Televisión, agenda pública y chinogate
Miguel Ángel Sánchez de Armas
Miguel Ángel Sánchez de Armas
“Agenda pública” es uno de esos términos con los que los académicos apantallan al hombre de la calle. Se refiere a la percepción que la sociedad tiene de ciertos hechos. Se dice que la agenda pública influencia a la “agenda política”. Es decir, cuando hay una corriente de opinión de suficiente peso específico respecto a un tema, la autoridad reacciona y toma medidas. Al inicio del conflicto en Oaxaca, el entonces presidente Fox y todos sus voceros tuvieron como mantra que era un “asunto local” y competencia del gobierno de Ulises Ruiz. Pero llegó el momento en que la opinión pública nacional se crispó y los operadores políticos reaccionaron a los focos rojos: al día siguiente la PFP entraba a la ciudad capital del estado. La agenda pública se hizo agenda política.
Algo semejante comenzamos a ver en el caso del chinomexicano Zhenli Ye Gon. Mediante una compleja y hábil estrategia, sus operadores pretenden impulsar una “agenda social” que ponga a la defensiva al Estado. Conocen a la perfección el imaginario colectivo mexicano y la lógica interna de los medios nacionales. En particular se han montado en los espacios informativos de una televisión que después de las modificaciones a la ley de medios no se encuentra en el mejor momento de su relación con el régimen. El efecto logrado ha hecho sonar alarmas en los más altos niveles. Los estrategas de Ye Gon apostaron a que el gobierno carece de una estrategia unificada de control de daños para embestidas de esta naturaleza y la insólita e innecesaria referencia del propio Presidente de la República a un asunto que nunca debió rebasar la competencia del ministerio público, parece darles la razón.
La capacidad de movilización de la pantalla chica es algo muy estudiado, aunque en México hasta hace menos de diez años la militancia priista de los más poderosos empresarios del ramo la contuvo dentro del corporativismo oficial. Parece tiempo de que los diseñadores de las políticas de comunicación relean las teorías y los estudios a la luz de las características de una sociedad afortunadamente más abierta. Para ellos comparto porciones de un texto que escribí hace tiempo.
A principios de los sesenta, en Estados Unidos se inauguraron los debates políticos ante cámaras y micrófonos. El más conocido, y que dio lugar a toda una escuela de estudio, fue el de John F. Kennedy y Richard M. Nixon, candidatos a la Presidencia de su país. Los contendientes y sus propuestas estaban bastante equilibrados, tanto así que quienes atendieron por radio al encuentro le dieron el triunfo a Nixon. Pero los 70 millones de teleauditorio vieron a un Nixon demacrado e incómodo frente a la seguridad y carisma de Kennedy y este ganó por amplio margen. Estudios posteriores confirmaron que la imagen había sido decisiva para su triunfo.
Los debates tuvieron un impacto muy significativo en el electorado en 1960 y en todas las elecciones desde entonces, aunque no fueron, como se llegó a pensar, el punto de inflexión de la contienda. Más que cambiar la decisión de los electores, la televisión reforzó una percepción previa. Hay quien sostiene que Kennedy hubiera ganado la Presidencia con o sin debate por televisión, aunque las encuestas de salida reportaron que más de la mitad de los electores tomó en consideración el debate y un seis por ciento dijo que su voto había sido decidido en el debate.
La televisión llegó a las elecciones para quedarse. Después de los encuentros Kennedy – Nixon, diversos países adoptaron el formato, entre ellos Alemania, Suecia, Finlandia, Italia y Japón. En México, aunque el formato se hizo común más de 30 años después, el primer antecedente fue en 1961, un año después del encuentro Kennedy – Nixon. En Monterrey, un licenciado Calvi, candidato del PAN a la diputación federal, retó al del PRI y se acordaron los términos del debate, pero el priista no se presentó. Poco después, en el Distrito Federal, otros dos candidatos, Antonio Vargas McDonald del PRI y Tomás Carmona del PAN, discutieron frente a las cámaras de televisión. En los años siguientes los códigos electorales comenzaron a incorporar disposiciones para regular este instrumento.
Quizá lo más importante es que los debates televisados obligaron a la ciudadanía a repensar cómo la democracia funcionaría en tiempos de la televisión. ¿En qué medida la televisión cambia el debate y la manera de hacer campaña? ¿Cuál es la diferencia entre un debate “accidental” frente a las cámaras y otro específicamente preparado con ese propósito? ¿Qué se pierde o se gana en uno y otro? ¿Los debates realmente ayudan a evaluar las cualidades de los candidatos, las opciones políticas e incrementan la participación del electorado en las urnas?
Las capacidades de la televisión como “fijadora de agenda” se hicieron verdaderamente evidentes durante el conflicto en Vietnam.
En el inicio de la intervención norteamericana en la Península Indochina, la televisión desplegó una cobertura “patriótica” en el conflicto. Era “justa” la causa de la democracia en aquel pequeño país amenazado por la “ola roja” del marxismo. Uno de los más convencidos fue Walter Cronkite, el “gran padre blanco” de la pantalla, siempre dispuesto a aceptar la sabiduría de los generales que después de todo habían salido victoriosos de la Gran Guerra unos pocos años antes.
Pero llegó el momento inevitable en que incluso la televisión puso en duda la veracidad del escenario de victoria que el gobierno se empeñaba en dibujar. Durante la ofensiva del Tet, Cronkite viajó a Vietnam y cambió de partido. Las cámaras de televisión orientaron sus lentes a la verdad no oficial y captaron la calidad especial de esta guerra, magnificaron su brutalidad, acentuaron lo terrible que era la capacidad de fuego que se estaba utilizando contra civiles y se magnificó la extensión de la guerra. El conflicto se trasladó a los hogares norteamericanos y ocupó un tiempo demasiado prolongado en sus pantallas. Hizo que la participación norteamericana allá pareciera interminable, que lo fue.
Durante la ofensiva del Tet las cámaras filmaron la fuerza, la resistencia y la dureza del enemigo. Cada día que seguía la batalla por la televisión –mostrando el valor del enemigo en el campo de batalla- reducía la credibilidad del liderazgo de Washington. La primera víctima de la batalla fue la maquinaria propagandística de Washington. El impacto real de la ofensiva de Tet fue sobre los editores y muchos de los lectores en la patria.
La presencia de Cronkite –el hombre con mayor credibilidad en los Estados Unidos- en Vietnam y el contenido de sus transmisiones, se considera como una de las gotas que derramó el vaso y abrió el camino a la retirada norteamericana de Vietnam. En Washington, el presidente Lyndon Johnson le dijo a su secretario de prensa que si había perdido a Walter Cronkite había perdido al Ciudadano Medio. Esto terminó por reforzar su decisión de no presentarse a una reelección.
(Después de esta aportación a la República, JdO entra en un receso veraniego. Nos encontraremos nuevamente el jueves 2 de agosto. Vale.)
sanchezdearmas@gmail.com
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