Morir de amor

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas






En El Lencero, muy cerca de Xalapa, habita el casco de una hacienda que fue de Santa Anna. Es una casona bella y fresca, rodeada de jardines y junto a un lago en el que nadan altivos cisnes negros. Un costado es presidido por la capilla que el Generalísimo levantó para una de sus bodas. El visitante que pasea por los prados o busca la sombra de una higuera centenaria, si es sensible y de espíritu abierto, puede escuchar el murmullo de voces del pasado y sentir cómo, en pequeñas pulsaciones, un efluvio de cantos apenas perceptibles penetra en su alma y la ilumina. La alegría resultante no se explica bien a bien, pues difícilmente esa magia podría conectarse al “seductor de la Patria”. Se sigue, entonces, que otra presencia hay entre la verdura de la comarca. Y esa otra presencia, señoras y señores, es nada menos que la de Gabriela Mistral, cuya efigie en bronce se alza al oriente del conjunto cual centinela en perpetua contemplación del paisaje que tanto amó.

Son pocos los mexicanos que no han oído hablar de Gabriela Mistral, pero quizá no tantos sepan que nació en Chile como Lucila Godoy Alcayaga, que fue la primera latinoamericana en recibir el Premio Nobel, que se sentía mexicana y que, en un sentido poético, murió de amor. Los veracruzanos y en particular los xalapeños deben celebrar que la efigie de la poeta vigile la comarca y que su mirada esté siempre en sobre ellos.


Su fama como poetisa (aunque ella prefería llamarse poeta) comenzó en 1914 con un premio en los Juegos Florales de Santiago por sus Sonetos de la muerte, inspirados, se dice, en el suicidio de Romelio Urieta, su primer amor. En ese concurso se presentó con el seudónimo que desde entonces la acompañó toda su vida y que es un homenaje a Gabrielle d’Annunzio y a Frédéric Mistral, por quienes tenía una profunda devoción. (Esto de adoptar apelativos es algo maravilloso que asusta a los espíritus chatos y a las almas pequeñas. El enorme compatriota de la Mistral, quince años menor que ella, Pablo Neruda, había nacido Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y adoptó el apellido de Jan Neruda, uno de los fundadores de la lengua literaria checa entre cuya obra se encuentra el delicioso tomo Historias de la Mala Strana publicado en español allá por los setentas en la desaparecida Editorial Sudamérica.)

Su vida fue de una intensidad ejemplar. A los catorce años comenzó a publicar en periódicos de su natal Vicuña, Chile, como El Coquimbo, La Voz de Elqui y La Reforma. Y desde el principio de su carrera se refugió en distintos seudónimos: “Alma”, “Soledad” y “Alguien” fueron algunos de los nomes de plume con que la niña Lucía firmaba sus colaboraciones y que hoy nos hablan de la naturaleza de aquellos primeros artículos, pues esta mujer fue desde siempre un ser que vivió en y para el amor.

El padre de Gabriela era un modesto profesor rural y su hija a los 18 años abrazó esa profesión. Fue directora de varias escuelas y obtuvo reconocimiento como educadora. Las aulas dejaron muchas cosas a la joven: el amor a los niños, traducido en una vasta obra poética que hoy continúa recitándose en salones de todo el continente; el amor a la educación, y el amor por Romelio Urieta. Romelio se suicidó y la leyenda dice que Gabriela vivió el suicidio como una pérdida irreparable. La obra de la poeta sugiere tal cosa, aunque ella misma lo desestimó.

En “Ausencia” creemos adivinar el dolor profundo de la mujer que ha perdido el amor y la razón de vivir. Un fragmento:
Se va de ti mi cuerpo gota a gota. / Se va mi cara en un óleo sordo; / se van mis manos en azogue suelto; / se van mis pies en dos tiempos de polvo. // ¡Se te va todo, se nos va todo! // Se va mi voz, que te hacía campana / cerrada a cuanto no somos nosotros. / Se van mis gestos, que se devanaban, / en lanzaderas, delante de tus ojos. / Y se te va la mirada que entrega, / cuando te mira, el enebro y el olmo. // Me voy de ti con tus mismos alientos: / como humedad de tu cuerpo evaporo. / Me voy de ti con vigilia y con sueño, / y en tu recuerdo más fiel ya me borro. / Y en tu memoria me vuelvo como esos / que no nacieron ni en llanos ni en sotos. // […] ¡Se nos va todo, se nos va todo!

Romelio se ausentó del pueblo en busca de trabajo y a su regreso reprochó a Gabriela un chisme propalado por los ociosos que nunca faltan. Esto llevó al rompimiento. Tiempo después el joven se vio envuelto en un asunto de desfalco de fondos en la empresa en donde trabajaba, situación que aparentemente lo llevó a quitarse la vida. No se mató por el amor de la poeta.

