Caminito de la escuela

Miguel Ángel Sánchez de Armas

Como muchos de mi generación, crecí en familia pobre, numerosa y provinciana. Pero mi relación con la escuela era alegre en comparación con lo que hoy aprecio entre los hijos de mis amigos.

Muy temprano saltábamos de cama mis hermanos y yo para llegar primero al baño. Luego tomábamos por asalto la mesa para ensalivar una de las tres conchas que religiosamente se colocaban entre bolillos y trenzas. Luego la escaramuza por las mochilas, el beso apresurado y la carrera a la escuela en medio de la calle polvosa. Mi madre se quedaba en el portón con el aspecto de alguien que ha sobrevivido a un terremoto de 9 grados.

A la salida de clases las mochilas se abandonaban en la banqueta mientras se organizaban excursiones para cazar lagartijas, se dirimían dos o tres diferencias a puñetazos o en tropel acudíamos a casa del carnicero para presenciar, con un hueco en el estómago, el sacrificio de un puerco o de un chivo. A media tarde comenzaban los gritos anunciando la comida y la llegada de los papás, y entonces ¡pélale!, a casa, todos chorreados, con los pelos de punta y los pantalones rotos; cansados y felices.

Esta vida silvestre no nos impidió ser buenos alumnos. Teníamos reverencia por la escuela y la mayoría continuó estudiando. Muchas mujeres y hombres de bien y bastantes profesionistas germinaron en aquel plantel. Nuestros profesores terminaban el curso con úlcera, pero era motivo de orgullo para ellos cuando ganábamos los primeros lugares en los concursos de la zona escolar. Éramos criaturas insoportables y llenas de energía Niños normales, pues.

Parece que esa ya no se da, ni siquiera en la apacible Xalapa. Hace poco me enteré de la siguiente historia de horror verdadera:

“Un dìa me informó mi hija que le habían recogido los cuadernos de caligrafía y de español. En su escuela me pidieron que me presentara a la mañana siguiente a las 8 de la mañana, pero no pude llegar antes de las 11.

“A las 8 que llegó ella no la dejaron entrar porque yo no iba. Resulta que los niños escribieron su opinión sobre el 12 de octubre y la celebración que hicieron en la escuela. Mi hija escribió una crítica donde habla de la ceguera de las maestras y de la directora al celebrar como una fiesta un genocidio. Escribió sobre la falta de creatividad en una teatralización que año con año presentan y les dijo que la escuela es patética. Palabras más palabras menos.

“Al leer los textos que escribió no aguanté la risa, no sé si de nervios o por lo absurdo de la situación. Le comenté a la directora que efectivamente el 12 de octubre es un genocidio. La directora dijo que ella estaba forzada a celebrarlo y que si mi hija lo consideraba tan patético era mejor sacarla de la escuela. El mundo se me vino encima. Finalmente convencí a la directora que la niña no haría críticas destructivas, ni de ningún otro tipo. Prometí “aplanar” el carácter de mi hija (por lo menos en apariencia) para que no violentara el desempeño de la escuela.

“La maestra aceptó de mala gana y después de narrarle algunos pasajes históricos que demuestran que efectivamente mi hija tenía razón sobre el genocidio, acepté que no es la forma de presentar una crítica por parte de mi hija. Total que la suspendieron 3 días hábiles. Mi hija estaba feliz porque no fue a su aburrida escuela y se dedicó a actualizar sus páginas web.

“Debió escribir una carta de disculpa que me recordó el famoso: ‘…y sin embargo… se mueve’. Entregó la carta con serenidad y volvió después de su expulsión como si nada. Llegué a la conclusión de que esta niña está muy acelerada para su edad y que cualquier escuela ordinaria le será un tormento.

“La reunión con la directora pareció un reporte del record criminal de mi hija. Me recordó lo que dice Foucault: la escuela, entre más parecida a la cárcel, se considera más efectiva”.

sanchezdearmas@gmail.com