Manuel Buendía, in memoriam

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas



Para Gaby, orgullo de su papá.



Cada año, en la misma fecha, publico la misma columna. Sólo actualizo el tiempo transcurrido. Es la machacona esperanza de que algún día sabremos la verdad: quién tomó la decisión, quién organizó el operativo, quiénes consiguieron el arma, planearon la emboscada y jalaron el gatillo; quiénes protegieron –o eliminaron- a los pistoleros.

¿Los que purgaron condenas por el homicidio, recientemente liberados, fueron realmente los responsables? Un juez así lo consideró y al parecer habría otros motivos para mantenerlos en prisión. El supuesto autor material negó siempre su participación y el sentido común dice que el o los autores intelectuales escaparon a la justicia y que la muerte del periodista fue parte de un complot que por supuesto nadie está en condiciones de documentar. La conjetura de una maquinación se fortalece por las circunstancias tan poco claras en que se dictó la liberación de José Antonio Zorrilla Pérez, convicto como autor intelectual, y Juan Rafael Moro Ávila, convicto como autor material.

Si no ley, una constante de la historia es que los asesinatos políticos nunca se esclarecen del todo. Y los de los periodistas creo que jamás. Recuerdo la muerte de George Polk en 1948 en Salónica, Grecia, caso perturbadoramente análogo al de Buendía. Un periodista incómodo para todas las facciones en pugna en un momento de grandes tensiones políticas - incluidos los gobiernos griego y norteamericano-, fue ejecutado. Hubo un clamor generalizado; se constituyeron comisiones de investigación; la justicia prometió llegar hasta las últimas consecuencias; se crearon galardones en su memoria; algunas personas fueron acusadas… y la verdad, como en México desde 1984, no se supo jamás. De la Madrid, el hoy arrepentido boquiflojo que en su sexto informe, desde “la más alta tribuna del país”, exclamó que su gobierno no era “ni cómplice ni silencioso” en el asesinato de Buendía, tiene quizá la última oportunidad de limpiar su imagen ante la historia. La justicia amparó a Zorrilla y Moro, los culpables oficiales. Si no lo fueron, que De la Madrid revele quiénes fueron. De Bartlett, el recién renacido demócrata, sería mucho esperar un acto de contrición política.

Es asombrosa la estupidez de quienes creen que mediante la eliminación de periodistas pueden protegerse a sí mismos o poner remedio al enojo, al desasosiego o a la inquietud social. Una y otra vez el resultado es, para ellos, contraproducente, porque la memoria y la palabra no pueden ser asesinadas. Manuel Buendía ya era un símbolo cuando aún no exhalaba el último aliento.
Mi columna de cada año, actualizada:
“Hace 25 años murió asesinado Manuel Buendía Tellezgirón.

“Aquel 30 de mayo de 1984 fue miércoles. Por la tarde, el autor de “Red Privada” -la columna cuyo nombre se ha hecho sinónimo de lo mejor de nuestro periodismo- abandonó la oficina que rentaba en un viejo edificio de Insurgentes, a la altura de la Zona Rosa en la ciudad de México, y se dirigió al estacionamiento público en donde guardaba su auto. Ahí, en la puerta, fue emboscado. Un sicario lo ultimó de cinco tiros por la espalda.

“El día pardeaba. Vehículos y peatones congestionaban la principal avenida de la capital. El crimen, a propósito frente a testigos, fue en realidad una ejecución, una advertencia. Las fotografías del cadáver de Buendía en una acera le dieron la vuelta al país y al mundo: en aquel México tal era el fin que aguardaba a los practicantes de un periodismo crítico, analítico y, sobre todo, independiente.

“Veinticinco años han transcurrido y mucha agua ha pasado bajo nuestros puentes. Hoy reconfirmamos que la muerte de don Manuel fue ejemplar, pero no en el sentido en que quisieron sus asesinos. Un instante después de la primera oleada de dolor y miedo, en el periodismo mexicano se refrendó el compromiso con la libertad. Y conforme pasan los años, nuevas generaciones de periodistas encuentran en Manuel Buendía un ejemplo de ética, valentía y rigor profesional y personal. El sigue entre nosotros por la sencilla razón de que la esencia del periodismo en el que él creía sigue siendo la misma.