En una “autobiografía” publicada en la revista Mapocho en 1988, la propia Gabriela se encarga de precisar los límites de aquel amor trágico:

“[…] digo con la franqueza ruda con que hablo a los propios, que me cuesta un mundo entrar en un comentario amoroso de mí misma. A pesar de la publicidad cruda y no poco repugnante a que han llegado los biógrafos respecto de los escritores, nunca entenderé y nunca aceptaré que no se nos deje a nosotros, lo mismo que a todo ser humano, el derecho a guardar de nuestros amores cuando nos hemos puesto y que por alguna razón no dejamos allí razones de pudor, que tanto cuentan para la mujer como para el hombre. […] Romelio Ureta no era nada parecido, ni siquiera era próximo a un tunante cuando yo le conocí. Nos encontramos en la aldea de El Molle cuando yo tenía sólo catorce años y él dieciocho. Era un mozo nada optimista ni ligero y menos un joven de zandungas. Había en él mucha compostura […] Por tener decoro se mató. Nos comprometimos a esa edad. Él no podía casarse conmigo contando con un sueldo tan pequeño como el que tenía y se fue a trabajar unas minas no recuerdo donde. Volvió después de una ausencia larga y me pidió cuentas a propósito de murmuraciones tontas que le habían llegado sobre algún devaneo mío. Yo vivía desde que él se fue con mi vida puesta en él, no me defendí la mitad por aquella timidez que me dejó muda aceptando mi culpa en la escuela de Vicuña y creo que la otra mitad por esa excesiva dignidad que me han llamado soberbia muchas veces. La queja me pareció tan injusta que pensé entonces, como pienso hoy mismo, que no debía responderse y menos hacer una defensa. Por eso rompimos y las novelerías necias tejidas en torno de este punto no son sino cosa de charlatanes.”

Se fue con mi vida puesta en él. No recuerdo una metáfora de separación más bella. Luego diría, en el poema “Besos”: Hay besos que pronuncian por sí solos / la sentencia de amor condenatoria, / hay besos que se dan con la mirada / hay besos que se dan con la memoria.

Y como para no dejar lugar a dudas sobre el dolor que puede provocar el amor, escribe: Hay besos que calcinan y que hieren, / hay besos que arrebatan los sentidos, / hay besos misteriosos que han dejado / mil sueños errantes y perdidos.

Gabriela llegó a ser directora de varios liceos. Fue una destacada educadora y desde muy joven visitó México, país al que amó al grado de sentirse mexicana. Aquí fue una decidida militante de la reforma educativa de José Vasconcelos. En Estados Unidos y Europa estudió las escuelas y métodos educativos. A partir de 1933, y durante veinte años, desempeñó el cargo de cónsul de su país en ciudades como Madrid, Lisboa y Los Ángeles.

Los poemas para niños de la Mistral se recitan y cantan en muy diversos países. Hay en ellos aires juguetones que para mi gusto los hacen primos hermanos de las canciones infantiles. A riesgo de ser satanizado, propongo que Gabriela y nuestro Gabilondo juguetearon en los mismos jardines. Vea el lector esto: El lagarto está llorando. / La lagarta está llorando. El lagarto y la lagarta con delantalitos blancos. // Han perdido sin querer / su anillo de desposados.

En 1945 Gabriela recibió el Premio Nobel de Literatura, primera ciudadana de Latinoamérica en obtener ese galardón. En 1951 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de su país.

A su primer libro de poemas, Desolación (1922), le siguieron Ternura (1924), Tala (1938), Lagar (1954) y otros. Su poesía, llena de calidez, emoción y marcado misticismo, ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y sueco, e influyó en la obra de muchos escritores latinoamericanos posteriores, como Pablo Neruda y Octavio Paz.

Dicen los expertos: “Considerada como una escritora modernista, su modernismo no es el de Rubén Darío o Amado Nervo, ya que ella no canta ambientes exóticos de lejanos lugares, sino que se sirve de su estética y musicalidad para poetizar la vida cotidiana, para ‘hacer sentir el hogar’”.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias

Sociales de la UPAEP Puebla.

27/10/10

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“He tenido una vida maravillosa”

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas







Es posible que Ludwig Josef Johann Wittgenstein haya sido el más influyente filósofo del siglo XX. Hay quien lo considera el mayor pensador después de Emmanuel Kant. Este hombre singular, que se me antoja un personaje de Buñuel, publicó en vida un solo libro... pero eso sí, el libro, el corpus definitorio, el crisol de las respuestas a todos los problemas de la filosofía. ¡Ni más ni menos!

