Anunciada expulsión del paraíso



Miguel Ángel Sánchez de Armas


Mesopotamia es la cuna de nuestra civilización. Ahí, en una fértil llanura aluvial en forma de media luna, los ancestros del hombre domesticaron las primeras plantas y animales, descubrieron en las herramientas una extensión de sus capacidades, organizaron instituciones y tomaron conciencia de sí mismos en la abstracción de la escritura. En esa parte del mundo surgieron las culturas que alimentaron a la sociedad llamada occidental. Aquellos parajes vieron nacer y desaparecer a los sumerios, a los semitas akkadios, a los amoritas, a los asirios, a los babilonios, a los seleúcidas, a los sasánidas y a los musulmanes. Se dice que en las noches de luna llena vagan por las llanuras las sombras espectrales de las huestes de Sargón, de Hammurabi, de Nabucodonosor y del gran Alejandro, aún agobiadas por el dolor de la pérdida del Edén.


Mesopotamia estuvo en lo que en la actualidad es el este de Siria, el sureste de Turquía y la mayor parte de Irak, entre los ríos Tigris y Éufrates. Su nombre es de origen griego y significa entre ríos.


Mas, ¿a qué viene que este aprendiz de columnista aseste a sus pocos lectores una pretendida lección de historia y geografía? A que todas las evidencias apuntan a que otro Gran Imperio se encuentra en la antesala de la expulsión del paraíso en donde si bien ya no hay ni leche ni miel, sí mucho petróleo. Los historiadores del futuro se preguntarán cómo fue que con la más avanzada tecnología de su tiempo y recursos ilimitados, los muchachos de Mr Bush no pudieron dar con los arsenales de armas de destrucción masiva que, se nos dijo en todos los tonos y por la Cruz, había acumulado Mr Saddam (quien, dicho sea de paso, de ser “nuestro mejor cuate y aliado en el Medio Oriente” se convirtió en el líder de la “conspiración del mal” en unos pocos años). La respuesta es obvia: lograr la paz y la democracia en el Medio Oriente nunca fue el objetivo. Vamos, sin siquiera el derrocar al antes amado dictador, sino el asegurar el suministro privilegiado de combustible de aquí al fin del mundo, o por lo menos mientras se afinan las fuentes alternas de energía que el aparato industrial de la potencia demanda.


Hace unas semanas, en el artículo “La derrota no tiene padre... ni madre”, recordé que el señorito Aznar ahora confiesa que no fue “lo suficientemente listo” como para darse cuenta del engaño de Mr Bush y que por ello puso al ejército español a las órdenes de la Casa Blanca. Dije entonces que si bien del 10 de Downing Street no se había escuchado ni pío ante tamaña confesión, pronto tendríamos noticias de Mr Blair. Y el miércoles 21 mi profecía se cumplió: en unas semanas la Pérfida Albión retirará a mil quinientos de sus soldados estacionados en Irak, tres mil más seguirán antes de Navidad y pronto los chiítas de Basora darán gracias a Alá por haberse librado de los aromas del fish and chips y del steak and kidney pie, aunque quizá extrañen la Guinness.


Refuerza la sospecha de que en la Casa Blanca ya dan todo por perdido en Irak, el tono de la reacción del Presidente norteamericano luego de que el Premier inglés le informara del retiro. Dijo un portavoz: “El presidente Bush lo considera como una señal de éxito y de lo que es posible para nosotros una vez que hayamos ayudado a los iraquíes a solucionar el problema de la violencia en Bagdad”.


Ajá. Igualito que Pirro de Epiro, quien regresó de luchar contra los romanos en Apulia con apenas un puñado de los 20 mil soldados, tres mil jinetes y 20 elefantes con los que partió a la campaña, y muy orondo exclamó: “¡Ganamos la guerra!”