“Recordamos a Buendía de muchas maneras. Su cálida amistad y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: ‘Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: ‘Hoy he descubierto algo importante, pero... ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!’

“Un hombre comprometido y eficaz. Un periodista preocupado por definir el oficio: ‘El periodismo no nos permite vivir de ‘lo que fue’, de ‘lo que el viento se llevó’. Al contrario: nos obliga a vivir para lo que es. Un periodista no puede permitir que sus amigos le organicen, como a un pintor, exposiciones retrospectivas’.

“’Tampoco podemos arrullarnos, como las viejas actrices, en la nostalgia del álbum fotográfico o en el recuerdo de aquellas marquesinas que bordaban nuestro nombre con foquitos de colores. Ni andamos por ahí como los veteranos de una guerra ya olvidada, luciendo antiguas condecoraciones y un atuendo pasado de moda’.

“’Los periodistas, como el combatiente sin relevo, vivimos y morimos con el uniforme de campaña puesto y el fusil humeante entre las manos’.

“’Dicho de otro modo menos melodramático: los militantes del periodismo -por vocación y por destino- tenemos que ser, aquí y ahora, y para nosotros ser significa publicar, hacernos oír, ya sea desde una gran cadena de periódicos, o en una modestísima revista provinciana y hasta en una simple hoja volandera’.

“’Mi homenaje, pues, a tantos colegas que no alcanzan fama ni honores, pero que jamás han desertado del deber profesional un solo día’.

“Hay hombres que forjan sus propias leyendas. En el periodismo de vez en cuando surgen figuras que rompen los moldes no como un reto, sino porque ello es parte misma de su naturaleza. Manuel Buendía fue de esa estirpe.

“Lo recordamos siempre.”


Molcajeteando…
Manuel Buendía sigue entre nosotros. Su visión del periodismo es hoy tan vigente como cuando él ejerció el oficio. Aquí un fragmento de una carta que dirigió a la redacción de La Prensa a mediados de los años sesenta, cuando era director de ese periódico:

“Es preciso, señores, que cada uno de nosotros admita francamente lo que, por otra parte, es realidad ineludible de nuestra profesión: el periodista no termina de hacerse. Nuestro perfeccionamiento es brega cotidiana. Hasta el último día de nuestra existencia estaremos transformándonos. Es un mentiroso ególatra el que afirme que ya alcanzó la cumbre de su perfección y que desde ahí va a ejercer el magisterio sobre inferiores que lo rodean, o que a su torre de marfil no puede llegarle una sola amonestación, un solo señalamiento de imperfecciones.

“Y si la realidad ineludible es que todos los días ascendemos en el camino de nuestro perfeccionamiento profesional, ¡cuánta mayor devoción debemos poner en esta tarea vital, si tenemos presente la obligación de entregar a La Prensa lo mejor de nosotros!

“¿Qué debemos hacer para transformarnos en buenos redactores, o de buenos en mejores? ¿Cuál es el camino para adquirir un estilo vigoroso y ágil? ¿En qué consiste el secreto para superar las imperfecciones -grandes o pequeñas- de nuestro estilo actual?
“Bueno, la verdad es que todos conocemos el camino y el secreto.
“Partamos de que el estilo es parte imitación y parte creación. En otras palabras: no hemos inventado nada; pero sobre cimientos que consideramos dignos de adoptar, hemos edificado lo propio, lo que lleva impreso el sello de nuestra personalidad.

“Cuando empezamos a escribir, lo hicimos siguiendo -consciente o inconscientemente- un molde, a veces íntegro, a veces formado por fracciones de varios. Y a veces, con el transcurso del tiempo, es ya imposible precisar cuál fue la influencia dominante que recibimos, o las fuentes originales en las que abrevó nuestro estilo. Pero lo cierto es que esas fuentes, esas influencias, están ahí, inmersas en nuestro modo particular de manejar el lenguaje.

“Creo que, si esto es así, debemos mantener el espíritu sensible y en contacto con los modelos que ahora -con la experiencia adquirida- podemos seleccionar mejor, a la luz de nuestros propios conocimientos, para tomar -no servilmente, sino con instinto creador- aquellos datos primarios, aquellos gérmenes, que se transformarán más tarde en frutos de nuestro propio árbol”.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

27/5/09


sanchezdearmas@gmail.com




¿Para qué sirve la literatura?

