El periódico

Miguel Ángel Sánchez de Armas

Con frecuencia me involucro en discusiones bizantinas. Coincido con amigos y entre el saludo y el primer ¡salud!, alguien puede decir algo así como: “Pues para mi que López Obrador es un títere del Kremlin...” y entonces se arma la de Dios es grande. Apenas hace unas semanas me echaron de una comida al grito de “¡vendido!” porque murmuré si no habría por lo menos una remotísima posibilidad de que el tabasqueño en efecto haya tenido menos votos que el michoacano. Ahora lo que hago en las reuniones es abordar sólo temas neutros, seguros y políticamente correctos, como la religión y las preferencias sexuales.

En días pasados un académico impertinente me abordó en una fiesta y sin más, espetó que mi teoría de las nuevas tecnologías de la información apestaba. Yo, que en ese momento intentaba convencer de lo contrario a cierta reportera cuyos encantos opacan su carácter más bien ríspido e ideología derechosa, quedé helado por la intromisión. Pero al ver que la concurrencia se dispuso a divertirse a mis costillas, no tuve más remedio que armarme de paciencia.

Aquí más o menos lo que me dijo el mequetrefe: no importa que el internet sea rápido, ni que la televisión nos de muchos canales con lo mismo, ni que el radio cacaree sus noticias en una avalancha repetitiva. Los periódicos son una herramienta indispensable y de gran utilidad para la gente. ¿Has intentado matar un mosquito con un teclado, o castigar al perro en el hocico con la pantalla del televisor? Por eso no importa que no se lea. El periódico será siempre el mejor aliado en todos los momentos de la vida.

Y luego soltó una retahíla de ejemplos que no tuve más remedio que escuchar, además de que me fue imposible retener a la reportera (quien poco después salió al jardín en compañía de un columnista mediocre).

En lo doméstico, dijo el tipejo, el periódico sirve para madurar aguacates, recoger la basura, limpiar los vidrios, ajustar las patas de una mesa, empacar la vajilla, tapizar la jaula del pájaro, recoger el “eso” de los perros, cubrir los muebles y el piso antes de pintar, evitar que se meta el agua debajo de la puerta, proteger el piso del garaje si el carro bota aceite, matar moscas y otros insectos y, en una crisis, dobla como papel higiénico.

En lo educativo, el diario es insustituible para castigar al perro en el hocico cuando se orina en la casa, para recortar letras y fotos para las tareas de los niños, fabricar títeres de papel maché, hacer barcos de papel y forrar piñatas.
Para lo comercial, el periódico también tiene aplicaciones, sostuvo el académico, mientras apuraba a grandes tragos su cuba: ensanchar zapatos, rellenar los bolsos para que conserven su forma, envolver la carne, empacar clavos en la ferretería, hacer un sombrero de pintor, dar trabajo a voceadores y periodistas, envolver flores, cortar moldes de modistas y sastres y envolver cuadros.

Más aún, el mentecato sostuvo que el diario tiene usos festivos: prender el carbón del anafre para las carnes asadas, envolver regalos sorpresa y armar el embudo de mago que desaparece el agua.

No soporté más y huí (con la esperanza de alcanzar a la reportera antes de que el columnista la sedujera con frases de Miguel Ángel Cornejo o Dale Carnegie). En mi retirada, alcancé a escuchar “otros usos” del papel impreso: para que los extorsionistas usen sus letras en las cartas, como cojín en el parque, para hacer bolitas y pegarles a los compañeros de clase, como paraguas para que el aguacero no dañe el peinado, para que los malosos de las películas escondan una pistola y como funda para guardar el machete.

En verdad que ya no hay seriedad.



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