He aquí una personalidad arrebatadora en el cosmos del sophós poblado por espíritus superiores. Figura de culto, despreciaba lo público e incluso construyó una cabaña aislada en Noruega para vivir en total reclusión. Su sexualidad era ambigua y probablemente fue homosexual, aunque qué tan activo aún es materia de discusión. Fue un niño brillante y tartamudo, vástago de una de las familias más acaudaladas del Imperio Austro-Húngaro. Sus tres hermanos mayores, Hans, Kurt y Rudolf, se suicidaron. Inicialmente se inclinó por la ingeniería aeronáutica y las matemáticas lo llevaron a la filosofía. Fue el más brillante alumno de Bertrand Russell. Se enlistó como voluntario en la primera guerra mundial, peleó valerosamente en Rusia y en Italia y fue internado en un campo de concentración en Cassino.

Heredó una fortuna a la muerte de su padre y la regaló. Trabajó como ayudante de jardinero, maestro de primaria, autor de un diccionario para niños, portero de un hospital, escultor, técnico de laboratorio y arquitecto. Curioso curriculum vitae para un hombre que puso su impronta en la ciencia “que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales”. Al repasar su vida, pienso que Ludwig no era de este mundo. Por lo menos no permitió que ninguna atadura social lastrara su inteligencia y sin miramientos se deshizo de prácticamente todas las convenciones para dedicar su tiempo a lo trascendente. Estoy seguro que su alta como voluntario en el ejército no fue originada en un sentido patriótico o patriotero, sino que tuvo una motivación originada en sus propias turbulencias espirituales, pues fueron precisamente los cuadernos que redactó en las trincheras –y que un enemigo generoso permitió fuesen enviados a su país antes de internarlo en un campo de concentración- la base de la única obra que publicó en vida, el Tractatus Logico-Philosophicus, en donde escribe que los problemas filosóficos surgen de equivocaciones de la lógica de la lengua e intenta demostrar lo que esa lógica es.

Dejemos que uno de los estudiosos de la filosofía de Wittgenstein, Carlos Salinas, nos dé su punto de vista:

“El pensamiento de Wittgenstein gira en torno al lenguaje. En su primera época consideraba que el lenguaje se asemeja a un mapa de la realidad. Luego, las proposiciones (lo que se afirma, o se niega sobre cualquier hecho), tienen sentido si describen lo que está fuera. Obviamente aquellas proposiciones que no hablan de hechos, que no representan hechos, carecen de significación (por ejemplo afirmaciones de tipo religioso o metafísico). De aquí una conclusión radical: de lo que no se puede hablar, mejor callar [...] Esta tarea de limpieza de la filosofía es tan extrema que, fuera del discurso científico, no queda nada en pie. El lenguaje corriente es defectuoso, tiene muchas proposiciones que no indican nada concreto. El complicado lenguaje corriente -afirma en el Tractatus- no puede captarse en su aspecto lógico. Es sumamente complicado y disfraza el pensamiento de la misma manera que el vestido oculta el cuerpo. En consecuencia hay que buscar el esqueleto lógico que refleja la estructura de los objetos representados. De esta manera, y poco a poco, se puede ir construyendo un lenguaje ideal apto para la ciencia y la filosofía. En esto el quehacer filosófico tiene una tarea y una restricción: no se trata de ‘decir’ lo que es, o cómo es la realidad, sino un aclarar los enredos provocados por la manera que tenemos de simbolizar las cosas (es decir: el lenguaje).

“Wittgenstein insiste, aunque irrite a más de un profesor de metafísica, que en la filosofía no hay nada oculto, todos los datos están en la mano. Preguntar ‘¿qué hora es?’ no ocasiona ningún problema, pero transformarlo en una inquisición sobre la naturaleza del tiempo nos confunde.”

Su preocupación con la perfección moral llevó a Wittgenstein en algún momento a confesar varios pecados, entre ellos uno asaz curioso: haber inducido que se subestimara su judaísmo. Creo que Ludwig fue atormentado durante su vida por el problema religioso. Nieto de judíos conversos al protestantismo e hijo de una católica, fue bautizado en esta fe y su funeral fue asimismo católico, pero entre un momento y otro no fue ni creyente ni practicante.

Hubo en la vida de este hombre, como telón de fondo o música de acompañamiento, una espesa angustia vital que hoy apreciamos en su permanente fascinación con todo lo religioso, al grado de que en una época pensó en tomar los hábitos, aunque tampoco podemos decir que se haya comprometido con alguna religión formal. Se oponía a las interpretaciones religiosas que enfatizan la doctrina o los argumentos filosóficos diseñados para probar la existencia de Dios, pero le atraían los rituales y símbolos religiosos. Equiparaba el ritual religioso a un gesto, como cuando se besa una fotografía: no se cree que la persona en la fotografía sentirá el beso o lo corresponderá, ni el beso es sucedáneo de un sentimiento o frase en particular, como “Te amo”. Como el beso, la actividad religiosa expresa una actitud.

