibilidad cuando da credibilidad a la ficción de una masa popular que se abarrota en torno a los servicios cablegráficos y exige las noticias del día antes de que sucedan, que se agita al borde del pánico ante el discurso descarnado del financiero y establece una nueva religión más o menos cada mes. Pero a poco la autodecepción deja de reconfortar. Esto sucede cuando el reformista se percata de cómo la indiferencia hacia la política comienza a anidar en algunos de los espíritus más alertas de nuestra generación, y se integra a la conducta de hombres tan capaces como cualquier reformista de amplios y originales intereses. Pues entre las mentalidades más agudas, entre los artistas, científicos y filósofos, hay una notable inclinación a hacer virtud de la indiferencia política. La adhesión demasiado apasionada a los asuntos públicos se percibe como conducta algo superficial, y al reformista se le trata con la condescendencia de un individuo bien intencionado pero más bien aburrido. Esta es la crítica de hombres ocupados en labores legítimamente creativas. Con frecuencia no es exteriorizada y más que ocasionalmente el artista o el científico se unirán a un movimiento político. Pero en las profundidades de su alma vive, sospecho, un sentimiento que dice al político: ‘¿Por qué tanto afán, hombrecito?’

“Nada además es tan revelador que el doloroso afán con el que muchas personas se allegan un conocimiento de la cosa pública porque tienen conciencia y desean cumplir con su deber ciudadano. Luego de leer un número de artículos sobre asuntos tarifarios y abrirse paso entre la metafísica de la cuestión monetaria, ¿qué hacen? Se vuelven con mayor energía hacia algún interés humano espontáneo […] Pero hacia los asuntos del Estado […] su interés es más bien tibio, nacido de un sentimiento del deber y pronto abandonado con una sensación de alivio.

“Tal reacción podría no ser tan deplorable como parece. Tome su periódico, lea la crónica parlamentaria, repase mentalmente los ‘temas’ de la política y luego pregúntese si el hombre promedio es de culpar si lanza una mirada divertida al desastre anunciado y se rehúsa a dar al político el beneficio de su propia evaluación retórica. Si los hombres no encuentran interesante a la cosa pública, ¿no será que la cosa pública no es interesante? Tengo más o menos un interés profesional en los asuntos públicos; es decir, he tenido oportunidad de estudiar la política desde el punto de vista de quien intenta captar la atención popular para llevar a cabo alguna reforma. Al principio era una confesión difícil, pero entre más vi de la política a primera mano, lo más que respeté la indiferencia pública. Había algo fastidiosamente trivial e irrelevante en nuestro entusiasmo reformista, y una dolorosa justicia en la crítica semiconsciente que se rehúsa a colocar a la política entre las actividades humanas genuinamente creativas. La ciencia es válida, el arte es válido, el más humilde ayudante de laboratorio desempeña un trabajo válido, quienquiera que se haya expresado a través de la belleza tiene valía. Mas la política es un drama personal carente de significado o una vaga abstracción sin sustancia.

“Sin embargo está el hecho, incontrovertible como siempre, de que los asuntos públicos sí tienen una gran e íntima consecuencia en nuestras vidas. Nos construyen y nos desarman. Son el cimiento del vigor nacional mediante el cual las civilizaciones maduran. Lo urbano y lo rural, las fábricas y el recreo, la escuela y la familia, son poderosas influencias en cada vida, y la política está directamente conectada con ellas. Si la política es irrelevante, ciertamente no es porque los asuntos que trata lo sean. Los asuntos públicos gobiernan a nuestro pensamiento y a nuestras acciones sutil y persistentemente.

“Llegué a la conclusión de que el problema radica en la manera en que la política se ocupa de los intereses nacionales. Si los asuntos públicos parecen divagar sin rumbo, sus resultados, no obstante, son de la mayor consecuencia. En la cosa pública las penas y las recompensas son tremendas. Quizá la aproximación esté distorsionada. Quizá suposiciones acríticas han nublado la verdadera utilidad de la política. Tal vez se pueda generar una actitud que logre acaparar una atención nueva. Pues existen, creo, errores de nuestro pensamiento político que confunden la actividad vana con los logros legítimos, y dificultan que las personas entiendan en dónde deben participar. Quizá si pudiéramos ver a la política bajo una nueva luz, atraparía a nuestros intereses creativos.”