Miguel Ángel Sánchez de Armas


A la memoria de Elías Montañez, cuyas cenizas
se mecen al vaivén de las dunas de Samalayuca.



¿Para qué sirve la literatura? Cuando yo era joven servía para que una mi abuela me azotara con vara de membrillo mientras recitaba la letanía: “¡Te-vas-a-quedar-ciego-de-tanto-leeeeeeer!” Ya mayor, para que una mi tía grande afligiera a mi madre con la acusación de que había dado a luz a un haragán que prefería los libros al trabajo. Y en la vida adulta, para que algunas muchachas pensaran que un analfabeto es preferible a un tipo que lee hasta las cuatro de la mañana; o para que mi pequeña hija exclamara frente a toda la familia: “Mami, ¿verdad que mi papá no trabaja?” Concedo que hay extremos. Mi querido Pit Reyes, de feliz memoria, solía leer incluso durante la comida. Cuando sus hijos le reconvinieron, respondió que si él no leía ellos no comían. Se zanjó la disputa y los jóvenes estudiaron contabilidad y economía.


La pregunta “¿Para qué sirve la literatura?” ¿es una necedad indigna de ocupar el tiempo de los lectores y los espacios generosos que JdO recibe cada semana en tantos medios?


Quizá no. La literatura sí tiene una función. No sirve en el sentido utilitario de los productos que la publicidad nos propone a toda hora. Sirve en cuanto faro que nos señala un camino, nos permite conocernos, nos abre la puerta a mundos fantásticos y ahuyenta la sobrecogedora sensación de que sólo estamos en esta tierra para comer y reproducirnos. ¿Romántica y absurda idea? Hay quien da testimonio de que un libro cambió su vida. Quien que en el hilado de imágenes de una poesía encontró la explicación a sentimientos que le tenían agobiado. Para ellos la literatura tuvo un sentido. Una utilidad, si se quiere ponerlo en este término.


La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y frecuentemente espléndidas disquisiciones. Tomemos por ejemplo a Henry Miller. De entre su obra, Los libros en mi vida es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de este autor. El escritor no defiende en él sus preferencias literarias, sólo las presenta: cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué. Dice Miller que el libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Que los libros deben mantenerse en constante circulación, como el dinero. Que el libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. Que enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza.


Goethe estaba convencido de que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir. Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros. Samuel Johnson, según sus contemporáneos, no leía libros sino bibliotecas.


En La tentación de lo imposible, Mario Vargas Llosa toma como pretexto el análisis de la compleja trama de Los miserables para plantearse la pregunta que todo escritor se hace alguna vez y que para todo dictador, grande, pequeño, eficaz o fracasado, es una pesadilla: ¿es subversiva la literatura? Y aquí encuentro otra función de las letras (de la literatura y de los libros, contenido y continente): salvaguardar la esencia de lo humano.

“¿Por qué destruyen libros los hombres?”, se pregunta con inocencia conmovedora (¿o malicia?) Fernando Báez en su ensayo, para responderse a sí mismo: “Tal vez... los motivos profundos estén en una declaración de Fred Hoyle, astrónomo y novelista. En De hombres y galaxias, escribió que cinco líneas bastarían para arruinar todos los fundamentos de nuestra civilización. Esta posibilidad terrible, impertinente, codiciosa, nos aturde y no habría razones para no pensar que, tras la excusa autoritaria, se esconda la búsqueda obsesiva del libro que contenga esas cinco líneas.” T.S. Eliot observó (¿o fue William Carlos Williams?) que cuando Platón propuso que alma y materia son entes distintos, puso en circulación una idea que trastocó al mundo y desató una polémica que llega a nuestros días transportada en grandes obras, entre ellas las de San Agustín, la de Descartes y, más recientemente, la del premio Nobel John Eccles.