Los Wittgenstein eran una numerosa y acaudalada familia. Karl Wittgenstein fue el más exitoso empresario siderúrgico del Imperio Austro-Húngaro y su casa atraía a personalidades de la cultura, en particular a músicos, entre ellos el compositor Johannes Brahms, quien era amigo de la familia.

Ludwig estudió en Berlín y en Manchester. Su interés en la ingeniería lo llevó a las matemáticas lo cual a su vez lo indujo a reflexionar sobre los problemas filosóficos de los fundamentos matemáticos. El filósofo y matemático Gottlob Frege le recomendó estudiar con Bertrand Russell en Cambridge, en donde impresionó tanto a Russell como a G. E. Moore.

En 1929 fue a Cambridge a enseñar en el Trinity College, y en 1939 fue nombrado ahí mismo profesor de filosofía. Después de la guerra volvió al magisterio universitario pero renunció a su cátedra en 1947 para concentrarse en su escritura, mucha de la cual llevó a cabo en Irlanda pues prefería lugares rurales y aislados para su trabajo. Para 1949 había escrito todo el material que sería publicado después de su muerte con el título de Investigaciones filosóficas. Pasó los dos últimos años de su vida en Viena, Oxford y Cambridge y siguió trabajando hasta su muerte en abril de 1951. El producto de esos dos años fue publicado bajo el título Sobre la certeza. Sus últimas palabras fueron: “Díganles que he tenido una vida maravillosa”.

El punto de vista de Wittgenstein sobre lo que la filosofía es o debiera ser cambió muy poco a lo largo de su vida. En el Tractatus sostiene que “la filosofía no es una de las ciencias naturales” y que ésta “tiene como meta la clarificación lógica de los pensamientos”. La filosofía no es descriptiva sino elucidatoria. Su meta es clarificar lo oscuro y confuso. Se sigue que los filósofos no deben preocuparse tanto con lo inmediato, sino con lo posible, o más bien, con lo concebible. Esto depende de nuestros conceptos y de cómo se ensamblan desde el punto de vista de la lengua. Lo que es concebible y lo que no, lo que tiene sentido y lo que no, depende de las reglas de la lengua, de la gramática.

Wittgenstein dijo que en filosofía el ganador es el que llega al último. Pero no podemos escapar a la lengua o a las confusiones a que da lugar, salvo mediante la muerte. En 1931 escribió: “La lengua pone a todos las mismas trampas; es un enorme mapa de vueltas equivocadas. Así que vemos a un hombre tras otro deambular por los mismos caminos y sabemos de antemano en dónde se desviará, en donde caminará en línea recta o sin prestar atención a las salidas laterales, etc., etc. Lo que debemos hacer entonces es colocar señales en todos los cruceros en donde hay vueltas equivocadas para ayudar a la gente a librar esos peligros.

“Pero tales señalamientos son todo lo que la filosofía puede ofrecer y no hay ninguna certeza de que serán vistos o atendidos correctamente. Y debemos recordar que una señalización tiene sentido en el contexto de una zona peculiar. Podría no servir de nada en otra parte, y no debiera ser considerada como un dogma. Así que la filosofía no ofrece verdades, ni teorías, ni nada excitante, sino principalmente recordatorios de lo que todos sabemos. Este no es un papel deslumbrante, sino difícil e importante. Requiere de una capacidad casi infinita para soportar dolores (lo cual es una definición de la genialidad) y podría tener enormes consecuencias para quienquiera que sea atraído a la contemplación filosófica o que haya sido engañado por malas teorías filosóficas. Esto atañe no sólo a los filósofos profesionales sino a cualquier persona que se desvíe a la confusión filosófica, tal vez sin darse cuenta de que sus problemas son filosóficos y no, digamos, científicos.”

Los positivistas lógicos del Círculo de Viena, esa escuela que tan grande influencia ha ejercido en el pensamiento occidental, se declararon impresionados por lo que encontraron en el Tractatus, particularmente la idea de que la lógica y las matemáticas son analíticas, el principio de la verificación, y la idea de que la filosofía es una actividad enfocada a la clarificación, no al descubrimiento de hechos. Wittgenstein dijo, sin embargo, que es lo que no está en el Tractatus lo que más importa.

Recojo una anécdota que nos dejó Bertrand Russell, de cuando conoció a Wittgenstein: “Al final de su primer período de estudio en Cambridge, se me acercó y me dijo: ‘¿Sería usted tan amable de decirme si soy un completo idiota o no?’ Yo le repliqué: ‘Mi querido compañero, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?’
“Él me dijo: ‘Porque si soy un completo idiota me haré ingeniero aeronáutico; pero, si no lo soy, me haré filósofo’. Le dije que me escribiera algo durante las vacaciones sobre algún tema filosófico y que entonces le diría si era un completo idiota o no.

