La sombra del revolucionario

Miguel Ángel Sánchez de Armas



Hace poco se cumplió el 119 aniversario del natalicio uno de los grandes del periodismo y la literatura mexicanos, don Martín Luis Guzmán, llamado “el escultor de la prosa”. Es de lamentar que ni en la Academia ni en el gremio se organizara una ceremonia, o una lectura, así fuera íntima, de alguna página sonora del autor de El águila y la serpiente. Recordémoslo, hoy, pues, para que su memoria, como en el verso de los ancestros, no pase sin una flor y sin un canto. Rescato un texto que antes publiqué en su recuerdo.

Martín Luis Guzmán pertenece a ese reducido círculo de seres que desde muy temprana edad ofrecen muestras irrefutables de inteligencia viva y extraordinaria. Originario de Chihuahua (1887), a los trece años edita en Veracruz un periódico escolar quincenal, Juventud, donde publicó un artículo sobre Víctor Hugo y otro sobre El contrato social de Juan Jacobo Rousseau. Esto se anota como dato curioso en su biografía, pero creo que en verdad se trata de la primera confirmación de su vocación y amor entrañable por las letras y por el periodismo.

Atrapado en esta era de nuevas tecnologías de comunicación no dejo de sentir cierta envidia por la época en que la comunicación interpersonal era la forma de relación por excelencia, porque además de la inteligencia e información que era menester llevar a cuestas para realmente integrarse a esas convivencias había que ejercer una cualidad que la sociedad moderna parece adormecer: la capacidad de escuchar a la persona y al grupo. Guzmán cuenta de las largas, larguísimas conversaciones que sostenía con Julio Torri, José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y Alfonso Reyes, y de la energía intelectual que invertían en esos prolongados intercambios.

Pero Martín Luis Guzmán no sólo fue hombre de libros y de ideas. Su interés por la política y una clara visión revolucionaria lo llevaron a unirse a las fuerzas de Francisco Villa con el grado de coronel. Al triunfo de Carranza sobre Villa, Guzmán partió al exilio y escribió su primer libro, La querella de México, en el que narra su percepción de la Revolución Mexicana. Después vendrían muchos más. El águila y la serpiente se publicó en Madrid en 1928. Originalmente se llamaría A la hora de Pancho Villa, mas por fortuna este título no fue del agrado del editor, Manuel Aguilar, y se cambió al que conocemos. Los críticos han dicho de ella que “recrea con precisión un acontecimiento histórico, la Revolución hecha gobierno, configurando una estética cercana a la tragedia griega para determinar cuáles son los usos y abusos del poder”.

Martín Luis Guzmán incursionó en varios géneros. Además de novela escribió ensayo, biografía, crónica histórica y, por supuesto, textos periodísticos. Su cultura desbordante, su estilo pulcro y pulido, y un gran sentido del deber para consigo mismo como escritor, hacen de sus textos lectura fluida y apasionante. Pero si debiera elegir una característica de mi predilección en la escritura de Martín Luis es la mexicanidad. A este hombre que declaraba haber abrevado en Tácito, Plutarco, Cervantes, Quevedo y Rousseau, le preocupaba el status alcanzado por la literatura mexicana, y de ahí seguramente su inquietud por contribuir al ensanchamiento de lo mexicano. No resulta así extraño que Martín Luis Guzmán identificara al movimiento de la Revolución como el impulsor por excelencia de las letras mexicanas, aunque aseguraba que la llegada de una literatura nacional había sido tardía. Sobre el punto dijo: “La Independencia de México la consumó la clase opresora y no la clase oprimida de la Nueva España.
Los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla. En estas condiciones no podíamos crear una auténtica literatura nuestra. La Reforma trató de realizar la verdadera Independencia, de romper interiormente el orbe colonial. No hubo tiempo: apareció Porfirio Díaz.”

Aunque quizá la afirmación encierra una injusticia para autores como Fernández de Lizardi, Justo Sierra, Payno, Ireneo Paz, Riva Palacio y otros, lo cierto es que, en conjunto, ningún movimiento había cimbrado a la sociedad mexicana hasta el punto de ser recurrentemente motivo de interés y reflexión en la expresión artística de un pueblo.

En el caso de Martín Luis Guzmán esta veta le costó ser víctima de un abierto acto de censura desde la cúspide del poder político. La sombra del caudillo, novela en la que Guzmán elabora un cuadro preciso sobre la presidencia de Plutarco Elías Calles, apareció en 1929. De esa obra John Brushwood apunta que “Es un elocuente comentario sobre el régimen de Calles el hecho de que cuando Guzmán necesitó un hombre honrado tuviera que inventarlo”, en referencia a Axcaná González, el único personaje de ficción en las páginas del libro, es decir, sin correspondencia con actores del régimen como la tienen el resto de los personajes de la novela. Así, cuando La sombra del caudillo llegó a México -pues primero se publicó en España- enfureció al presidente Calles.

Pero la implacable pareja don Tiempo y doña Historia habría de poner las cosas en su lugar –como siempre- y derrotado el régimen callista y triunfantes la inteligencia y la tolerancia, Martín Luis Guzmán fue acogido con honor y respeto por el presidente Lázaro Cárdenas y los gobiernos subsecuentes. Ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua en 1940 y en 1958 ganó el Premio Nacional de Literatura y el Premio Manuel Ávila Camacho.