¿Hay que insistir en los libros que diseminaron ideas que cambiaron el curso de la humanidad? Darwin, Marx, Einstein, Freud, Curie, serían algunos de los pensadores cuyas ideas puestas sobre papel desataron fuerzas que alteraron el rumbo de la civilización. En el sobrecogedor documental La niebla de la guerra, Robert S. MacNamara, secretario de la Defensa con Kennedy y con Johnson, -y uno de los actores de la crisis de los misiles que puso al mundo literalmente al borde del holocausto nuclear- revela que durante una reunión del Consejo de Seguridad Nacional el Presidente ordenó a su gabinete leer Los cañones de agosto de Barbara Tuchman. “Kennedy nos dijo: ‘¡esto no nos va a pasar a nosotros!’.” Tuchman describe cómo los generales europeos, atrapados en un tiempo pasado, pusieron en movimiento fuerzas que después no pudieron controlar y llevaron a la primera guerra mundial, “la más evitable de todas las guerras”, en el juicio de Churchill en otro gran libro: La tormenta que se avecina.

La memoria colectiva comenzó a dejar rastro escrito por primera vez hace cinco mil 300 años. Y de inmediato, casi como un reflejo, inició la destrucción de esas tablillas primigenias. Y sí, desde la intolerancia que acabó con la gran biblioteca de Asurbanipal hasta las bombas que destruyeron las bibliotecas y museos de Bagdad en la guerra del Golfo, pasando por las prohibiciones y quemas de libros de todas las grandes religiones y de todos los sistemas políticos, el autoritarismo nos está diciendo que la palabra y los libros, es decir, las ideas, son un peligro porque sirven para hacernos libres. Como yo, francamente, no encuentro diferencia entre quienes enviaron a la hoguera los manuscritos inéditos de Isaac Bábel y los que pretendieron prohibir la circulación de Ulises o la de Cariátide, deduzco entonces que la literatura sí tiene una utilidad.



Molcajeteando…

A mediados de 1928 Xavier Villaurrutia escribió a Edmundo Valadés: «¿Tendré que citar de memoria la frase de San Mateo que apren­dí en André Gide acerca de la salvación de la vida? “Aquel que quiera salvarla, la perderá –dice el evangelista-, y sólo el que la pierda la hará verdaderamente viva”. Releyendo una pági­na de Chesterton, encuentro algo que es, en esen­cia, idéntico pero que se acomoda mejor a la crisis del espíritu en que usted parece hallarse: “En las horas críticas, sólo salvará su cabeza el que la haya perdido”. ¿Ha perdido usted la suya? Mi enhorabuena. Piérdala en los libros y en los autores, en los mares de la reflexión y de la du­da, en la pasión del conocimiento, en la fiebre del deseo y en la prueba de fuego de las influen­cias que, si su cabeza merece salvarse, saldrá de esos mares, buzo de sí misma, verdaderamente viva.


Este me parece un epitafio apropiado para Mario Benedetti. Me recuerda su poema “No te salves”:

No te quedes inmóvil / al borde del camino / no congeles el júbilo / no quieras con desgana / no te salves ahora / ni nunca / no te salves / no te llenes de calma / no reserves del mundo / sólo un rincón tranquilo / no dejes caer los párpados / pesados como juicios / no te quedes sin labios / no te duermas sin sueño / no te pienses sin sangre / no te juzgues sin tiempo / pero si / pese a todo / no puedes evitarlo / y congelas el júbilo / y quieres con desgana / y te salvas ahora / y te llenas de calma / y reservas del mundo / sólo un rincón tranquilo / y dejas caer los párpados / pesados como juicios / y te secas sin labios / y te duermes sin sueño / y te piensas sin sangre / y te juzgas sin tiempo / y te quedas inmóvil / al borde del camino / y te salvas / entonces / no te quedes conmigo.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

20/5/09


sanchezdearmas@gmail.com










México en el mundo

Miguel Ángel Sánchez de Armas


México está –o debiera estar- en una etapa de redefinición de sus relaciones exteriores. El acercamiento con Washington alentado por el reconocimiento de que la guerra contra el crimen organizado debe ser una estrategia de los dos países, la actitud inusual que algunas naciones asumieron ante el manejo de la epidemia de influenza en nuestro territorio y una cada vez mayor acentuación de la globalidad, deben tener a los estrategas de la Cancillería y de Los Pinos muy ocupados en la revisión de nuestra política tradicional y la adopción de nuevos caminos multilaterales para la onceava potencia industrial del mundo.