“Al comienzo del siguiente período lectivo me trajo el cumplimiento de esta sugerencia. Después de leer sólo una frase, le dije: ‘No. Usted no debe hacerse ingeniero aeronáutico’.”







Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

20/10/10


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Cultura y comunicación organizacional

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





Hoy amanecí de vena académica. Así, pues, asestaré a mis diez lectores (100% más de los que calcula tener mi admirado Catón), una cátedra como las que semanalmente resisten mis inermes alumnos.

La palabra comunicación proviene del latín communis que significa común. También en castellano el radical común es compartido por los términos comunicación y comunidad. Ello indica a nivel etimológico la estrecha relación entre comunicarse y estar en comunidad. En pocas palabras, se está en comunidad porque se pone algo en común a través de la comunicación.

Para que haya comunicación es necesario un sistema compartido de símbolos referentes, lo cual implica un intercambio de símbolos comunes entre las personas que intervienen en el proceso comunicativo. Quienes se comunican deben tener un grado mínimo de experiencia común y de significados compartidos.

Existe una corriente relativamente nueva que echa mano de diversas disciplinas tanto de las ciencias sociales como biológicas para demostrar la existencia de una cultura organizacional que norma y conduce la vida de las empresas de forma muy semejante a como se da en las culturas sociales. Es pertinente utilizar un enfoque multidisciplinario para el estudio de las organizaciones empresariales, que como conjuntos humanos son sujetos de estudio de la sociología, la historiografía, la antropología e incluso la paleontología, quizá anteponiendo el prefijo micro a cada especialidad.

En este sentido, quizá no sea un despropósito hablar de una “antropología de la organización empresarial”. Ya en el pasado se han utilizado las herramientas de análisis de esta disciplina para entender las relaciones y jerarquías que se dan al interior de grupos y organismos. No parece incorrecto proponer como parte de la cultura organizacional, una historia, una forma de hacer las cosas y una visión del futuro. Hay autores que hablan de una mitología, de una heráldica e incluso de leyendas, gestas y tradiciones, cuyo estudio y conocimiento son esenciales para entender las razones del crecimiento o desaparición de las organizaciones empresariales, muy a la manera en que mediante el paciente y aplicado escrutinio del Beowulf, los viejos lingüistas de Cambridge pudieron encontrar la génesis de algunas estructuras sociales inglesas.

En una definición formal, cultura es el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o grupo social en un periodo determinado; la expresión engloba además modos de vida, ceremonias, arte, invenciones, tecnología, sistemas de valores, derechos fundamentales del ser humano, tradiciones y creencias. A través de la cultura se expresa el hombre, toma conciencia de sí mismo, cuestiona sus realizaciones, busca nuevos significados y crea obras que le trascienden.

En este sentido amplio se entiende que el conjunto de fundamentos teóricos y la batería de herramientas para el análisis de los sistemas internos de una organización empresarial y las relaciones entre los seres humanos en su interior, deben estar sustentados precisamente en un concepto de cultura. Los mecanismos de conocimiento de la cultura organizacional no son menos complejos que los requeridos para el estudio de lo que llamamos cultura social.

También parece un acierto incursionar en lo historiográfico y mitológico, que si bien son terrenos resbaladizos, ofrecen herramientas para entender la cultura de las organizaciones y evitar, como quería Santayana, caer en errores del pasado, afianzar el presente y dar certeza al futuro.

Una vez establecido que la organización empresarial es una cultura, las herramientas para su estudio pueden ser tan variadas como las empleadas en el estudio de la cultural social. Veamos, a manera de ejemplo, dos aproximaciones: la elitista o autoritaria, y la igualitaria o democrática, para entrar en el análisis de la relación entre comunicación organizacional y cultura organizacional.

La propuesta aristotélica que conocemos como autocrática es una filosofía que propone que la conducción social debe estar en manos de los mejores individuos, los más capaces, en tanto que la filosofía platónica o democrática, sin ser necesariamente el opuesto de la anterior, pone en duda la pertinencia de colocar la conducción social en unas pocas manos y favorece una participación de base más amplia e igualitaria.

Los alcances de estas doctrinas pueden ejemplificarse con dos extremos: un grupo militar y un partido político. En el primero, los integrantes operan en base a una estructura rígida y autocrática, orientada a la consecución de fines muy poco o nada variables, mientras que en el segundo hay una gran dosis de comunicación e interacción de los individuos que ejerce influencia sobre la estructura, estrategias y metas de la organización.