Quien tenga oídos… etc., etc. Amén.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

22/10/09


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El anhelado premio

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Hicieron un desierto y le llamaron paz.
Tácito.



La semana pasada amanecimos con la novedad de que el señor Obama recibió el premio Nobel de la Paz. Sensacional hallazgo éste de los sabios del comité, ya que incluso el galardonado se declaró “humildemente” sorprendido, lo cual habla de cómo los demás recibimos la noticia. Parece ser que los sabios consideraron las buenas intenciones expresadas por don Barak para aplicar el inconmensurable poderío norteamericano en la construcción de un nuevo Edén, propósito loable desde donde se le considere. Otras voces más autorizadas que la mía ya analizarán la cuestión desde la alta política. Yo me limito a solicitar que se me otorgue el Nobel de Literatura, pues si bien mi obra está lejos aún de la perfección, tengo todo el propósito de alcanzar la cima creativa en los próximos años y la presea y el dinero mucho me servirán en mis buenas intenciones. Mis lectores en Estocolmo estarán atentos a las reacciones que sin duda esta petición levantará en los círculos literarios del Comité.


Ya en tono más propio de un columnista, pienso que los políticos debieran estar vetados para recibir el premio de la paz, puesto que con más frecuencia que no representan la antítesis de ese propósito. Churchill era un guerrero que hirió de muerte a la raza aria nazi, pero fue reconocido por su extensa obra publicada y recibió el Nobel de literatura. Hagamos un repaso de algunos sospechosos comunes recipiendarios de la anhelada presea, norteamericanos todos como el recién laureado Obama, para constatar si tengo o no razón:

En 1906 fue Teodoro Roosevelt, uno de los más grandes racistas e imperialistas norteamericanos de los siglos XIX y XX, padre de la política del gran garrote, supremacista de corazón convencido del derecho divino de la raza blanca para someter a los morenos y negros -entre ellos, of course, a los mexicanos- cuyos escritos pudieron haber sido firmados al alimón con el llorado Johannes G. Strijdom y prologados por Joseph Conrad o Rudyard Kipling. Roosevelt renunció a la subsecretaría de la Armada para ir a matar españoles a Cuba –remember The Rough Riders- y como Presidente tiempo le faltó para pacificar a más países levantiscos. Eso sí, obtuvo un tierno sobrenombre: “Teddy”, como a la fecha se conoce a los adorables ositos de peluche. Quizá por ello el premio.


En 1912 correspondió a Root Elihu, a quien nadie recuerda ya, pero que tuvo entre sus méritos ser secretario de Guerra con McKinley, secretario de Estado y por lo tanto mano ejecutora de “Teddy”, ampliador de la academia naval de West Point y fundador del colegio de guerra de la Armada. Debió ser buen cristiano y amigo de los pobres, sin duda.


En 1919 tocó a Woodrow Wilson, el presidente intelectual –fue rector de Princeton y primer graduado del doctorado en ciencia política- quien ordenó la invasión de Veracruz porque odiaba a Huerta y quería salvar a los brownies de la dictadura. Debemos a su visión geopolítica –sumada a las de Lloyd George, Clemenceau y Orlando- la partición del mundo en las conferencias de París que llevó directamente a la segunda guerra mundial. Entre sus desplantes destaca que se negó a recibir a un luchador social vietnamita que se presentó en la legación norteamericana, levita y sombrero de copa alquilados, para pedir la ayuda del profesor en la lucha anti colonial de su tierra. ¿Su nombre? Ho Chi Minh. Well done, my boy!