El envío por primera vez de buques mexicanos a ejercicios militares organizados y conducidos por Estados Unidos tiene un valor simbólico tan importante como fue en su momento la participación del “Escuadrón 201” en la guerra del Pacífico, y anticipa un importante cambio doctrinal en nuestra política exterior. Que nadie se asombre si en el futuro cumplimos con nuestros compromisos internacionales -como socarronamente sugirió Sarkozy en su reciente visita- enviando tropas a las misiones de paz de la ONU.


En este contexto, Juego de ojos ofrece a nuestros expertos internacionales una modesta aportación, en el espíritu de George Santaya y Marc Bloch: un episodio del pasado del cual podríamos tomar algunos aprendizajes para el presente.


* * *
Cuando Franklin Delano Roosevelt juró como trigésimo segundo Presidente de los Estados Unidos el sábado 4 de marzo de 1933, ni su país ni el mundo eran lugares tranquilos. La “gran depresión” asolaba a la nación y en Europa soplaban vientos de guerra. Las relaciones con los vecinos de América Latina, en particular con México, no estaban en su mejor momento. El marcado intervencionismo norteamericano en la región, el asesinato de Madero bendecido por el embajador Wilson y la invasión de Veracruz en 1914, alimentaban una tensa relación entre los vecinos. El recuerdo de la guerra de 1847 y la consecuente pérdida de la tercera parte del territorio mexicano tampoco ayudaba. Eran tiempos de inseguridad real y emocional en ambos lados de la frontera. Aunque nunca faltaron individuos y grupos que trabajaban para sentar y fortalecer un trato respetuoso, digno y mutuamente provechoso, en términos generales el país de Jefferson y Franklin sufría de una inmadurez política congénita, un aturdimiento histórico, que le impedía ver en el pueblo del sur a un igual, mientras que de nuestro lado una inestable situación interna y nuestra propia inmadurez nos mantenía constantemente a la defensiva frente al “gigante” del norte.


Roosevelt parecía abrir las ventanas para airear la casa. Anunció una política que llamó “del buen vecino”. En su discurso inaugural el 4 de marzo de 1933, explicó así el sentido de esta doctrina: “En lo que toca a la política mundial, empeñaré a esta nación en la política del buen vecino –el buen vecino que por sobre todo se respeta a sí mismo y, porque lo hace, respeta los derechos de los demás; el vecino que respeta sus obligaciones y respeta la inviolabilidad de sus acuerdos en y con un mundo de vecinos”.


El nuevo gobierno tomó las riendas en momentos difíciles, a caballo entre la crisis económica de 1929 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt no era precisamente un pacifista o un panamericanista, pero era un político experimentado y realista que vio la urgencia de enmendar y elevar el nivel de las relaciones con América Latina.


Con un país resquebrajado y un conflicto europeo que amenazaba mundializarse y que inevitablemente arrastraría a la nación pese a su declarado aislacionismo, el nuevo gobierno no podía cerrar los ojos a la necesidad de resanar sus relaciones en particular con el México post revolucionario. Al sur de la frontera se quería un gobierno aliado, fuerte y estable; así que para encauzar las relaciones con los impredecibles, orgullosos y volátiles mexicanos, Roosevelt, al igual que algunos antecesores suyos en el puesto, tomó la decisión de nombrar a un amigo cercano y aliado político como Embajador en México, en lugar de recurrir a los diplomáticos de carrera del Departamento de Estado. Designó al abogado, político y periodista demócrata liberal Josephus Daniels, quien había sido su jefe en la secretaría de marina y gozaba de una cercanía privilegiada con el nuevo Primer Mandatario.


El embajador Daniels fue así un delegado no tanto del gobierno, como del jefe del Poder Ejecutivo, inmune a los grilletes protocolarios y estratégicos del Departamento de Estado, institución más dispuesta a proteger los intereses de las grandes empresas que a consolidar políticas que respetaran los ideales y aspiraciones del vecino. No sólo se empeñó en fomentar un clima de amistad y mutua comprensión, sino que, para exasperación de los estrategas del Departamento de Estado y del establishment petrolero, una y otra vez se opuso a las maquinaciones para abandonar la “política del buen vecino” y volver a la probada y eficaz diplomacia del gran garrote.


