El huevo y la censura

Miguel Ángel Sánchez de Armas



La tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia. La inteligencia tiene sus límites, la tontería no.
Claude Habrol




Cuando creía haberlo visto todo en materia de necedad y pocas luces, comprendo que en este terreno las fronteras son inexistentes.


Hasta hoy, la mayor expresión de estulticia por mí conocida fue una tarde septembrina hace unos años en la sala internacional del aeropuerto de la Ciudad de México. Regresaba de un viaje por Africa y en mi equipaje cargaba dos máscaras talladas en madera de teca que el jefe tribal de una aldea zambezí amigo mío me obsequió como regalo de despedida.


El Jefe reunió a su cortejo bajo un árbol en el centro del patio de tierra de su palacio de adobe para bendecir mi regreso. Me presentó las máscaras y dijo: “Fueron hechas a orillas del Gran Río. Mira qué tan parecidas son a las que tú me diste en nombre de nuestros hermanos de aquel lugar que llamas Veracruz”. Examiné las caretas. En verdad había un parentesco en la forma y rasgos. Di las gracias como marca el protocolo y a poco me fui de ese reino en un taxi que un mensajero había traído desde Livingstone, la ciudad más próxima.


Días después llegué cansado y muy contento a la aduana del aeropuerto, pulsé el botón del semáforo fiscal y se prendió en rojo. Un celoso guardián del retén apareció de inmediato, muy gallardo en su uniforme almidonado. Examinó con ojo crítico el revoltillo de mis maletas y me pidió que le tradujera los títulos de los documentos y libros que aparecieron entre la ropa sucia y los artículos de higiene personal. Después vio las máscaras, se puso tieso y en el tono más oficial que he escuchado, dijo: “Tendrá que aguardar usted a que llegue el delegado de la Semarnat”. “¿Semarnat?”, respondí. “¿Para qué”. “Estos objetos son de madera”, fue la muy inteligente respuesta. “No podemos permitir que los bosques sean depredados. Los bosques son el pulmón de la humanidad”.


Juro por Wilson, el dios de la güeva, que hice un gran esfuerzo para que no me ganara la risa. Pero fue inútil. No sólo yo, sino todos los demás pasajeros que esperaban su turno en la inspección, estallamos en carcajadas.


“¡No me diga, oficial!”, dije mientras me apretaba la panza. “¿Así que ahora, además de unificar a las dos Coreas, nuestro gobierno se ha echado a cuestas la defensa de los bosques de Zambia?” Esto aumentó la hilaridad del auditorio, incluyendo a los otros agentes aduanales. El bizarro guardián se puso rojo hasta la raíz del cabello. Me fulminó con la mirada y casi me arroja las máscaras antes de dar media vuelta y retirarse a toda prisa con un rítmico paso de ganso a la mexicana. Rearmé mi equipaje y reí todo el camino a casa.


Y si usted lector cree que es un cuento fantástico, abróchese el cinturón para el que sigue.


Una talentosa antropóloga veracruzana organizó para el Museo de Chicago la exposición “Black Presence in Mexico” (“Presencia negra en México”) que ya ha recorrido buena parte del territorio del vecino país. Como allá fue un éxito, ahora nuestro instituto de antropología se interesó... conocida es nuestra acomplejada mentalidad colonial. Pero vea usted los riesgos que se corren cuando los tontejos con iniciativa son colocados en posiciones de responsabilidad:

“Me acaban de llamar de Chicago para decirme que la gente del INAH está condicionando la exposición en DF sólo si les dejan meter mano y cambiar cosas de la misma. No quieren que se hable de la posible presencia africana en época prehispánica. Quieren quitar esa parte y quieren que tres expertos del INAH cambien y metan piezas y por supuesto coloquen créditos para el instituto. Dicen que es una visión gringa de la presencia negra en México. Cuando les dijeron que yo no era gringa respondieron que querían hablar conmigo para ‘discutir’ el contenido de la expo. Es una falta de respeto, es como si presentaras un libro y le quisieran arrancar hojas o capítulos. En el museo de Chicago la postura es que la expo va así y que si hay críticas que se organicen discusiones académicas.”


¿Le parece increíble? ¿Tiene timbres de la digna defensa que hicimos de nuestros valores nacionales cuando Oscar Lewis publicó Los hijos de Sánchez? Pues sigue la parte más divertida:

“Estos funcionarios son personas que acaban de entrar y no tienen ni idea de cómo se hacen las cosas. Una pieza de la expo es un huevo de avestruz con la cara de Yanga pirograbada en él. El autor consiguió el huevo en una granja cerca del puerto. ¡Los del INAH me pidieron una carta de la Semarnat en donde se asegure que el huevo no pone en peligro de extinción a las avestruces de Veracruz! (cursivas mías: SdA). Hilarante. Ayer me decía un periodista de Monterrey que la censura es la mejor publicidad en México...”


Sin duda, digo yo. Además de que francamente tuvo razón quien dijo que nadie es profeta en su tierra, o que los mexicanos somos como cangrejos en cubeta o, tal cual sentencia mi venerada abuela: “No ayudan... ¡pero qué bien molestingan”.






sanchezdearmas@gmail.com


(24.03.07)