En 1945 fue Cordell Hull el ganador, mejor recordado como el imperialista secretario de Estado del otro Roosevelt, Franklin, quien blandió su propio gran garrote contra Cuba primero, Lázaro Cárdenas después y un largo etcétera a continuación. De no haber sido por la radical oposición de Josephus Daniels y la poca simpatía que se tenían los petroleros y Franklin Delano, Hull no hubiera descansado hasta construir a punta de bayonetas en la costa del Golfo de México un “Estado asociado”, semejante a Puerto Rico, en territorio que afortunadamente sigue siendo de Veracruz y Tamaulipas. ¡El petróleo bien vale una misa!


En 1953, el comité pensó que sería adecuado reconocer al general George C. Marshall, el homónimo de aquel programa de cristiana y desinteresada ayuda a la destrozada Europa después de la segunda guerra mundial. Don George, militar de gran eficacia, se declaraba un poco sorprendido cuando se le atribuía a él la paternidad del “Plan Marshall”. Parece que entre los expertos del Departamento de Estado y los herederos de George Creel nació la feliz idea de que el plan, que tenía como propósito sólo el bienestar de la población, y jamás pretendió construir los mercados norteamericanos de la postguerra, se beneficiara del prestigio del militar que además fue Secretario de Estado. Ejemplar altruismo.


En 1973, el profesor Henry Kissinger fue el distinguido. ¿Cómo caracterizar a este personaje que fuera íntimo del íntegro y transparente Nixon y de quien Gore Vidal dijo que de no haber sido por su extraordinaria capacidad para el oportunismo hubiera terminado sus días empeñado en la redacción de “El hijo de Metternich”? Quien desee documentarse sobre sus méritos sólo tiene que revisar las grabaciones de Watergate para darse cuenta de la clase de rufián que fue galardonado.


¿Y qué decir del “bienintencionado” de Jimmy Carter? Tal vez que, como Obama, quería “echarle muchas ganas” y estaba en su mejor intención terminar de una vez y para siempre con el peligro nuclear que pende sobre la cabeza de la humanidad como una “Spangled Banner” de Damocles…


Dice Carlos Fuentes (Reforma, 8 de octubre) que el premio dará a Obama el espacio político y anímico para impulsar su programa de paz. Yo no soy nadie para discutir con Fuentes -cuya obra tengo en la más alta estima pese a su famosa sentencia de “Echeverría o el fascismo”- pero francamente debo expresar aquí y ahora mi disenso con el laureado escritor. Veamos qué rumbos toma la ocupación norteamericana de Irak.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

12/10/09


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Bienaventurados los pobres…

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



“El señor Don Juan de Robres, con caridad sin igual, hizo este santo hospital… Y también hizo a los pobres”.
Atribuido a Ruiz de Alarcón



Yo no soy de los que piensan que el señor Secretario de Economía exagera cuando dice que hay mexicanos que se están saltando una comida y niños que llegan a la escuela con sólo una taza de té en el estómago. Lo que me tiene con la boca abierta es que don Gerardo y el Presidente hayan descubierto que una porción mayoritaria de la población de la decimotercera potencia industrial del planeta vive en la miseria y, a falta de proyecto, ideas y propuestas, hayan incorporado este dato a la campaña de propaganda que pretende enmendar, por la vía cosmética, una crisis de la que la clase política, y no “factores externos”, es solidaria responsable.

Ruiz Mateos es el deleite de los columnistas políticos. Casi cada vez que dice algo en público da sustancia para un alud de análisis. No recuerdo un caso parecido desde que el llorado Oscar Flores Tapia deleitara al respetable. Es tanto así, que he llegado a pensar que en realidad desempeña deliberadamente un rol distractor diseñado en el “war room” de Los Pinos.