Entre estos polos se mueven la mayoría de las organizaciones. No hay casos puros. En un mismo grupo o empresa se pueden dar distintos niveles de comunicación autoritaria e igualitaria.

Estas propuestas nos permiten analizar los flujos de comunicación y son base para acciones de diseño comunicacional y organizacional que respondan de manera adecuada a las necesidades particulares de una organización.

La relación entre comunicación y cultura organizacional es fundamental. Por ejemplo, la administración científica y burocrática pone énfasis en flujos de comunicación unidireccionales empatados a la especialización de tareas. La administración participativa promueve flujos de comunicación bidireccionales y el intercambio de roles de trabajo. Poner el acento en metas de producción resulta en una comunicación más orientada al trabajo, en tanto que el énfasis en las necesidades individuales da como resultado flujos comunicacionales ricos en contenidos personales.

Que hoy vivimos en una sociedad globalizada es un aserto que nadie cuestiona, aunque determinar cuándo exactamente comenzó esta globalidad puede provocar animados debates. No es fácil encasillar periodos. En la historiografía se fijan arbitrariamente puntos de comienzo para delimitar objetos de estudio. Quizá lo global comenzó en 1844, con la transmisión del primer telegrama público, o cuando Alexander Graham Bell presentó el teléfono en 1876 durante la Exposición del Centenario en Filadelfia -y los asistentes se preguntaban qué utilidad podría tener hablar con otros a grandes distancias si la comunicación escrita era confiable y cómoda. Alguien más podría sostener que fue el 17 de diciembre de 1903, cuando el avión de los hermanos Wright se mantuvo en el aire durante 12 segundos sin que nadie, ni aún los más audaces, pudiese anticipar lo que ese invento significaría para la globalidad. Hay quien propone que la globalización comenzó con la puesta en órbita del Sputnik en 1957, o con la transmisión en vivo de las Olimpíadas de Tokio en 1964, o con el Mundial de Inglaterra en 1966 e incluso con las transmisiones en tiempo real de la Guerra del Golfo.

Algunos científicos sociales ubican la fecha a mediados de la década de los sesenta cuando se desarrolló la red “Arpanet”, madre tecnológica de la Internet, desarrollada por la Advanced Research Projects Agency (División de Proyectos Avanzados de Investigación, arpa por sus siglas en inglés) del Departamento de Defensa de Estados Unidos, para mantener las comunicaciones en caso de un ataque nuclear.

Otra corriente liga el surgimiento de lo global al desarrollo de las computadoras y sostiene, con lógica, que la conectividad, instrumento de la Internet y por ende de la globalidad, no pudo haberse dado en ausencia de aquellos aparatos de relativamente reciente aparición: Robinson, la primera, entró en operación en 1940 en la Gran Bretaña.

Se tiene el registro de que en 1983, ya con Internet en operación, el número de computadoras personales en Estados Unidos era de seis millones, un crecimiento de mil veces en 23 años. Esta cifra la presentan algunos como soporte medible para fijar el nacimiento de la globalización a mediados de los sesenta. El hecho es que Internet hoy enlaza a millones de personas y a cientos de miles de organizaciones en los cuatro continentes. La transformación del Arpanet en Internet fue, además de sus implicaciones científicas, un cambio cultural que algunos han equiparado al que provocó en su momento la imprenta de Gutenberg. Quizá nunca antes un sistema tecnológico había sido una palanca de cambio tan decisiva como fue la Internet, que obligó a redefinir, entre otros conceptos, los de distancia, fronteras nacionales y... organizaciones empresariales.

Esta globalidad de los mercados derivada de la conectividad que nos dieron las nuevas tecnologías de comunicación e información (tic) provocó a fines de los setenta y durante los ochenta una avalancha de empresas llamadas dot.com, descarga de energía semejante al “gold rush” que llevó oleadas de aventureros al viejo oeste norteamericano con la certeza de que sacarían el oro a cucharadas de cualquier arroyo.

Y como en el viejo oeste, muchos fueron los perdedores y unos pocos los afortunados. El hecho desató una escuela de investigación y surgieron voces sabias que convocaron a la reflexión y que alertaron contra los mitos del nuevo mercado global.

No sólo las empresas se han visto atrapadas en la globalidad. Las naciones también. Destaca el ejemplo de China, que en menos de 50 años transitó de la convulsión de una revolución marxista, a ser una de las economías de mayor crecimiento en el mundo, crecimiento aparejado con el de usuarios de Internet, que pasaron de 620 mil registrados en 1997 a cerca de 120 millones a fines del 2005.

La comunicación organizacional, pues, es estratégica para la organización empresarial, sea chica, mediana, grande o global, y una herramienta insustituible para fijar la cultura de la organización.





Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

13/10/10


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De La onda y El juvenilismo

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas





A los doce años ya había leído a Sartre, Hesse y Camus, los cuentos de Maupassant, y Ana Karenina de Tolstoi. Se presentó a los exámenes de sexto año con las mejillas aún vírgenes de rastrillo, pero con El muro bajo el brazo. Y siguió leyendo y escribiendo, se diría que compulsivamente, porque a los 20 publicó su primera novela: La tumba; y a los 22 su segunda: De perfil, interesante libro de 355 páginas que Emmanuel Carballo juzgó inaugural de una nueva etapa en la literatura mexicana (“Si he de ser ingenuamente sincero, tendré que decir que De perfil es la novela mexicana más importante que he leído desde que en 1958 aparece La región más transparente de Carlos Fuentes”) y dio pie a una invitación para escribir su autobiografía en la colección “Nuevos escritores mexicanos del Siglo XX presentados por sí mismos”, la que resulta una breve novela de jóvenes llena de irreverencias y situaciones hilarantes arropadas en una narración fresca y regocijante.

Sí, hablo de José Agustín (1944), ese joven veterano que no ha dejado de leer y escribir durante las casi cinco décadas transcurridas desde que apareció su primer libro. Su precocidad es verdaderamente insólita, porque además de lo publicado ha escrito textos que no salieron a la luz pública, quizá por un exceso de autocrítica.

En la década de los sesenta José Agustín y Gustavo Sáinz encabezaron el llamado “movimiento de la onda”, identificado con la narrativa juvenil mexicana. Quizá las definiciones de esta corriente fueron poco justas con la creatividad de los escritores incluidos en ella, pero útiles para impulsarlos como un grupo con nuevas propuestas en un ambiente literario muy productivo y fértil que quizá de otro modo los hubiese dejado a un lado, o por lo menos hubiese pospuesto su reconocimiento.

Es probable que los escritores también llamados del juvenilismo hayan acarreado a la literatura mexicana una cantidad respetable de jóvenes como ellos, que se veían reflejados en las historias de sus novelas, narradas además con una dosis de humor suficiente para atrapar a cualquier lector.

Dice John Brushwood sobre La tumba que su narrador “es un escritor joven, lleno de aspiraciones, con automóvil y dinero, además de una cierta facilidad para decir agudezas. Es tragicómico, atractivo, devastador, pero carece de odio. No se nos muestra más tolerante de las chifladuras de su propia generación que de las suyas en particular. Hasta se ríe de sí mismo”. Esto, además de ser así, me parece hoy en día uno de los mayores aciertos de la obra de José Agustín: el humor, siempre agradecible, hace distinta su literatura.

José Agustín es un escritor agudo que se ha preocupado por la técnica narrativa, pero no al extremo de entregarse a ella. Esta es, quizá, la razón por la que el humor que maneja en sus narraciones es mucho más fresco. Es decir, está tan bien trabajado ¡que no se nota que está bien trabajado! José Agustín, seguramente por un peculiar rasgo de carácter, ha conservado el manejo del humor en prácticamente todos los géneros en los que ha incursionado. Muchos de los pasajes de sus novelas son verdaderamente desternillantes. El gusto por los juegos de palabras, que siempre me ha parecido uno de los rasgos nacionales más apreciables, la invención de vocablos y las situaciones hilarantes o la forma de narrarlas, está lo mismo en sus novelas que en sus obras de teatro en incluso en sus crónicas.

Ciudades desiertas es una novela por la que tengo un aprecio particular. Su mirada irónica de la sociedad estadounidense y una crítica implacable -incluso de aquello que deseamos y nunca lograremos ser-, la convierte en burla de muchas manifestaciones idiosincráticas tanto de gringos como de mexicanos. Eligio, el protagonista, no tiene inconveniente en tomar lo que le gusta de la sociedad gabacha e incluso alabarla, pero al mismo tiempo puede ser lapidario con esos personajes lastimosamente progresistas y trabajadores.

La producción narrativa de José Agustín me parece una misma obra que toma muchas y variadas direcciones. Incluso La tumba, que no tiene la connotación de obra menor por ser la primera sino que es la inauguración de un estilo que va creciendo y perfeccionándose. De perfil y Se está haciendo tarde son fieles al estilo inaugural pero con una preocupación más notable por la técnica. Por cierto en su autobiografía –necesariamente breve porque contaba apenas 22 años-, José Agustín revela que tomaba rigurosísimas clases de sintaxis. La tumba, De perfil e incluso la autobiografía, reflejan el resultado que esta disciplina y preparación ejerce en la narrativa. Nuevos temas, nuevas propuestas que se entregan más fácilmente con una técnica propia y con un manejo limpio y fluido del lenguaje. José Agustín utiliza con maestría su excelente manejo del español. No es un escritor afectado por el afán de ser cuidadoso. Al contrario, el conocimiento de su idioma le permite volcarse con frescura en los temas de su interés con las herramientas elegidas. Dice Reinhard Teichmann que “lo que llama la atención en particular es el estilo narrativo que desarrolla José Agustín (en La tumba y De perfil): mezcla la prosa descriptiva y el diálogo coloquial de tal manera que se produce una continuidad narrativa sin interrupción”. De hecho, es la técnica que sigue perfeccionando José Agustín en sus novelas posteriores.

