La sal y el Imperio

Miguel Ángel Sánchez de Armas



La mañana del 6 de abril de 1930, hace ya 77 años, Mohandas Karamchand Gandhi alzó en la mano derecha un puñado de sal frente a una multitud congregada en la playa de Dandi, en el estado Guajarat, y con aquella su voz tan prodigiosamente apacible, dijo: “¡Así se estremecen los cimientos del Imperio británico!”.

Eran sólo unos gramos que no valían un paise en el mercado de la aldea pesquera vecina. Pero este gesto desembocó, 17 años más tarde, en la independencia de la India. El Mahatma –“gran alma” en sánscrito-, uno de los más extraordinarios luchadores sociales de la historia moderna, comenzaba su gran marcha.
El 2 de octubre fue el 138 aniversario de su nacimiento y ninguno de los grandes diarios “nacionales”, ni los grandes diarios “estatales”, ni los sistemas informativos de radio y televisión, incluidos los llamados “culturales”, dedicó un espacio a su recuerdo. Afortunadamente JdO tiene memoria histórica.


Gandhi nos enseñó que los cambios comienzan por uno mismo. “Las revoluciones -solía citarlo Oscar León Camelo- sólo son interiores”. Nadie puede cambiar el mundo que lo rodea si antes no se transforma a sí mismo.
En plena dictadura de la testosterona como fue la sociedad de comienzos del siglo XX –tal cual tristemente se reedita hoy- el ejemplo de Gandhi no fue entendido. Al contrario, desconcertó a muchos, comenzando por los arrogantes hijos mayores de la Pérfida Albión. Incluso alguien tan sagaz y talentoso como Winston Churchill se refirió al padre de la independencia india con lenguaje propio de rufián del West End: “¡Ese fakir semidesnudo!”, exclamó en el piso de los Comunes.


No reparó Churchill en que Mohandas era producto del sistema universitario inglés, que recibió la patente para ejercer la abogacía del Alto Tribunal de Su Majestad, que se veía a sí mismo como un “hijo del Imperio” y que valoraba la ley y la justicia por sobre todas las cosas.


¿Se podía esperar otra cosa de una persona formada en el crisol del sistema en donde echaron fuertes raíces los ideales de igualdad, civilización y progreso de los modelos ilustrados del siglo XVIII y XIX? No. Justamente eso: un instintivo rechazo a la hipócrita inmoralidad del colonialismo, por muy “imperial” que fuese.


Cuando Gandhi desafió al gobierno colonial y fabricó un poco de sal, vulneró uno de los puntales del dominio colonial (en el clima de la India la vida no es posible sin ese producto). Romper el monopolio significaba la primera fisura en el gran aparato. Algo parecido vimos en enero de 1955 cuando en Montgomery, Alabama, una mujer llamada Rosa Parks se negó a dar el asiento del autobús a un patán blanco como lo estipulaban las leyes de segregación, y con ese pequeño y gran gesto desató la movilización social que con el tiempo daría a los negros la igualdad ciudadana.


La vida del Mahatma es un rosario de ejemplos que hoy podrían aplicarse para lograr un mundo mejor. Pero los ciudadanos, con nuestra indolencia, nuestra conformidad, nuestra falta de participación, nuestra indiferencia o nuestro miedo, hemos prohijado una casta política de machines que gobiernan con la bravuconada, no con el respeto al otro; con la fuerza, no con la bondad; con la marrullería, no con la inteligencia. En el muestrario tenemos a los Bush, a los Saddam, a los Castro, a los Putin y a los Chávez, sí, pero también a gobernadores y a presidentes municipales. Dudo que en ningún país haya algún estadista… perdón, un político, dispuesto a seguir un camino pacifista e inteligente. Se dirá que es algo ingenuo, cuando no una soberana tontería.


En 1942 Louis Fischer, el incansable periodista que se involucró en las corrientes históricas que estaban cambiando el mundo, visitó la India y conoció a Gandhi. De sus encuentros con el padre de la patria habría de escribir Una semana con Gandhi y La vida de Mahatma Gandhi, el alucinante volumen que en lo particular considero lo mejor que se ha escrito sobre esa gran figura. Es uno de esos libros por cuya autoría yo habría dado el brazo izquierdo. En él Fischer despliega, desde el párrafo inicial y a lo largo de 50 capítulos y más de 500 páginas, el estilo sobrio y directo que logran muy pocos de quienes se dedican a este oficio: “A las cuatro y media de la tarde, Abha se presentó con la última comida que habría de tomar: leche de cabra, verduras crudas y cocidas, naranjas y una infusión de jengibre, limón agrio, mantequilla y jugo de áloe. Sentado en el piso de su cuarto en la parte posterior de Birla House en Nueva Delhi, Gandhi comió mientras conversaba con Sardar Vallabhbhai, primer ministro adjunto del nuevo gobierno de la India independiente.”


Era el 30 de enero de 1948. A los pocos minutos sería asesinado por Nathuram Godse en los jardines de la residencia. Sus últimas palabras fueron, “Hey, Rama!”… “¡Oh, Dios!”




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.

sanchezdearmas@gmail.com