Previo a su hallazgo de los pobres, Ruiz Mateos aseguró el 19 de febrero que antes de Calderón (presumiblemente durante el sexenio de Fox) la penetración del crimen organizado en “las entrañas” del gobierno era tan seria, que “el próximo presidente de la República iba a ser un narcotraficante”. El 11 de marzo fue contundente en garantizar que “nada detendría” el apoyo de 40 mil millones de pesos para defender a la pequeña y mediana empresa y celebró la salvación de 100 mil empleos. El 16 de marzo nos insufló de fervor patrio con el anuncio de las “represalias” asestadas a los gringos por incumplir los términos del TLC (“represalias” de las que nadie ha vuelto a hablar, por cierto) y el 28 de julio fue al Senado con la buena nueva de que la crisis mundial y doméstica había tocado fondo y que las políticas a su cargo habían permitido conservar un millón 100 mil empleos. Uno se pregunta en qué momento de la actual administración, pese a las hazañas antes descritas, el número de pobres pasó de 14 a 20 millones, según admisión del propio Calderón el 3 de octubre. Habrá que estar sintonizados para escuchar la siguiente explicación de don Gerardo.

El problema de los tecnócratas es que operan en la asepsia intelectual y política. Perciben el efecto (el crecimiento de los pobres), pero son incapaces de ligarlo a la causa (pobres políticas, corrupción, impunidad, desigualdad, favoritismos). Proponen su solución (IVA generalizado más 2% al que ya existe) y si la realidad no se cuadra (rechazo colectivo), peor para la realidad. Como son administradores coyunturales y no estadistas, no pueden encabezar el gran movimiento popular que las circunstancias del país exigen y que debiera iniciar con el reconocimiento de lo equivocado y lo torcido para sanarlo.

Por ejemplo, para gastos de “la transición” el presidente electo Calderón gastó 15 millones de dólares de los que no se rindieron cuentas, según revela el reportero Daniel Lizárraga en un libro de próxima aparición. Para los mismos fines, el presidente electo Obama dispuso de cinco millones de dólares, etiquetados a partidas específicas. Allá los ricos prudentes, acá los pobres manirrotos. El país es rehén de camarillas sindicales corrompidas hasta el tuétano y el gobierno busca alianzas con ellas en lugar de llevarlas ante la ley. El sistema de recaudación es uno de los más ineficientes y menos modernos, pero la autoridad prefiere no tocar a los privilegiados y carga la mano a los indefensos. Padecemos una clase política ineficiente y vampiresca que no rinde cuentas ni las rendirá pronto, y el gobierno prefiere responsabilizar de nuestros males a “las crisis que nos llegan del exterior”
Desde la óptica tecnócrata, el mundo se arregla con modelos econométricos. Nada de cursilerías como la sangre, el sudor, el trabajo y las lágrimas ofrecidas por un Churchill para salvar a su país, ni del compromiso personal de un Cárdenas colocado al frente de ejidatarios y obreros para repartir la tierra y nacionalizar el petróleo. ¿Alguien esperaría que el Presidente, indignado por el estado de cosas, anunciara la reducción de los salarios del gabinete a la mitad, la inscripción de todos los funcionarios en el ISSSTE como única prestación, el corte de teléfonos celulares y el traslado de gastos de comida y transportes al bolsillo de la aristocracia administrativa, cargos a funcionarios sospechosos de corrupción y señalamiento de responsabilidad para altos políticos del pasado inmediato, incluyendo a ex presidentes? ¿Podríamos esperar que el Senado anunciara la venta a particulares, para ahorrar recursos, del edificio que se está construyendo en la esquina de Reforma e Insurgentes a un costo multimillonario justo a la mitad de “la crisis que nos llegó del exterior”?

Se termina el espacio y esta lista de buenos e ingenuos deseos podría continuar para siempre. Todos sabemos qué es lo que se debe hacer para recuperar el rumbo de México, pero ello requeriría de verdaderos dirigentes, mujeres y hombres que piensen primero en el bien del país y del pueblo antes que en sus propios intereses y sean capaces de transmitir emoción a las mayorías y detonar movimientos populares. Usar el nombre de los pobres en vano para justificar el fracaso y la pérdida de rumbo es una evidencia más del terrible estado de cosas al que hemos llegado.



Profesor – investigador en el Departamento

de Ciencias sociales de la UPAEP – Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com

00/00/09