Con un estilo peculiar y que parece no agotarse, en Se está haciendo tarde (final en laguna) crea atmósferas que permiten sondear el tedio y la experimentación de conductas en una sociedad decadente, en una cierta clase social. En El rey se acerca a su templo muestra una faceta de las relaciones matrimoniales en la que no enjuicia los modelos tradicionales sino que los contrasta con una nueva modalidad: el matrimonio entre jóvenes enfrentados a situaciones que les impone la vida moderna. Ciudades desiertas, de la que ya hablé, es interpretada por muchos como una denuncia de la sociedad de consumo estadounidense y de su impacto perjudicial en la escala de valores humanos. Sin embargo, me parece que esta novela ofrece algo mucho más valioso: la confrontación de culturas, el subdesarrollo -con el que no es complaciente- frente al primer mundo, la reivindicación de una sociedad frente a otra que progresa, la ingenuidad de la sociedad latina frente al poderío de la que aparentemente no tiene valores. Esa novela, que apareció en 1986, tiene una enorme vigencia para quienes se interesan en la historia sin fin que es nuestra relación con Estados Unidos.

Quizá Brushwood tiene razón al señalar que José Agustín abandona el movimiento de la onda después de Inventando que sueño. Su análisis de la sociedad mexicana es mucho más presente y agudo, los temas se diversifican y están presentes no sólo los jóvenes. La mirada en el centro y No hay censura son libros de relatos que muestran a un escritor más involucrado con su entorno social, pero siempre con mucho humor. Por ejemplo, José Agustín consigna con su peculiar estilo el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, en el relato “En la madre, está temblando” que se incluye en No hay censura.

Este escritor desenfadado, imaginativo y observador implacable puede hacer literatura a partir de elementos sorprendentes. Paseo en taxi, cuento publicado en un pequeño cuadernillo, tiene como pretexto la discusión entre un pasajero y un taxista, porque el segundo se niega a bajar las maletas del primero. La situación evoluciona hasta lo absurdo, pero es muy reveladora de la condición humana en su aspiración por alcanzar posiciones de poder. Amor del bueno es una obra de teatro que también aborda situaciones extremas a partir de una situación simple: una discusión entre los asistentes a una boda, que desemboca en un conflicto entre los contrayentes. Estas dos narraciones están llenas de imaginación, de recursos y de humor. José Agustín ha contado que se le ocurrió trabajar Amor del bueno a partir de una nota periodística que daba cuenta de una boda que terminó en una delegación de policía. Resulta siempre atractivo conocer el trabajo de armazón interno de los textos literarios que leemos, porque nos descubren el trabajo, el verdadero trabajo, del escritor.

He dejado para el final, porque desde mi punto de vista merece una mención especial, la obra en tres tomos titulada Tragicomedia mexicana, un repaso de la vida en México de 1940 a 1994. Este trabajo conjuga una visión periodística, sociológica y cultural de la vida social y política del México moderno. Crónica hábil e inteligente que demuestra un gran manejo del oficio periodístico, es resultado de la lectura de libros, diarios, revistas, numerosas entrevistas y un cuidadoso trabajo de sistematización de información, diestramente presentados para dar como resultado una crónica de fácil y atractiva lectura que encierra gran cantidad de lecciones de historia sobre la vida reciente de nuestro país.

Tragicomedia mexicana es una especie de obra que parece impensable para un escritor de ficción, porque tiene altos requerimientos de disciplina y organización. Su lectura, sin embargo, es una delicia. Estoy seguro de que todo aquel que se ha enfrentado a la historia como requisito académico quisiera haber tenido a la mano textos como el de José Agustín. Entre 1990 y 1998 aparecieron estos tres tomos que condensan buena parte de la vida política, social y cultural de México, con un estilo que admite la inclusión de una gran cantidad de anécdotas pertinentemente elegidas para convertirse en el hilo conductor de la narración. Esta elección forma parte del estilo de José Agustín, quien a pesar de narrar episodios que conjugan, como señala su título, lo trágico y lo cómico de la vida mexicana, no abandona el humor.




Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias
Sociales de la UPAEP Puebla.

6/10/10


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