La cercanía con Roosevelt permitía a Daniels una amplia capacidad de maniobra. En más de una ocasión desestimó instrucciones directas para presionar al gobierno de México. En el Departamento de Estado tenían claro que el jefe de la representación en México no era un empleado al que se pudiera corretear y exigir el expedito y acrítico cumplimiento de instrucciones. Su jefe formal y los subsecretarios frecuentemente se quejaban de que en México tenían que lidiar con un gobierno respondón “y con nuestro embajador”. Al igual que hoy en las relaciones entre ambos países, muy pocos funcionarios deseaban seguir políticas que pudieran ser interpretadas como indicio de un debilitamiento de los Estados Unidos en la región. Daniels fue un antagonista de los halcones de la Casa Blanca mucho antes de que la guerra en Vietnam acuñara adjetivos aviarios para los campeones del militarismo estadounidense.


El nombramiento levantó protestas en ambos lados de la frontera. En el establishment diplomático norteamericano se pensaba que Roosevelt había cometido un error por partida doble, ya que el puesto había sido prometido originalmente a una persona cercana a los círculos del poder económico y además protegida del Vicepresidente. En México, el tono airado con que se recibió la noticia (no se olvidaba que había sido Daniels quien en 1914 había ordenado la ocupación de Veracruz) hizo que el secretario de Estado, Arthur Bliss Lane, enviara una nota oficial al presidente Abelardo L. Rodríguez en la que subrayaba que el nominado era un “viejo, cercano y confiable amigo” de Roosevelt y que su nombramiento era prueba “del profundo interés” del Presidente de los Estados Unidos de “mantener buenas relaciones con México”.


Aparentemente la diplomacia mexicana se vio atrapada entre ofender al Presidente del poderoso país del norte y la posibilidad, por remota que pareciera, de que la “política del buen vecino” se instrumentara para sanear una relación herida entre las dos naciones. Parece que el presidente Rodríguez aceptó de mala gana, según consignó Blane en una carta a Herschel V. Johnson el 29 de marzo de aquel año: México se vio obligado en contra de su voluntad a aceptar el nombramiento de Daniels.



Molcajeteando…
El pasado 6 de abril Martín Caparrós publicó en el sitio web de Crítica de la Argentina, un texto sobre la relación México – Argentina. Dos párrafos:

“No estoy hablando de una historia de amor. Los mexicanos, por supuesto, nos odian un poco, porque todos los latinoamericanos nos odian un poco, con esa mezcla de envidia por razones cada vez más ilusorias y cabreo por nuestra insistencia en seguir creyéndonos lo que ya no somos –o quizá nunca fuimos: altos, rubios, lindos, inteligentes, educados, ricos, vivarachos. No nos aman pero nos respetaban y siempre nos trataron más o menos bien, y hasta tratan de no hacernos notar que su país, ahora, es tanto más grande, más poderoso, más importante que el nuestro en el famoso concierto de las naciones. Por eso resulta mucho más indigno, más bajo, que el gobierno argentino les haya contestado, en este momento complicado, con la grosería de suspender los vuelos entre Buenos Aires y México, los dos extremos de Sudaquia, las dos ciudades más populosas del castellano. En síntesis, cuando nosotros necesitábamos su solidaridad, nos la dieron; cuando ellos la necesitan, bruto corte de mangas por si acaso.


“Es ilusión del muro, o el espejismo de tapar el sol con las manos: la quimera de que alcanza con encerrarse en el cuartito del fondo para que el mundo no nos llegue, el tiempo no nos pase por encima. […] Pero ahora el gobierno hace lo mismo: ante la pobreza sanitaria de la Argentina, ante su incapacidad para contener cualquier epidemia –pregunten por el dengue-, lo único que se les ocurre es parar los aviones, cerrar la frontera. Si hay un país insoportable en sus regulaciones fronterizas es Estados Unidos, que tiene un tráfico con México unas 100,000 veces mayor que el argentino –y no cerró fronteras. En realidad no lo hizo casi nadie: en todo el mundo fuimos nosotros y Cuba, Perú, Ecuador, China”.



Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

13/5/09


sanchezdearmas@gmail.com