Vincenzo Peruggia

Miguel Ángel Sánchez de Armas




El 22 de agosto se cumplieron 96 años del que se considera el mayor robo de arte del siglo XX, una saga de la vida real ante la cual palidecen los prodigios de la imaginación de plumas como la de Agatha Christie, G.K. Chesterton, Arthur Conan Doyle o Rafael Bernal.




Estos escritores engendraron a inolvidables héroes de la novela negra - Hércules Poirot, el padre Brown, Sherlock Holmes y Filiberto García- pero me parece que no atinaron a concebir a un personaje como Vincenzo Peruggia, un empleado del Museo del Louvre que en una tibia noche de otoño tomó el célebre cuadro de la Mona Lisa de su lugar en la sala Carre, desprendió el óleo, se ocultó unas horas en un clóset de servicio, al día siguiente salió del museo con toda tranquilidad con la pintura bajo el abrigo, tomó un tren a su natal Florencia y ocultó el tesoro en su departamento.


Dos años tuvo en su poder a la Gioconda. Cuando intentó venderla a la Galería Uffizi fue arrestado y llevado a juicio. Aseguró que había robado el cuadro por razones patrióticas, “como venganza por el pillaje de Napoleón y sus ejércitos en Italia”. El tribunal lo justificó y le pasó una sentencia de un año y quince días. Peruggia se convirtió en un héroe nacional.


Así en breve la historia no tiene desperdicio. Cuando se entra a los detalles resulta poco menos que increíble.


Aquella noche, Peruggia se percató de que la sala estaba sin vigilancia y bajó la pintura. Se deshizo del marco. Permaneció oculto en un cuarto de limpieza y a primera hora de la mañana pudo salir sin problemas, como ya se dijo. Pero lo sorprendente es que durante todo el día siguiente, nadie dio la voz de alarma. Al ver el hueco donde se exhibía el cuadro, los guardias pensaron que el fotógrafo del museo lo había tomado para las impresiones de un catálogo. Por la noche alguno de ellos se inquietó y buscó al hombre de la cámara, pero aquél no sabía nada. En el colmo de los colmos, se pensó que alguien había jugado una broma para dar un mal rato al servicio de seguridad. Pasaron muchas horas más antes de que les cayera el veinte y entonces sí, entre crujir de huesos y lamentos, pusieron de cabeza el afamado palacio, no dejaron rincón sin revisar… y sólo hallaron el marco y el cristal.


Las pesquisas llegaron hasta Apollinaire y después a Picasso (porque anteriormente había comprado dos esculturas robadas del Louvre). Ambos fueron absueltos.


Algunas semanas después los investigadores visitaron a Vincenzo en su departamento florentino, pues como empleado desaparecido al día siguiente del robo era uno de los sospechosos. Acompañados por una escuadra de carabinieri, revisaron el departamento de arriba abajo. No dejaron cajón sin abrir ni florero sin voltear. Nada. Muy formales, no tuvieron más remedio que entregar a Peruggia un oficio de liberación, ¡que firmaron sobre la mesa bajo cuyo mantel estaba oculta la pintura! Más que con una novela de Agatha Christie, este relato está emparentado con los hermanos Marx.


Durante los meses siguientes el ladrón ofreció la pintura a varios museos, pero todos la rechazaron seguros de que se trataba de “una copia” ya que era del conocimiento general que la auténtica había sido robada. Nadie veía en Vincenzo Peruggia a un artista del robo de arte. Le tenían como un vivales que pretendía tomar ventaja del mercado con una falsificación más o menos buena. Fueron los curadores de la Galería Uffizi quienes descubrieron la verdad y lo delataron.


Al día de hoy no se conocen los verdaderos motivos que impulsaron a este pequeño italiano -que en una fotografía de la época tiene aire de anarquista resignado, con collarín alzado y bigote de manubrio de velocípedo- a llevar a cabo el robo del siglo, una hazaña de alto riesgo incluso para las risibles medidas de seguridad de aquel tiempo.


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